LIBRO DE LA VIDA
Segundo edição de 1562
PRÓLOGO
Capítulo 5
8.
Con esta ganancia me tornó a traer mi padre adonde tornaron a verme médicos.
Todos me desahuciaron, que decían sobre todo este mal, decían estaba hética. De
esto se me daba a mí poco. Los dolores eran los que me fatigaban, porque eran
en un ser desde los pies hasta la
cabeza; porque de nervios son intolerables, según decían los médicos, y como
todos se encogían, cierto -si yo no lo hubiera por mi culpa perdido- era recio
tormento.
En
esta reciedumbre no estaría más de tres meses, que parecia imposible poderse
sufrir tantos males juntos. Ahora me espanto, y tengo por gran merced del Señor
la paciencia que Su Majestad me dio, que se veía claro venir de El. Mucho me
aprovechó para tenerla haber leído la historia de Job en los Morales de San
Gregorio, que parece previno el Señor con esto, y con haber comenzado a tener oración,
para que yo lo pudiese llevar con tanta conformidad. Todas mis pláticas eran
con El. Traía muy ordinario estas palabras de Job en el pensamiento y decíalas:
Pues recibimos los bienes de la mano del Señor, ¿por qué no sufriremos los
males? Esto parece me ponía esfuerzo.
9.
Vino la fiesta de nuestra Señora de Agosto, que hasta entonces desde abril
había sido el tormento, aunque los tres postreros meses
mayor.
Di prisa a confesarme, que siempre era muy amiga de confesarme a menudo.
Pensaron que era miedo de morirme y, por no me dar pena, mi padre no me dejó.
¡Oh amor de carne demasiado, que aunque sea de tan católico padre y tan avisado
- que lo era harto, que no fue ignorância - me pudiera hacer gran daño! Diome
aquella noche un paraxismo que me duró estar sin ningún sentido cuatro días,
poco menos. En esto me dieron el Sacramento de la Unción y cada hora o momento
pensaban expiraba y no hacían sino decirme el Credo, como si alguna cosa entendiera.
Teníanme a veces por tan muerta, que hasta la cera me hallé después en los
ojos.
10.
La pena de mi padre era grande de no me haber dejadoconfesar; clamores y
oraciones a Dios, muchas. Bendito sea El que quiso oírlas, que teniendo día y
medio abierta la sepultura en mi monasterio, esperando el cuerpo allá y hechas
las honras en uno de nuestros frailes fuera de aquí, quiso el Señor tornase en
mí.
Luego
me quise confesar. Comulgué con hartas lágrimas; mas a mi
parecer
que no eran con el sentimiento y pena de sólo haber ofendido a Dios, que
bastara para salvarme, si el engaño que traía de los que me habían dicho no
eran algunas cosas pecado mortal, que cierto he visto después lo eran, no me
aprovechara. Porque los dolores eran incomportables, con que quedé; el sentido
poco, aunque la confesión entera, a mi parecer, de todo lo que entendí había
ofendido a Dios; que esta merced me hizo Su Majestad, entre otras, que nunca,
después que comencé a comulgar, dejé cosa por confesar que yo pensase era
pecado, aunque fuese venial, que le dejase de confesar. Mas sin duda me parece
que lo iba harto mi salvación si entonces me muriera, por ser los confesores
tan poco letrados por una parte, y por otra ser yo ruin, y por muchas.
11.
Es verdad, cierto, que me parece estoy con tan gran espanto llegando aquí y
viendo cómo parece me resucitó el Señor, que estoy casi temblando entre mí.
Paréceme fuera bien, oh ánima mía, que miraras del peligro que el Señor te
había librado y, ya que por amor no le dejabas de ofender, lo dejaras por temor
que pudiera otras mil veces matarte en estado más peligroso. Creo no añado muchas
en decir otras mil, aunque me riña quien me mandó moderase el contar mis
pecados, y harto hermoseados van.
