LA FE
EXPLICADA
CAPÍTULO
IX
EL ESPIRITU SANTO Y LA GRACIA
Nos referimos principalmente a las gracias actuales, a esos impulsos
divinos que nos mueven a conocer el bien y a hacerlo. Quizá un ejemplo
ilustrará la operación de la gracia con respecto al libre albedrío.
Supongamos que una enfermedad me ha retenido en cama largo tiempo. Ya estoy
convaleciente, pero tengo que aprender a andar de nuevo. Si trato de hacerlo yo
solo, caeré de bruces. Por ello, un buen amigo trata de ayudarme. Pasa su brazo
por mi cintura y yo me apoyo firmemente en su hombro. Suavemente me mueve por
la habitación. ¡Ya ando otra vez! Es cierto que casi todo el trabajo lo realiza
mi amigo, pero hay algo que él no puede hacer por mí: hacer que mis pies se
levanten del suelo. Si yo no intentara poner un pie delante del otro, si no
hiciera más que colgar de su hombro como un peso muerto, su esfuerzo sería
inútil. A pesar suyo, yo no andaría.
Del mismo modo podemos causar que muchas gracias de Dios se desperdicien.
Nuestra indiferencia o pereza o, peor aún, nuestra resistencia voluntaria,
pueden frustrar la operación de la gracia divina en nuestra alma. Por supuesto,
si Dios quisiera podría darnos tanta gracia que nuestra voluntad humana sería
arrebatada por ella, sin casi esfuerzo por nuestra parte. Esta gracia es la que
los teólogos llaman eficaz para distinguirla de la meramente suficiente. La
gracia eficaz siempre alcanza su objetivo. No sólo es suficiente para nuestras
necesidades espirituales, sino que, además, es lo bastante potente para superar
la debilidad o el endurecimiento que pudieran hacer que descuidáramos o
resistiéramos la gracia.
Todos, estoy seguro, hemos tenido alguna vez experiencias como ésta: nos
hallamos en una violenta tentación; quizá sabemos por experiencia que
tentaciones de este tipo nos vencen ordinariamente. Musitamos una oración, pero
con poco convencimiento; ni siquiera estamos seguros de querer ser ayudados.
Pero al instante la tentación desaparece.
Después, al reflexionar sobre esto, no podemos decir honradamente que
vencimos la, tentación, pareció como si se evaporara.
A veces también hemos experimentado realizar una acción, que para nuestro
modo de ser, sorprende por su abnegación, generosidad o desprendimiento.
Experimentamos una sensación agradable. Pero no tenemos más remedio que
admitir: «Realmente, así no soy yo.» En ambos ejemplos las gracias recibidas no
eran sólo suficientes, sino eficaces también.
Las gracias de estos ejemplos son de un tipo más bien relevante, pero
ordinariamente cada vez que hacemos bien o nos abstenemos de un mal, nuestra
gracia ha sido eficaz, ha cumplido su fin. Y esto es cierto incluso cuando
sabemos que nos hemos esforzado, incluso cuando sentimos haber librado una
batalla.
Pienso que, en verdad, una de nuestras mayores sorpresas el Día del Juicio
será descubrir lo poco que hemos hecho por nuestra salvación. Quedaremos
atónitos al conocer cuán continua y completamente la gracia de Dios nos ha rodeado
y acompañado a lo largo de nuestra vida. Aquí muy pocas veces reconocemos la
mano de Dios. En alguna ocasión no podemos menos que reconocer: «La gracia de
Dios ha estado conmigo», pero el Día del Juicio veremos que por cada gracia que
hayamos notado hay otras cien o diez mil que nos han pasado totalmente
inadvertidas.
Y nuestra sorpresa se mezclará con una actitud de vergüenza. Nos pasamos la
vida felicitándonos por nuestras pequeñas victorias: la copa de más a la que
dijimos no; los planes para salir con aquella persona que nos era ocasión de
pecado a los que supimos renunciar; la réplica mordaz o airada que no dejamos
escapar de nuestra boca; el saber vencernos para saltar de la cama e ir a Misa
cuando nuestro cuerpo cansado nos gritaba sus protestas.
El Día del Juicio tendremos la primera visión objetiva de nosotros mismos.
