Tempo Comum V Semana
Evangelho: Mc 6 53-56
53 Tendo passado à outra margem, foram à região de
Genesaré, e lá atracaram. 54 Tendo desembarcado, logo O conheceram 55
e, percorrendo toda aquela região, começaram a trazer-Lhe todos os doentes em
macas, para onde sabiam que Ele estava. 56 Em qualquer lugar a que
chegava, nas aldeias, nas cidades ou nas herdades, punham os enfermos no meio
das praças, e pediam-Lhe que, ao menos, os deixasse tocar a orla do Seu
vestido. E todos os que O tocavam ficavam curados.
Comentário:
Quantas vezes senti – sim… senti verdadeiramente – que o Senhor passava
entre as camas do hospital onde me encontrava!
De facto, eu não O via, mas a Sua presença era tão real e evidente que
não precisava de O ver com os olhos do meu corpo já que, a visão da minha alma,
era mais que suficiente.
Aquele homem na cama ao lado da minha que não parava de gemer e
contorcer-se com dores excruciantes e que, de repente, se ficava numa calma e
tranquilidade absolutas enquanto um sorriso substituía o esgar de dor.
Aquele outro que ensimesmado, não articulava palavra, não se esboçava
sequer o mais leve movimento e que, inopidamente, encetava uma conversa com o
vizinho do lado.
Sim… tenho a certeza, o Senhor que passava entre as nossas camas era o
autor, discreto, anónimo, de tão extraordinárias mudanças!
(ama, comentário sobre Mc 6, 53-56, 2014.02.10)
Leitura espiritual
Caminar
hacia Jesucristo
En
este artículo contemplamos el pasaje del Evangelio en que Jesús camina sobre
las aguas. Metiéndonos en la escena –como si fuéramos un personaje más–
comprenderemos que junto a Él se superan las dificultades, inseguridades y
temores.
Varios
miles de personas habían escuchado la predicación de Jesucristo y se habían
saciado de los panes y los peces que Él les había proporcionado, con tal
abundancia que incluso había sobrado una buena cantidad[1]. Es de suponer que
el asombro se había apoderado de los apóstoles.
Con
el asombro, les embargaba también la alegría. Una vez más habían experimentado
la cercanía del Señor. Puede parecer que esta nueva experiencia no debería
tener mayor importancia para quienes estaban ya habituados a convivir con
Jesucristo. Pero qué pronto olvidamos los momentos en los que hemos palpado la
presencia de Dios a nuestro lado; y por eso, cómo nos volvemos a sorprender y
alegrar cuando la percibimos de nuevo.
Cuántas
veces notamos con claridad que Dios está junto a nosotros, que no nos ha
abandonado en un momento importante, y nos llenamos de una alegría y de una
seguridad que no se deben sólo al buen resultado de lo que nos interesaba, sino
también -y principalmente- a la conciencia de que vivimos con el Señor.
Y
cuántas veces, sin embargo, lo perdemos de vista y dejamos que nos atenace el
miedo de que otro asunto importante no tenga tan buen fin; como si Dios se
pudiese olvidar de nosotros, o como si la cruz fuese señal de que Él se ha
alejado.
Dificultades
Después
de despedir a la muchedumbre, Jesús pidió a los Apóstoles que pasaran a la otra
orilla del lago mientras Él dedicaba un tiempo a la oración [2]. Para ellos,
expertos como eran, la travesía no presentaba una particular dificultad. Y
aunque así fuera, después de lo que acababan de vivir, ¿qué obstáculo podría
parecerles insuperable?
Poco
a poco la barca se fue apartando de tierra, y llegó un momento en que su
progreso se hizo muy lento. Cuando cayó la noche, la barca ya se había alejado
de tierra muchos estadios, sacudida por las olas, porque el viento le era contrario
[3]: no podían volver atrás, pero tampoco parecía que avanzasen; tenían la
impresión de que las olas y el viento -las dificultades- habían tomado el mando
y ellos podían sólo tratar de mantenerse a flote.
Se
asustaron. ¡Qué lejano resultaba ahora el milagro que habían contemplado pocas
horas antes! Si al menos estuviese el Señor con ellos..., pero se había quedado
en tierra. Se había quedado, sí, pero no les había dejado solos, no les había
olvidado: aunque ellos no lo supiesen, desde el monte contemplaba su
dificultad, su esfuerzo y su fatiga [4].
