LA FE
EXPLICADA
CAPÍTULO
XIV
LA RESURRECCION DE LA CARNE Y LA VIDA PERDURABLE
El fin del mundo Vivimos y nos esforzamos durante pocos o muchos años, y
luego morimos. Esta vida, bien lo sabemos, es un tiempo de prueba y de lucha;
es el terreno de pruebas de la eternidad. La felicidad del cielo consiste
esencialmente en la plenitud del amor. Si no entramos en la eternidad con amor
a Dios en nuestro corazón, seremos absolutamente incapaces de gozar de la
felicidad de la gloria. Nuestra vida aquí abajo es el tiempo que Dios nos da
para adquirir y probar el amor a Dios que guardamos en nuestro corazón, que debemos
probar que es más grande que el amor hacia cualquiera de sus bienes creados,
como el placer, la riqueza, fama o amigos. Debemos probar que nuestro amor
resiste la embestida de los males hechos por el hombre, como la pobreza, el
dolor, la humillación o la injusticia. Estemos al tos o bajos, en cualquier
momento debemos decir «Dios mío, te amo», y probarlo con nuestras obras. Para
algunos el camino será corto; para otros, largo.
Para algunos, suave; para otros, abrupto. Pero acabará para todos. Todos
moriremos.
La muerte es la separación del alma del cuerpo. Por la erosión de la vejez,
la enfermedad o por accidente, el cuerpo decae, y llega un momento en que el
alma ya no puede operar por él. Entonces lo abandona, y decimos que tal persona
ha muerto. El instante exacto en que esto ocurre raras veces puede
determinarse. El corazón puede cesar de latir; la respiración, pararse, pero el
alma puede aún estar presente. Esto se prueba por el hecho que algunas veces
personas muertas aparentemente reviven por la respiración artificial u otros
medios. Si el alma no estuviera presente sería imposible revivir. Esto permite
que la Iglesia autorice a sus sacerdotes dar la absolución y extremaunción
condicionales hasta dos horas después de la muerte aparente, por si el alma
estuviera aún presente. Sin embargo, una vez que la sangre ha empezado a
coagularse y aparece el rigor motriz, sabemos con certeza que él alma ha dejado
el cuerpo.
¿Y qué pasa entonces? En el momento mismo en que el alma abandona el cuerpo
es juzgada por Dios. Cuando los que están junto al lecho del difunto se ocupan
aún de cerrar sus ojos y cruzarle las manos, el alma ha sido ya juzgada; sabe
ya cuál va a ser su destino eterno. El juicio individual del alma
inmediatamente después de la muerte se llama Juicio Particular. Es un momento
terrible para todos, el momento para el que hemos vivido todos estos años en la
tierra, el momento al que toda la vida ha estado orientada. Es el día de la retribución
para todos.
¿Dónde tiene lugar ese Juicio Particular? Probablemente en el sitio mismo
en que morimos, humanamente hablando. Tras esta vida no hay «espacio» o «lugar»
en el sentido ordinario de estas palabras. El alma no tiene que «ir» a ningún
lugar para ser juzgada. En cuanto a la forma que este Juicio Particular adopta,
sólo podemos hacer conjeturas: lo único que Dios nos ha revelado es que habrá
Juicio Particular. Su descripción como un juicio terreno, en que el alma se
halla de pie ante el trono de Dios, con el diablo a un lado como fiscal y el ángel
de la guarda al otro como defensor, no es más que una imagen poética, claro
está. Los teólogos especulan que lo que probablemente ocurre es que el alma se
ve como Dios la ve, en estado de gracia o en pecado, con amor a Dios o
rechazándole, y, consecuentemente, sabe cuál será su destino según la infinita
justicia divina. Este destino es irrevocable. El tiempo de prueba y preparación
ha terminado. La misericordia divina ha hecho cuanto ha podido; ahora prevalece
la justicia de Dios.
¿Y qué ocurre luego? Bien, acabemos primero con lo más desagradable.
Consideremos la suerte del alma que se ha escogido a sí misma en vez de a Dios,
y ha muerto sin reconciliarse con El; en otras palabras, del alma que muere en
pecado mortal. Al alejarse deliberadamente de Dios en esta vida, al morir sin
el vínculo de unión con El que llamamos gracia santificante, se queda sin
posibilidad de restablecer la comunicación con Dios. Lo ha perdido para
siempre. Está en el infierno. Para esta alma, muerte, juicio y condenación son
simultáneos.
¿Cómo es el infierno? Nadie lo sabe con seguridad, porque nadie ha vuelto
de allí para contárnoslo. Sabemos que en él hay fuego inextinguible porque
Jesús nos lo ha dicho.
Sabemos también que no es el fuego que vemos en nuestros hornos y calderas:
ese fuego no podría afectar a un alma, que es espíritu. Todo lo que sabemos es
que en el infierno hay una «pena de sentido», según la expresión de los
teólogos, que tiene tal naturaleza que no hay forma mejor de describirla en
lenguaje humano que con la palabra «fuego».
Pero lo más importante no es la «pena de sentido», sino la «pena de daño».
Es esta pena -separación eterna de Dios- la que constituye el peor sufrimiento
del infierno. Imagino que, dentro del marco de las verdades reveladas, todo el
mundo se imagina el infierno a su modo. Para mí, lo que más me estremece cuando
pienso en él es su tremenda soledad.
