LA FE
EXPLICADA
CAPÍTULO
V
CREACION
Y CAIDA DEL HOMBRE
¿Qué es el hombre? El hombre es un
puente entre el mundo del espíritu y el de la materia (por supuesto, cuando nos
referimos al «hombre» designamos a todos los componentes del género humano,
varón y hembra).
El alma del hombre es espíritu, de naturaleza similar al ángel; su cuerpo
es materia, similar en naturaleza a los animales. Pero el hombre no es ni ángel
ni bestia; es un ser aparte por derecho propio, un ser con un pie en el tiempo
y otro en la eternidad. Los filósofos definen al hombre como «animal racional»;
«racional» señala su alma espiritual, y «animal» connota su cuerpo físico.
Sabiendo la inclinación que los hombres tenemos al orgullo y la vanidad,
resulta sorprendente la poca consideración que damos al hecho de ser unos seres
tan maravillosos. Sólo el cuerpo es bastante para asombrarnos. La piel que lo
cubre, por ejemplo, valdría millones al que fuera capaz de reproducirla
artificialmente. Es elástica, se renueva sola, impide la entrada al aire, agua
u otras materias, y, sin embargo, permite que salgan. Mantiene al cuerpo en una
temperatura constante, in dependientemente del tiempo o la temperatura
exterior.
Pero si volvemos la vista a nuestro interior, las maravillas son mayores
aún. Tejidos, membranas y músculos componen los órganos: el corazón, los
pulmones, el estómago y demás. Cada órgano está formado por una galaxia de
partes como concentraciones de estrellas, y cada parte, cada célula, dedica su
operación a la función de ese órgano particular: circulación de la sangre,
respiración del aire, su absorción o la de alimentos.
Los distintos órganos se mantienen en su trabajo veinticuatro horas al día,
sin pensamientos o dirección conscientes de nuestra mente y (¡lo más asombroso!),
aunque cada órgano aparentemente esté ocupado en su función propia, en realidad
trabaja constantemente por el bien de los otros y de todo el cuerpo.
El soporte y protección de todo ese organismo que llamamos cuerpo es el
esqueleto. Nos da la rigidez necesaria para estar erguidos, sentarnos o andar.
Los huesos dan anclaje a los músculos y tendones, haciendo posible el
movimiento y la acción. Dan también protección a los órganos más vulnerables:
el cráneo protege el cerebro, las vértebras la médula espinal, las costillas el
corazón y los pulmones. Además de todo esto, los extremos de los huesos largos
contribuyen a la producción de los glóbulos rojos de la sangre.
Otra maravilla de nuestro cuerpo es el proceso de «manufacturación» en que
está ocupado todo el tiempo. Metemos alimentos y agua en la boca y nos
olvidamos: el cuerpo solo continúa la tarea. Por un proceso que la biología
puede explicar pero no reproducir, el sistema digestivo cambia el pan, la carne
y las bebidas en un líquido de células vivas que baña y nutre constantemente
cada parte de nuestro cuerpo. Este alimento líquido que llamamos sangre,
contiene azúcares, grasas, proteínas y otros muchos elementos. Fluye a los
pulmones y recoge oxígeno, que transporta junto con el alimento a cada rincón
de nuestro cuerpo.
El sistema nervioso es también objeto de admiración. En realidad, hay dos
sistemas nerviosos: el motor, por el que mi cerebro controla los movimientos
del cuerpo (mi cerebro ordena «andad», y mis pies obedecen y se levantan rítmicamente),
y el sensitivo por el que sentimos dolor (ese centinela siempre alerta a las
enfermedades y lesiones), y por el que traemos el mundo exterior a nuestro
cerebro a través de los órganos de los sentidos, vista, olfato, oído, gusto y
tacto.
A su vez, estos órganos son un nuevo prodigio de diseño y precisión. De
nuevo los científicos -el anatomista, el biólogo, el oculista- podrán decirnos
cómo operan, pero ni el más dotado de ellos podrá jamás construir un ojo, hacer
un oído o reproducir una simple papila del gusto.