Es
fácil que en los inicios de la vida interior se experimente con cierta claridad
el propio progreso: a los ojos de quien comienza a adentrarse en el mar, la
orilla se aleja rápidamente. Pasa el tiempo y, aunque se siga luchando y
avanzando, no se advierte de modo tan patente. Se sienten más las olas y el
viento, la orilla parece haberse quedado fija en un mismo punto. Es el momento
de la fe. Es el momento de fomentar la conciencia de que el Señor no se ha desentendido
de nosotros. Es el momento de recordar que las dificultades -el viento y las
olas- forman inevitablemente parte de la vida, de esa existencia que hemos de
santificar y a la que nos enfrentamos sabiéndonos muy acompañados de
Jesucristo.
La
experiencia de la cercanía de Dios y del poder de su gracia, no nos ahorra la
tarea de enfrentar las dificultades. No podemos pretender que lo sensible de
esa experiencia sea permanente; no podemos pretender que, puesto que estamos
cerca de Dios, los problemas no nos pesen. Ni tampoco hemos de caer en el error
de verlos como una manifestación de que el Señor se ha apartado de nosotros,
aunque sea sólo un poco y por un tiempo breve.
Las
dificultades son precisamente la ocasión de mostrar hasta qué punto amamos a
Dios, hasta qué punto somos buenos, con la aceptación serena de los
inconvenientes que no hemos podido o no hemos sabido superar.
Inquietudes
Pedro
y los demás llevaban tiempo peleando con el viento y las aguas, y con su propia
angustia interior, cuando el Señor acudió en su ayuda[5]. Podía haberlo hecho
de muchas maneras: podía haber cancelado enseguida la dificultad o presentarse
en la barca sin que le vieran llegar; pero tenía otras enseñanzas que
transmitirles. Se les acercó caminando sobre el mar.
Era
de noche y no resultaba fácil reconocerle. El hecho era de por sí sobrecogedor,
pero además ellos estaban ya asustados, y el miedo roba a quien lo sufre la
serenidad y claridad de juicio sobre los acontecimientos que de algún modo le
afectan. En estas circunstancias, es comprensible su reacción: comenzaron a
gritar.
El
Señor les tranquilizó: tened confianza, soy yo, no tengáis miedo [6]. No calmó
en ese momento el viento y las olas, pero les dio una luz para que su corazón
no naufragase: sé que estáis atravesando dificultades, pero no temáis, seguid
peleando, confiad en que Yo no os he olvidado y sigo estando cerca.
Pedro
tuvo una reacción impulsiva: Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre
las aguas [7]. Entre los Apóstoles es casi siempre Pedro quien se lanza, para
bien o para mal: es él quien recibe las reprimendas más fuertes del Señor [8] y
es también él quien le confiesa con una audacia que acaba arrastrando a los
demás en momentos difíciles [9]. Pero su iniciativa de ahora resulta
sorprendente incluso en un carácter impulsivo: Simón se encontraría en el apuro
de tener que bajar de la barca y apoyarse en una superficie agitada,
incontrolada, imposible de dominar y de prever.
A
la voz de su Maestro, sacó un pie por la borda, luego el otro y se puso a
caminar hacia el Señor: quería acercarse a Cristo y estaba dispuesto a
cualquier cosa para lograrlo.
Ojalá
los propósitos de mayor generosidad que formulamos ante el Señor en momentos de
inquietud, no se queden en palabras. Ojalá nuestra confianza en Dios sea más
fuerte que la indecisión o el temor a ponerlos en práctica. Ojalá seamos
capaces de sacar nuestros pies por la borda, aunque suponga apoyarlos en una
base aparentemente nada apta para sostenernos, y caminemos hacia Cristo. Porque
para ir hacia Dios hay que arriesgar, hay que perder el miedo a las inquietudes,
hay que estar dispuesto a jugarse la vida.
Caminando
sobre las aguas, Pedro sentía las olas y el viento más que los demás; su vida
dependía de la fe más que la vida de los otros, precisamente porque había
bajado de la barca y marchaba hacia Jesucristo. ¿No es ésta la arriesgada
situación del cristiano? ¿No estamos también nosotros tratando de caminar hacia
el Señor en unas circunstancias -externas, pero también interiores- que en
buena parte escapan a nuestro control?