Poseeremos un cuadro completo de la acción de la gracia en nuestra vida y
veremos lo poco que hemos contribuido a nuestras decisiones heroicas y a
nuestras acciones supuestamente nobles. Casi podemos imaginar a nuestro Padre
Dios sonriendo, amoroso y divertido, al ver nuestra confusión, mientras nos oye
exclamar avergonzados: «¡Si en todo y siempre eras Tú!» Fuentes de vida Sabemos
bien que hay dos fuentes de gracia divina: la oración y los sacramentos. Una
vez recibida la gracia santificante por el Bautismo, crece en el alma con la
oración y los otros seis sacramentos. Si la perdiéramos por el pecado mortal,
la recuperaríamos por medio de la oración (que nos dispone al perdón) y el
sacramento de la Penitencia.
La oración se define como «una elevación de la mente y el corazón a Dios
para adorarle, darle gracias y pedirle lo que necesitamos». Podemos elevar
nuestra mente y corazón mediante el uso de palabras y decir: «Dios mío, me arrepiento
de mis pecados», o «Dios mío, te amo», hablando con Dios con toda naturalidad,
en nuestras propias palabras. O podemos elevarlos utilizando palabras escritas
por otro, poniendo nuestra intención en lo que decimos.
Estas «fórmulas establecidas» pueden ser oraciones compuestas privadamente
(aunque con aprobación oficial), como las que encontramos en un devocionario o
estampa; o pueden ser litúrgicas, es decir, oraciones oficiales de la Iglesia,
del Cuerpo Místico de Cristo. De éstas son las oraciones de la Misa, del
Breviario o de varias funciones sagradas.
La mayoría de estas oraciones, como los Salmos y los Cánticos, se han
tomado de la Biblia, y por ello son palabras inspiradas por Dios mismo.
Podemos rezar, pues, con nuestras propias palabras o las de otro. Podemos
usar oraciones privadas o litúrgicas. Sea cual sea el origen de las palabras
que utilizamos, mientras éstas sean predominantes en nuestra oración, será
oración vocal. Y será oración vocal aunque no las pronunciemos en voz alta, aunque
las digamos silenciosamente para nosotros mismos. No es el tono de la voz, sino
el uso de palabras lo que define la oración vocal. Este es un tipo de oración
utilizada universalmente tanto por los muy santos como por los que no lo son
tanto.
Pero hay otro tipo de oración que se llama mental. En esta oración, la
mente y el corazón hacen todo el trabajo sin el recurso de las palabras. Casi
todo el mundo, en una ocasión u otra, hace oración de este tipo, a menudo sin
darse cuenta. Si ves un crucifijo y te viene al pensamiento lo mucho que Jesús
sufrió por ti, o lo pequeñas que son tus contrariedades en comparación, y
resuelves tener más paciencia en adelante, estás haciendo oración mental.
Esta oración mental, en que la mente considera alguna verdad divina -quizá
algunas palabras o acciones de Cristo- y, como consecuencia, el corazón (en
realidad, la voluntad) es movido a un mayor amor y fidelidad a Dios, también se
llama ordinariamente meditación. Aunque es verdad que casi todos los católicos
practicantes hacen alguna oración mental, al menos intermitentemente, conviene
resaltar que normalmente no podrá haber un crecimiento espiritual apreciable si
no se dedica parte del tiempo de oración a hacer una oración mental regular.
Tanto es así que el Derecho Canónico de la Iglesia requiere de todo sacerdote
que dedique todos los días cierto tiempo a la oración mental.
La mayoría de las órdenes religiosas prescriben para sus miembros por lo
menos una hora diaria de oración mental. . Para un fiel corriente una manera
muy sencilla y fructífera de hacer oración mental será leer un capítulo de los
Evangelios todos los días. Tendría que encontrar la hora y el lugar libres de
ruidos y distracciones y dedicarse a leerlo con pausada meditación. Luego
dedicaría unos minutos a ponderar en su mente lo que ha leído, haciendo que
cale y aplicándolo a su vida personal, lo que le llevará ordinariamente a
formular algún propósito.
Además de la meditación que hemos considerado hay otra forma de oración
mental -una forma más elevada de oración- que se llama contemplación. Estamos
acostumbrados a oír que los santos fueron «contemplativos», y lo más seguro es
que pensemos que la contemplación es algo reservado a conventos ' y
monasterios. Sin embargo, la contemplación es algo a lo que todo cristiano
debería tender. Es una forma de oración a la que nuestra meditación nos
conducirá gradualmente si nos aplicamos a ella regularmente.
Es difícil describir la oración contemplativa porque hay muy poco que
describir. Podríamos decir que es el tipo de oración en que la mente y el
corazón son elevados a Dios, punto final. La mente y el corazón son elevados a
Dios y descansan en El. La mente al menos está inactiva. Las mociones que pueda
haber son sólo del corazón (o voluntad) hacia Dios. Si hay «trabajo», es hecho
por Dios mismo, quien puede operar ahora con toda libertad en el corazón que
tan firmemente se le ha adherido.
