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Ernesto Juliá Diaz
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Judas pudo abandonar a Cristo
sencillamente, como hicieron los que se fueron de su lado ante el anuncio de la
Eucaristía, y quizá tantos otros que lo siguieron un tiempo y se alejaron
después. No le abandona, y tampoco le niega. En este sentido, Judas no hace una
afirmación de ateismo. Podría haber negado a Cristo tranquilamente, y dejarlo.
Si Judas no hubiera creído en la
divinidad de Cristo, no lo habría traicionado. Si Judas hubiera sido consciente
de estar delante solamente de un hombre, no hubiera actuado como lo hizo.
Teológicamente, quizá no sea muy
osado afirmar que Judas comporta también una contraprueba de la divinidad de
Cristo; y señala el límite de la acción del hombre contra Dios. El hombre puede
traicionar a Dios; no puede negarle.
Por eso Judas es un personaje
también molesto para un ateo. Si se hubiera marchado desentendiéndose de la
muerte de Cristo, hubiera pasado inadvertido sin más. Al traicionarlo, manifiesta
la impotencia del hombre ante Dios: no puede pasar sin hacer referencia a Él;
en palabras pobres, el hombre no consigue nunca “quitarse de encima a Dios” y
tampoco liberarse del deseo de “apoderarse” de alguna “imagen de Dios”.
Además de lo señalado hasta ahora,
y para seguir tratando de desentrañar el sentido de la traición, hemos de preguntarnos:
¿Por qué es glorificado el Señor
con la marcha de Judas?
No ciertamente por alejarse un
pecador, ya que Cristo se ha hecho a sí mismo pecado, y su gloria está en que
el pecado sea vencido en todo el hombre, en todo hombre; en el arrepentimiento
y en la conversión del pecador.
Glorificado,
no en el triunfo de su amor sobre el endurecido corazón del apóstol traidor.
Cristo es glorificado en la traición de Judas; porque esta traición ensalza
majestuosamente al “traicionado”. ¿En qué sentido?
Si alcanzamos a responder a la
pregunta ¿Por qué lo vende?, quizá lleguemos a penetrar ese “sentido”.
La
venta es el último intento de Judas de manejar a Dios, de comprarlo, de
convertir a Dios en una mercancía. Y lo vende al Sanedrín, autoridad
eclesiástica, espiritual, si se prefiere, contrapuesta a Cristo, y la única
verdaderamente llena de sentido hasta ese momento.
Judas ha podido entregar a Cristo a la
autoridad civil acusándole sencillamente de alterar el orden, y alegar, por ejemplo,
que ponía en peligro la estabilidad del poder político. No lo hace así, y quizá
no sólo por ser los romanos extranjeros no queridos, sino más bien, para
aprovechar la oportunidad de vincularse de nuevo al Dios hasta entonces
conocido en el ámbito judío, y tal y como lo había conocido en su pueblo; y a
las personas que lo representaban según la Ley.
Judas no rechaza a Cristo. No lo niega,
deja de esperar y por consiguiente no lo ama. Vendiéndolo, intenta la plenitud
del pecado; como si Dios se pudiese convertir en una mercancía manipulable.
En esta acción de Judas queda
patente también que el mal influye sobre la inteligencia humana, pero no la
obnubila. Si el gran pecado de la traición hubiera dominado la inteligencia de Judas, no habría
reaccionado tirando las monedas de la traición sobre el suelo del templo. ¿Por
qué lo hace?
Es
el momento de la gran soledad de Judas en la tierra. Él ha rechazado a Dios, y
ve como su referencia “divina-eclesiástica” lo rechaza a él. Conocido Cristo,
el Hijo de Dios hecho hombre, nadie, tampoco Judas, puede volver a su antigua
imagen de Dios.
Judas
se convierte en el hombre que, sin Dios, y después de “vender” a Cristo, pierde
todas las raíces en el cielo y en la tierra; ya no encuentra “lugar” para él,
ni en el cielo ni en la tierra.
Quizá
se pueda pensar que ningún suicidio ha sido tan pleno, tan fríamente decidido,
tan libremente realizado, y por todo esto, tan lleno de rechazo de Dios, como
el de Judas.
La actuación de Judas, ciertamente,
es un hecho que deja patente ante cualquier hombre la inutilidad de pretender
reaccionar frívolamente ante la gravedad del pecado.
Ernesto Juliá Diaz, Julio
15, 2009