Estamos
más expuestos a las olas que quienes, temiendo enfrentarse con la inmensidad de
lo sobrenatural, prefieren la pobre y aparente seguridad que les ofrece el
ámbito pequeño de su barca. ¿Es, entonces, extraño que a veces notemos que el
suelo se mueve, que tengamos alguna inquietud? Son precisamente esos, momentos
para tomar conciencia una vez más de que vivimos de fe; no de una fe que calma
las olas, que elimina la inquietud de caminar sobre ellas; sino más bien, de
una fe que en esa inquietud nos da una luz, y que da un sentido a esas olas.
Por
la fe, [los israelitas] cruzaron el Mar Rojo como si fuera tierra seca,
mientras que los egipcios que lo intentaron fueron tragados por las aguas [10].
Sin fe, las dificultades de la vida nos tragan, nos abruman, nos hundimos en
ellas. Con la fe no las evitamos, pero tenemos más recursos, sabemos que Dios
las puede volver a nuestro favor: al pueblo elegido le resultaría pesado y
aterrador caminar por el fondo del mar, con el peligro, además, de que sus
enemigos los alcanzasen; pero a través de esa dificultad y esa inquietud
lograron su salvación. Al final se comprueba que la inquietud de caminar hacia
Dios proporciona una base más firme para edificar la propia vida, que la
aparente seguridad que ofrece la barca.
Inseguridades
Pedro
había dado ya unos cuantos pasos cuando, al ver que el viento era muy fuerte se
atemorizó. Comenzó a hundirse y pidió ayuda al Señor. Jesús alargó la mano, lo
sujetó y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? [11].
Hombre
de poca fe. Quien lee el Evangelio se queda sorprendido ante estas palabras.
Incluso es posible que se sienta abrumado y se pregunte: si el Señor recrimina
por su falta de fe a quien venciendo su miedo ha bajado de la barca y ha
comenzado a caminar hacia Él, ¿qué podría decir de mí?; me queda alguna
esperanza de que un día Cristo vea en mí un hombre o una mujer de fe? Pero si
sigue meditando le surgirán también otros interrogantes: ¿es que Jesús esperaba
que Pedro caminase sobre el mar con toda tranquilidad, como lo hubiera hecho
sobre tierra firme en un día apacible y soleado? ¿Significan acaso las palabras
del Señor que hemos de ser impasibles o indiferentes ante los problemas? No,
porque el mismo Jesucristo se angustió en el huerto ante algo objetivamente
temible.
La
lucha por vivir de fe no tiene como meta sentirse seguro ante las dificultades;
no es el intento de que no nos afecten las cosas, que no nos importe lo
importante, que no nos duela lo doloroso, o que no nos preocupe lo preocupante.
Es más bien el empeño por no olvidar que Dios nunca nos deja y aprovechar esas
circunstancias difíciles para acercarnos aún más a Él. Verdaderamente, la vida,
de por sí estrecha e insegura, a veces se vuelve difícil. Pero eso contribuirá
a hacerte más sobrenatural, a que veas la mano de Dios: y así serás más humano
y comprensivo con los que te rodean [12].
Es
lógico que Pedro sintiera inquietud, y es lógico que la sintiera desde sus
primeros pasos, porque lo que estaba haciendo superaba sus capacidades humanas,
tanto si había viento y olas como si no los había: no es más fácil caminar
sobre el agua sin viento y olas que con ellos. Dónde estuvo, entonces, la falta
de fe de Pedro? Quizá no tanto en la inseguridad que sintió, como en dudar de
Cristo. Hasta ese instante su mirada estaba en Él; se sentía inseguro, por
supuesto, pero no reparaba demasiado en ello porque lo crucial, lo que requería
su atención, eran sus pasos hacia el Maestro. De repente fue consciente de su
inseguridad y no se fió de Jesús. La inseguridad natural, razonable, degeneró
en miedo.
Temores
El
miedo atenaza y hace reales problemas que inicialmente estaban sólo en la
imaginación. Algunas cosas nos suceden porque tenemos miedo de que nos sucedan:
miedo a tener una tentación, miedo a ponernos nerviosos, miedo a quedar mal,
miedo a no conseguir explicar algo con la suficiente firmeza, miedo a no saber
enfocar un problema...