La letanía de las maravillas de nuestro cuerpo podría prolongarse indefinidamente;
aquí sólo mencionamos algunas de pasada. Si alguien -pudiera hacer un recorrido
turístico de su propio cuerpo, el guía le podría señalar más maravillas que
admirar que hay en todos los centros de atracción turística del mundo juntos.
Y nuestro cuerpo es sólo la mitad del hombre, y, con mucho, la mitad menos
valiosa. Pero es un don que hay que apreciar, un don que hemos de agradecer, la
,habitación idónea para el alma espiritual que es la que le da vida, poder y
sentido.
Como los animales, el hombre tiene cuerpo, pero es más que un animal. Como
los ángeles, el hombre tiene un espíritu inmortal, pero es menos que un ángel.
En el hombre se encuentran el mundo de la materia y el del espíritu. Alma y
cuerpo se funden en una sustancia completa que es el ente humano.
El cuerpo y el alma no se unen de modo circunstancial. El cuerpo no es un
instrumento del alma, algo así como un coche para su conductor. El alma y el
cuerpo han sido hechos la una para el otro. Se funden, se compenetran tan
íntimamente que, al menos en esta vida, una parte no puede ser sin la otra.
Si soldamos un pedazo de cinc a un trozo de cobre, tendremos un pedazo de
metal. Esta unión sería la que llamamos «accidental». No resultaría una
sustancia nueva. Saltaría a la vista que era un trozo de cinc pegado a otro de
cobre. Pero si el cobre y el cinc se funden y mezclan, saldrá una nueva
sustancia que llamamos latón. El latón no es ya cinc o cobre, es una sustancia
nueva compuesta de ambos. De modo parecido (ningún ejemplo es perfecto) el
cuerpo y el alma se unen en una sustancia que llamamos hombre.
Lo íntimo de esta unión resulta evidente por la manera en que se interactúan.
Si me corto en un dedo, no es sólo mi cuerpo el que sufre: también mi alma.
Todo mi yo siente el dolor. Y si es mi alma la afligida con preocupaciones,
esto repercute en mi cuerpo, en el que pueden producirse úlceras y otros
desarreglos. Si el miedo o la ira sacuden mi alma, el cuerpo refleja la
emoción, palidece o se ruboriza y el corazón late más aprisa; de muchas maneras
distintas el cuerpo participa de las emociones del alma.
No hay que menospreciar al cuerpo humano como mero accesorio del alma,
pero, al mismo tiempo, debemos reconocer que la parte más importante de la
persona completa es el alma. El alma es la parte inmortal, y es esa
inmortalidad del alma la que liberará al cuerpo de la muerte que le es propia.
Esta maravillosa obra del poder y la sabiduría de Dios que es nuestro
cuerpo, en el que millones de minúsculas células forman diversos órganos, todos
juntos trabajando en armonía prodigiosa para el bien de todo el cuerpo, puede
darnos una pálida idea de lo magnífica que debe ser la obra del ingenio divino
que es nuestra alma. Sabemos que es un espíritu. Al hablar de la naturaleza de
Dios expusimos la naturaleza de los seres espirituales.
Un espíritu, veíamos, es un ser inteligente y consciente que no sólo es
invisible (como el aire), sino que es absolutamente inmaterial, es decir, que
no está hecho de materia. Un espíritu no tiene moléculas, ni hay átomos en el
alma.
Tampoco se puede medir; un espíritu no tiene longitud, anchura o
profundidad. Tampoco peso. Por esta razón el alma entera puede estar en todas y
cada una de las partes del cuerpo al mismo tiempo; no está una parte en la
cabeza, otra en la mano y otra en el pie.
Si nos cortan un brazo o una pierna en un accidente u operación quirúrgica,
no perdemos una parte del alma. Simple. mente, nuestra alma ya no está en lo
que no es más que una parte de mi cuerpo vivo. Y al fin, cuando nuestro cuerpo
esté tan decaído por la enfermedad o las lesiones que no pueda continuar su
función, el alma lo deja y se nos declara muertos. Pero el alma no muere. Al
ser absolutamente inmaterial (lo que los filósofos llaman una «sustancia
simple»), nada hay en ella que pueda ser destruido o dañado. Al no constar de
partes, no tiene elementos básicos en que poder disgregarse, no tiene modo de
poder descomponerse o dejar de ser lo que es.