Antes que nadie exclame «¡Yo nunca podré contemplar!», dejad que os
pregunte: «¿Os habéis arrodillado (o sentado) alguna vez en una iglesia
recogida, quizá después de Misa o al salir de vuestro trabajo, y permanecido
allí unos pocos minutos, sin pensamientos conscientes, quizá nada más mirando
al sagrario, sin meditar, tan sólo con una especie de anhelo; y salido de la
iglesia con una sensación desacostumbrada de fortaleza, decisión y paz?» Si es
así, habéis practicado oración de contemplación, tanto si lo sabíais como si
no. Así, pues, no digamos que la oración de contemplación está fuera de
nuestras posibilidades. Es el tipo de oración que Dios quiere que todos alcancemos;
es el tipo de oración al que las demás -vocal (tanto privada como litúrgica) y
mental- tienden a conducirnos. Es el tipo de oración que más contribuye a
nuestro crecimiento en gracia.
Esta maravillosa vida interior nuestra -esta participación de la propia
vida de Dios que es la gracia santificante- crece con la oración. Crece también
con los sacramentos que siguen al Bautismo. La vida de un bebé se acrecienta
con cada inspiración que hace, con cada gramo de alimento que toma, con cada
movimiento de sus informes músculos. Así también los otros seis sacramentos
edifican sobre la primera gracia que el Bautismo infundió en el alma.
Y esto también es verdad del sacramento de la Penitencia. Ordinariamente
pensamos que es el sacramento del perdón el que devuelve la vida cuando se ha
perdido la gracia santificante por el pecado mortal. Y éste es, ciertamente, el
fin primario del sacramento de la Penitencia. Pero, además de ser medicina que
devuelve la vida, es medicina que la vigoriza. Suponer que este sacramento está
exclusivamente reservado para el perdón de los pecados mortales sería un error
sumamente desgraciado. Tiene un fin secundario: para el alma que ya está en
estado de gracia, la Penitencia es un sacramento tan dador de vida como es la
Sagrada Eucaristía. Por este motivo, los que no quieren conformarse con una
vida espiritual mediocre, reciben frecuentemente este sacramento.
Sin embargo, el sacramento dador de vida por excelencia es la Sagrada
Eucaristía. Más que ningún otro, enriquece e intensifica la vida de la gracia
en nosotros. La misma forma del sacramento nos lo dice. En la Sagrada
Eucaristía, Dios viene a nosotros no por la limpieza de un lavado con agua, no
por una confortadora unción con aceite, no por una imposición de manos
transmisora de poder, sino como alimento y bebida bajo las apariencias de pan y
de vino.
Esta vida dinámica que nos arrebata hacia arriba y que llamamos gracia
santificante es el resultado de la unión del alma con Dios, de la personal
inhabitación de Dios en nuestra alma. No hay sacramento que nos una tan directa
e íntimamente con Dios como la Sagrada Eucaristía. Y esto es cierto tanto si
pensamos en ella en términos de la Santa Misa como de la Comunión. En la Misa,
nuestra alma se yergue, como el niño que busca el pecho de su madre, hasta el
seno mismo de la Santísima Trinidad. Al unirnos con Cristo en la Misa, El junta
nuestro amor a Dios con el suyo infinito. Nos hacemos parte del don de Sí mismo
que Cristo ofrenda al Dios Uno y Trino en este Calvario perenne. El, podríamos
decir, nos toma consigo y nos introduce en esa profundidad misteriosa que es la
vida eterna de Dios. La Misa nos lleva tan cerca de Dios que no sorprende sea
para nosotros fuente y multiplicador eficacísimos de gracia santificante.
Pero el flujo de vida no para ahí, pues en la Consagración tocamos la
divinidad. El proceso se hace reversible, y nosotros, que con Cristo y en
Cristo habíamos alcanzado a Dios, le recibimos cuando, a su vez, en Cristo y
por Cristo baja a nosotros. En una unión misteriosa que hasta a los ángeles
debe dejar atónitos, Dios viene a nosotros. Ahora no usa agua u óleo, gestos o
palabras como vehículo de su gracia. Ahora es Jesucristo mismo, el Hijo de Dios
real y personalmente presente bajo las apariencias de pan, quien hace subir
vertiginosamente el nivel de la gracia santificante en nosotros.
Leo G. Terese
(Cont)