Cómo luchar?
Procuremos
aceptar esa inseguridad, porque sólo así evitaremos que se convierta en objeto
de nuestra atención. No nos debe importar cómo nos sentimos mientras lo
hacemos. Podremos así caminar hacia Jesucristo entre las olas y el viento, sin
angustiarnos por la dificultad que eso supone.
San
Juan escribe en una de sus epístolas que en el amor no hay temor, sino que el
amor perfecto echa fuera el temor, (...) y el que teme no es perfecto en el
amor [13]. A san Josemaría le gustaba resumirlo así: el que tiene miedo, no
sabe querer [14]. El amor y el miedo pertenecen a órdenes diversos, que se
excluyen. Sólo pueden convivir cuando el amor no es perfecto.
El
miedo es un sentimiento de inquietud ante la posibilidad de perder algo que se
tiene o se anhela poseer en el futuro. Ahora bien, la inseguridad forma parte
de la condición humana, del hecho de que no tenemos un dominio perfecto ni
siquiera sobre nosotros mismos. Por eso no podemos excluir del todo la
inseguridad en esta vida. De otro modo, la esperanza no existiría como virtud,
porque donde hay certeza absoluta no cabe la esperanza [15].
El
orden del amor ha de excluir, por tanto, el temor, pero no forzosamente la
inseguridad. Vivir en el orden del amor supone, pues, que la inseguridad no
degenere en miedo, supone aceptarla, asumirla integrándola dentro de una visión
más amplia, dentro de la confianza en Dios, sin pretender ilusoriamente excluirla
del todo. No podemos aspirar a una seguridad total. La inseguridad que podemos
sentir ante nuestras pocas fuerzas es ocasión de fomentar el abandono en Dios.
De
este modo, la fe no se ve como un peso, sino como una luz, como algo que señala
un camino, que enseña a aprovechar la propia miseria para abrir el alma a Dios.
El cristiano no espera de Dios que le haga sentirse seguro en sí mismo; espera
que la confianza en Él le ayude a ver más allá de su inseguridad. Si nuestra
mirada no se detiene en la propia limitación sino que, sin rechazarla, la
transciende, podemos realmente excluir el temor y vivir en el orden del amor.
Un
hombre o mujer de fe experimenta la inquietud, la duda, se pone nervioso,
siente vergüenza, teme quedar mal, se ve incapaz... Pero acepta esos
sentimientos sin atribuirles más importancia de la que tienen, sin permitir que
absorban su mirada y le paralicen; no se rebela contra ellos, no los ve como
una prueba de su falta de fe, ni deja que le desanime el hecho de sentirlos; y
sigue adelante aunque descubra puntos de doctrina que ha de entender mejor, o
aunque se sienta superado o fuera de sitio... o aunque le tiemble la voz. Ha
aprendido a no dar especial atención a esas inquietudes. Ha aprendido a caminar
hacia Cristo entre las olas. Y si la fuerza del viento o del mar le impidiese
verle, se sabe niño. ¿Has visto a las madres de la tierra, con los brazos
extendidos, seguir a sus pequeños, cuando se aventuran, temblorosos, a dar sin
ayuda de nadie los primeros pasos -No estás solo: María está junto a ti [16].
Con
Ella, el alma ha aprendido a fiarse de Dios.
j. diéguez
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[1]
Cfr. Mt 14, 20-21.
[2]
Cfr. Mt 14, 22-23.
[3]
Mt 14, 24.
[4]
Cfr. Mc 6, 48.
[5]
Cfr. Mt 14, 25.
[6]
Mt 14, 27.
[7]
Mt 14, 28.
[8]
Cfr. Mt 16, 23; Mc 8, 33.
[9]
Cfr. Mt 16, 15-16; Jn 6, 67-68.
[10]
Hb 11, 29.
[11]
Mt 14, 29-31.
[12]
San Josemaría, Surco, n. 762
[13]
1 Jn 4, 18.
[14]
San Josemaría, Forja, n. 260.
[15]
Cfr. Rm 8, 24.
[16]
San Josemaría, Camino, n. 900.