LA FE
EXPLICADA
CAPÍTULO
XIII
LA COMUNION DE LOS SANTOS Y EL PERDON DE LOS PECADOS
El fin del camino Si alguien nos
llamara santos, lo más probable es que nos diera un respingo. Somos demasiado
conscientes de nuestras imperfecciones para aceptar ese título. Y, no obstante,
todos los fieles del Cuerpo místico de Cristo en la Iglesia primitiva se
llamaban santos. Es el término favorito de San Pablo para dirigirse a los componentes
de las comunidades cristianas. Escribe a «los santos que están en Efeso» (Eph
1,1) y a «los santos que se encuentran en toda la Acaya» (2 Cor 1,1). Los
Hechos de los Apóstoles, que contienen la historia de la Iglesia naciente,
llaman también santos a los seguidores de Cristo.
La palabra «santo», derivada del latín, describe a toda alma cristiana que,
incorporada a Cristo por el Bautismo, es morada del Espíritu Santo (mientras
permanezca en estado de gracia santificante). Tal alma es un santo en el
sentido original de la palabra. Hoy en día se ha limitado su significación a
aquellos que están en el cielo. Pero la utilizamos en su acepción primera
cuando, al recitar el Credo de los Apóstoles, decimos: «creo... en la comunión
de los santos». La palabra «comunión» significa, claro está, «unión con», y con
ella queremos indicar que existe una unión, una comunicación, entre las almas
en que el Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo, tiene su morada. Esta
comunicación incluye, en primer lugar, a nosotros mismos, miembros de la
Iglesia en la tierra. Nuestra «rama» de la comunión de los santos se llama
Iglesia militante, es decir, la Iglesia aún en lucha contra el pecado y el
error. Si cayéramos en pecado mortal no dejaríamos de pertenecer a la comunión
de los santos, pero sí cortaríamos la comunicación con los otros miembros en
tanto siguiéramos excluyendo al Espíritu Santo de nuestra alma.
Las almas del purgatorio son también miembros de la comunión de los santos.
Están confirmadas en gracia para siempre, aunque todavía tengan que purgar sus
pecados veniales y sus deudas de penitencia. No pueden ver a Dios aún, pero el
Espíritu Santo está con ellas y en ellas, y no lo podrán perder jamás.
Frecuentemente denominamos a esta rama de la Iglesia como la Iglesia purgante.
Finalmente está la Iglesia triunfante, que está compuesta por las almas de
los bienaventurados que se hallan en el cielo. Esta es la Iglesia eterna, la
que absorberá tanto a la Iglesia militante como a la purgante después del
Juicio Final.
Y en la práctica, ¿qué significa para mí la comunión de los santos? Quiere
decir que todos los que estamos unidos en Cristo -los santos del cielo, las
almas del purgatorio y los que aún vivimos en la tierra- debemos tener
conciencia de las necesidades de los demás.
Los santos del cielo no están tan arrobados en su propia felicidad que
olviden las almas que han dejado atrás. Aunque quisieran, no podrían hacerlo.
Su perfecto amor a Dios debe incluir un amor a todas las almas que Dios ha
creado y adornado con sus gracias, todas esas almas en que El mora y por las
que Jesús murió. En resumen, los santos deben amar las almas que Jesús ama, y
el amor que los santos del cielo tienen por las almas del purgatorio y las de
la tierra, no es un amor pasivo. Los santos anhelan ayudar a esas almas en su
caminar hacia la gloria, cuyo valor infinito son capaces de apreciar ahora como
no podían antes. Y si la oración de un hombre bueno de la tierra puede mover a
Dios, ¡cómo será la fuerza de las oraciones que los santos ofrecen por
nosotros! Son los héroes de Dios, sus amigos íntimos, sus familiares.
Los santos del cielo oran por las ánimas del purgatorio y por nosotros.
Nosotros, por nuestra parte, debemos venerar y honrar a los santos. No sólo
porque pueden y quieren interceder por nosotros, sino porque nuestro amor a
Dios así lo exige. Un artista es honrado cuando se alaba su obra. Los santos
son las obras maestras de la gracia de Dios; cuando los honramos, honramos a
Quien los hizo, a su Redentor y Santificador. El honor que se da a los santos
no se detrae de Dios. Al contrario, es un honor que se le tributa de una manera
que El mismo ha pedido y desea. Vale la pena recordar que, al honrar a los
santos, honramos también a muchos seres queridos que se hallan ya con Dios en
la gloria. Cada alma que está en el cielo es un santo, no sólo los canonizados.
Por esta razón, además de las fiestas especiales dedicadas a algunos de los
santos canonizados, la Iglesia dedica un día al año para honrar a toda la
Iglesia triunfante, es la Fiesta de Todos los Santos, el primero de noviembre.
Como miembros de la comunión de los santos, los que aún estamos en la
tierra debemos orar además por las benditas ánimas del purgatorio. Ahora, ellas
no pueden ayudarse: su tiempo de merecer ha pasado. Pero nosotros sí podemos
hacerlo, pidiendo para ellas el favor de Dios. Podemos aliviar sus sufrimientos
y acortar su tiempo de espera del cielo con nuestras oraciones, con las Misas
que ofrezcamos o hagamos ofrecer por ellas, con las indulgencias que para ellas
ganemos (casi todas las indulgencias concedidas por la Iglesia pueden ser
aplicadas a las ánimas del purgatorio, si las ofrecemos por esa intención). No
sabemos si las almas del purgatorio pueden interceder por nosotros o no, pero
sí sabemos que, una vez se cuenten entre los santos del cielo, se acordarán
ciertamente de aquellos que se acordaron de ellas en sus necesidades, y serán
sus especiales intercesoras ante Dios.
Es evidente que los que estamos todavía en la tierra debemos rezar también
los unos por los otros, si queremos ser fieles a nuestra obligación de miembros
de la comunión de los santos. Debemos tenernos un sincero amor sobrenatural,
practicar la virtud de la caridad fraterna de pensamiento, palabra y obra,
especialmente con el ejercicio de las obras de misericordia corporales y
espirituales. Si queremos asegurar la permanente participación en la comunión
de los santos, no podemos tomar a la ligera nuestra responsabilidad hacia ella.
Leo G. Terese
(Cont)