No sin fundamento decimos que Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza.
Mientras nuestro cuerpo, como todas sus obras, refleja el poder y la sabiduría
divinos, nuestra alma es un retrato del Hacedor de modo especialísimo. Es un
retrato en miniatura y bastante imperfecto. Pero ese espíritu que nos da vida y
entidad es imagen del Espíritu infinitamente perfecto que es Dios. El poder de
nuestra inteligencia, por el que conocemos y comprendemos verdades, razonamos y
deducimos nuevas verdades y hacemos juicios sobre el bien y el mal, refleja al
Dios que todo lo sabe y todo lo conoce. El poder de nuestra libre voluntad por
la que deliberadamente decidimos hacer una cosa o no, es una semejanza de la
libertad infinita que Dios posee; y, por supuesto, nuestra inmortalidad es un
destello de la inmortalidad absoluta de Dios.
Como la vida íntima de Dios consiste en conocerse a Sí mismo (Dios Hijo) y
amarse a Sí mismo (Dios Espíritu Santo), tanto más nos acercamos a la divina
Imagen cuanto más utilizamos nuestra inteligencia en conocer a Dios -por la
razón y la gracia de la fe ahora, y por la «luz de gloria» en la eternidad-; y
nuestra voluntad libre para amar al Dador de esa libertad.
¿Cómo nos hizo Dios? Todos los hombres descienden de un hombre y de una
mujer. Adán y Eva fueron los primeros padres de toda la humanidad. No hay en la
Sagrada Escritura verdad más claramente enseñada que ésta. El libro del Génesis
establece conclusivamente nuestra común descendencia de esa única pareja.
¿Qué pasa entonces con la teoría de la evolución en su formulación más
extrema: que la humanidad evolucionó de una forma de vida animal inferior, de
algún tipo de mono? No es esta la ocasión para un examen detallado de la teoría
de la evolución, la teoría que establece que todo lo que existe -el mundo y lo
que contiene- ha evolucionado de una masa informe de materia primigenia. En lo
que concierne al mundo mismo, el mundo de minerales, rocas y materia inerte,
hay sólida evidencia científica de que sufrió un proceso lento y gradual, que
se extendió durante un período muy largo de tiempo.
No hay nada contrario a la Biblia o la fe en esa teoría. Si Dios escogió
formar el mundo creando originalmente una masa de átomos y estableciendo al
mismo tiempo las leyes naturales por las que, paso a paso, evolucionaría hasta
hacerse el universo como hoy lo conocemos, pudo muy bien hacerlo así. Seguiría
siendo el Creador de todas las cosas.
Además, un desenvolvimiento gradual de su plan, actuado por causas
segundas, reflejaría mejor su poder creador que si hubiera hecho el universo
que conocemos en un instante. El fabricante que hace sus productos enseñando a
supervisores y capataces, muestra mejor sus talentos que el patrón que tiene
que atender personalmente cada paso del proceso.
A esta fase del proceso creativo, al desarrollo de la materia inerte, se
llama «evolución inorgánica». Si aplicamos la misma teoría a la materia
viviente, tenemos la llamada teoría de la «evolución orgánica». Pero el cuadro
aquí no está tan claro ni mucho menos; la evidencia se presenta llena de huecos
y la teoría necesita más pruebas científicas. Esta teoría propugna que la vida
que conocemos hoy, incluso la del cuerpo humano, ha evolucionado por largas
eras desde ciertas formas simples de células vivas a plantas y peces, de aves y
reptiles al hombre.
La teoría de la evolución orgánica está muy lejos de ser probada científicamente.
Hay buenos libros que podrán proporcionar al lector interesado un examen
equilibrado de toda esta cuestión (*). Pero para nuestro propósito basta
señalar que la exhaustiva investigación científica no ha podido hallar los
restos de la criatura que estaría a medio camino entre el hombre y el mono. Los
evolucionistas orgánicos basan mucho su doctrina en las similitudes entre el
cuerpo de los simios y el del hombre, pero un juicio realmente imparcial nos
hará ver que las diferencias son tan grandes como las semejanzas.
(cont)
Leo J. Trese