En
el Reino de un Dios así no hay lugar, por ello, para siervos impacientes, para
gente que no sabe hacer otra cosa que invocar los castigos de Dios e indicarle,
de vez en vez, a quién debe golpear.
Jesús les propuso otra
parábola: «El Reino de los Cielos es semejante a un hombre que sembró buena
semilla en su campo. Pero, mientras su gente dormía, vino su enemigo, sembró
encima cizaña entre el trigo, y se fue. Cuando brotó la hierba y produjo fruto,
apareció entonces también la cizaña. Los siervos del amo se acercaron a
decirle: “Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿Cómo es que tiene
cizaña?”. Él les contestó: “Algún enemigo ha hecho esto”. Dícenle los siervos:
“¿Quieres, pues, que vayamos a recogerla?”».
El Reino de los Cielos es
semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo; el Reino de los
Cielos es semejante a un grano de mostaza; el Reino de los Cielos es semejante
a la levadura. Bastan estas frases iniciales de las tres parábolas para darnos
a entender que Jesús nos está hablando de un Reino «de los Cielos» que sin
embargo se encuentra «en la tierra». Sólo en la tierra, de hecho, hay espacio
para la cizaña y para el crecimiento; sólo en la tierra hay una masa que levar.
En el Reino final nada de todo esto, sino sólo Dios, que será todo en todos. La
parábola del grano de mostaza que se transforma en un árbol indica el
crecimiento del Reino de Dios en la historia.
La parábola de la levadura
indica también el crecimiento del Reino, pero un crecimiento no tanto en
extensión cuanto en intensidad; indica la fuerza transformadora que él posee
hasta renovar todo. Estas dos últimas parábolas fueron fácilmente comprendidas
por los discípulos. No así la primera, la de la cizaña. Dejada la multitud, una
vez solos en casa, le pidieron por ello a Jesús: «Explícanos la parábola de la
cizaña en el campo». Jesús explicó la parábola; dijo que el sembrador era él
mismo, la semilla buena los hijos del Reino, la semilla mala los hijos del
maligno, el campo el mundo y la siega el fin del mundo.
El campo es el mundo. En la
antigüedad cristiana, había espíritus sectarios (los donatistas) que resolvían
el asunto de modo simplista: por un lado, la Iglesia hecha toda ella de buenos;
por otro, el mundo lleno de hijos del maligno, sin esperanza de salvación. Pero
venció el pensamiento de San Agustín, que era el de la Iglesia universal.
La Iglesia misma es un campo,
dentro del cual crecen juntos grano y cizaña, buenos y malos, lugar donde hay
espacio para crecer, convertirse y sobre todo para imitar la paciencia de Dios.
«Los malos existen en este mundo o para que se conviertan o para que por ellos
los buenos ejerciten la paciencia» (San Agustín). De la paciencia de Dios habla
también la primera lectura, del Libro de la Sabiduría, con el himno a la fuerza
de Dios: «Tú, dueño de tu fuerza, juzgas con moderación y nos gobiernas con
mucha indulgencia... Obrando así enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser
amigo del hombre, y diste a tus hijos la buena esperanza de que, en el pecado,
das lugar al arrepentimiento».
La de Dios no es, por lo demás,
una simple paciencia, esto es, esperar el día del juicio para después castigar
con mayor satisfacción. Es longanimidad, es misericordia, es voluntad de
salvar. En el Reino de un Dios así no hay lugar, por ello, para siervos
impacientes, para gente que no sabe hacer otra cosa que invocar los castigos de
Dios e indicarle, de vez en vez, a quién debe golpear. Jesús reprochó un día a
dos de sus discípulos que le pedían hacer llover fuego del cielo sobre los que
les habían rechazado (Lc 9,55), y el mismo reproche, tal vez, podría hacer a
algunos demasiado diligentes en exigir justicia, castigos y venganzas contra
aquellos que guardan la cizaña del mundo.
También a nosotros está
indicada la paciencia del dueño del campo como modelo. Debemos esperar la
siega, pero no como aquellos siervos a duras penas refrenados, empuñando la
hoz, como si estuviéramos ansiosos de ver la cara de los malvados en el día del
juicio; sino que debemos esperar como hombres que hacen propio el deseo de Dios
de «que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la
verdad» (1Tm 2,4).
Un llamamiento a la humildad y
a la misericordia que desprende, por lo tanto, de la parábola del grano y de la
cizaña. ¡Hay un solo campo del que es lícito y necesario arrancar
inmediatamente la cizaña, y es el del propio corazón!
Raniero
Cantalamessa