Me veo de pie, desnudo y solo, en una soledad inmensa, llena exclusivamente
de odio, odio a Dios y a mí mismo, deseando morir y sabiendo que es imposible,
sabiendo también que éste es el destino que yo he escogido libremente a cambio
de un plato de lentejas, resonando continuamente, llena de escarnio, la voz de
mi propia conciencia: «Es para siempre... sin descanso... sin alivio... para
siempre... para siempre... ». Pero no existen palabras o pincel que puedan
describir el horror del infierno en su realidad. ¡Líbrenos Dios a todos de él!
Seguramente, muy pocos hay tan optimistas que esperen que el Juicio Particular
los coja libres de toda traza de pecado, lo que representaría estar limpios no
sólo de pecados mortales, sino también de todo castigo temporal aún por
satisfacer, de toda deuda de reparación aún no pagada a Dios por los pecados
perdonados. Nos cuesta pensar que podamos morir con el alma inmaculadamente
pura, y, sin embargo, no hay razón que nos impida confiar en ello, pues con
este fin se instituyó el sacramento de la extremaunción: limpiar el alma de las
reliquias del pecado; con este fin se conceden las indulgencias, especialmente
la plenaria para el momento de la muerte, que la Iglesia concede a los
moribundos con la Ultima Bendición.
Supongamos que morimos así: confortados por los últimos sacramentos, y con
una indulgencia plenaria bien ganada en el momento de morir. Supongamos que
morimos sin la menor mancha ni traza de pecado en nuestra alma. ¿Qué nos
esperará? Si fuera así, la muerte, que el instinto de conservación hace que nos
parezca tan temible, será el momento de nuestra más brillante victoria.
Mientras el cuerpo se resistirá a desatar el vínculo que lo une al espíritu que
le ha dado su vida y su dignidad, el juicio del alma será la inmediata visión
de Dios.
«Visión beatífica» es el frío término teológico que designa la esplendorosa
realidad que significa, una realidad que sobrepasa cualquier imaginación o
descripción humana. No es sólo una «visión» en el sentido de «ver» a Dios,
designa también nuestra unión con El: Dios que toma posesión del alma, y el
alma que posee a Dios, en una unidad tan completamente arrebatadora que supera
sin medida la del amor humano más perfecto.
Mientras el alma «entra» en el cielo, el impacto del Amor Infinito que es
Dios es una sacudida tan fuerte que aniquilaría al alma si el mismo Dios no le
diera la fuerza necesaria para sostener el peso de la felicidad que es Dios. Si
fuéramos capaces por un instante de apartar nuestro pensamiento de Dios, los
sufrimientos y pruebas de la tierra nos parecerían insignificantes; el precio
que hayamos pagado por esa felicidad arrebatadora, deslumbrante, inagotable,
infinita, ¡qué ridículo nos aparecerá! Es una felicidad, además, que nada podrá
arrebatarnos. Es un instante de dicha absoluta que jamás terminará. Es la
felicidad para siempre: así es la esencia de la gloria.
Habrá también otras dichas, otros gozos accidentales que se verterán sobre
nosotros.
Tendremos la dicha de gozar de la presencia de nuestro glorificado Redentor
Jesucristo y de nuestra Madre María, cuyo dulce amor tanto admiramos a
distancia. Tendremos la dicha de vernos en compañía de los ángeles y los
santos, entre quienes veremos a miembros de nuestra familia y amigos que nos
precedieron en la gloria. Pero estos gozos serán como tintinear de campanillas
ante la sinfonía abrumadora que será el amor de Dios vertiéndose en nosotros.
Pero ¿qué ocurrirá si, al morir, el Juicio Particular nos encuentra ni
separados de Dios por el pecado mortal ni con la perfecta pureza de alma que la
unión con el Santo de los santos requiere? Lo más probable es que sea éste
nuestro caso, si nos hemos conformado con un mediocre nivel espiritual:
cicateros en la oración, poco generosos en la mortificación, en apaños con el
mundo. Nuestros pecados mortales, si los hubiera, estarían perdonados por el
sacramento de la Penitencia (¿no decimos en el Símbolo de los Apóstoles «creo
en el perdón de los pecados»?); pero si la nuestra ha sido una religión cómoda,
¿no parece lo más razonable que, en el último momento, no seamos capaces de
hacer ese perfecto y desinteresado, acto de amor de Dios que la indulgencia
plenaria exige? Y henos ya en el Juicio: no merecemos el cielo ni el infierno,
¿qué será de nosotros? Aquí se pone de manifiesto lo razonable que resulta la
doctrina sobre el purgatorio.
Aunque esta doctrina no se nos hubiera transmitido por la Tradición desde Cristo
y los Apóstoles, la sola razón nos dice que debe haber un proceso de
purificación final que lave hasta la imperfección más pequeña que se interponga
entre el alma y Dios. Esa es la función del estado de sufrimiento temporal que
llamamos purgatorio. En el purgatorio, igual que en el infierno, hay una «pena
de sentido», pero, del mismo modo que el sufrimiento esencial del infierno es
la perpetua separación de Dios, el sufrimiento esencial del purgatorio será la
penosísima agonía que el alma tiene que sufrir al demorar, incluso por un
instante, su unión con Dios. El alma, recordemos, ha sido hecha para Dios. Como
el cuerpo actúa en esta vida (podríamos decir) como aislante del alma, ésta no
siente la tremenda atracción hacia Dios. Algunos santos la experimentan
ligeramente, pero la mayoría de nosotros casi nada o nada. Sin embargo, en el
momento en que el alma abandona el cuerpo, se halla expuesta a la fuerza plena
de este impulso, que le produce un hambre tan intensa de Dios que se lanza
contra la barrera de las imperfecciones aún presentes, hasta que, con la agonía
de esta separación, purga las imperfecciones, cae la barrera y se encuentra con
Dios.
Leo G. Terese
(Cont)