Por
amor de Dios le pido de mis culpas no quite nada, pues se ve más aquí la
magnificencia de Dios y lo que sufre a un alma. Sea bendito para siempre. Plega
a Su Majestad que antes me consuma que le deje yo más de querer.
CAPÍTULO 6
1.
Quedé de estos cuatro días de paroxismo de manera que sólo el Señor puede saber
los incomportables tormentos que sentía en mí: la lengua hecha pedazos de
mordida; la garganta, de no haber pasado nada y de la gran flaqueza que me
ahogaba, que aun el agua no podía pasar; toda me parecía estaba descoyuntada; com
grandísimo desatino en la cabeza; toda encogida, hecha un ovillo, porque en
esto paró el tormento de aquellos días, sin poderme menear, ni brazo ni pie ni
mano ni cabeza, más que si estuviera muerta, si no me meneaban; sólo un dedo me
parece podía menear de la mano derecha. Pues llegar a mí no había cómo, porque
todo estaba tan lastimado que no lo podía sufrir. En una sábana, una de un cabo
y otra de otro, me meneaban.
Esto
fue hasta Pascua Florida. Sólo tenía que, si no llegaban a mí, los dolores me
cesaban muchas veces y, a cuento de descansar un poco, me contaba por buena,
que traía temor me había de faltar la paciencia; y así quedé muy contenta de
verme sin tan agudos y continuos dolores, aunque a los recios fríos de cuartanas
dobles con que quedé, recísimas, los tenía incomportables; el hastío muy grande.
2.
Di luego tan gran prisa de irme al monasterio, que me hice llevar así. A la que
esperaban muerta, recibieron con alma; mas el cuerpo dar pena verle. El extremo
de flaqueza no se puede decir, que solos los huesos tenía ya. Digo que estar
así me duró más de ocho meses; el estar tullida, aunque iba mejorando, casi
tres años. Cuando comencé a andar a gatas, alababa a Dios.
Todos
los pasé con gran conformidad y, si no fue estos principios, con gran alegría;
porque todo se me hacía nonada comparado com los dolores y tormentos del
principio. Estaba muy conforme con la voluntad de Dios, aunque me dejase así
siempre.
Paréceme
era toda mi ansia de sanar por estar a solas en oración como venía mostrada,
porque en la enfermería no había aparejo.
Confesábame
muy a menudo. Trataba mucho de Dios, de manera que edificaba a todas, y se
espantaban de la paciencia que el Señor me daba; porque, a no venir de mano de
Su Majestad, parecia imposible poder sufrir tanto mal con tanto contento.
3.
Gran cosa fue haberme hecho la merced en la oración que me había hecho, que
ésta me hacía entender qué cosa era amarle; porque de aquel poco tiempo vi
nuevas en mí esta virtudes, aunque no fuertes, pues no bastaron a sustentarme
en justicia: no tratar mal de nadie por poco que fuese, sino lo ordinario era
excusar toda murmuración; porque traía muy delante cómo no había de querer ni decir
de otra persona lo que no quería dijesen de mí. Tomaba esto en harto extremo
para las ocasiones que había, aunque no tan perfectamente que algunas veces,
cuando me las daban grandes, en algo no quebrase; mas lo continuo era esto; y
así, a las que estaban conmigo y me trataban persuadía tanto a esto, que se quedaron
en costumbre. Vínose a entender que adonde yo estaba tenían seguras las
espaldas, y en esto estaban con las que yo tenía amistad y deudo, y enseñaba;
aunque en otras cosas tengo bien que dar cuenta a Dios del mal ejemplo que les
daba.
Plega
a Su Majestad me perdone, que de muchos males fui causa, aunque no con tan
dañada intención como después sucedía la obra.
4.
Quedóme deseo de soledad; amiga de tratar y hablar en Dios, que si yo hallara
con quién, más contento y recreación me daba que toda la policía -o grosería,
por mejor decir- de la conversación del mundo; comulgar y confesar muy más a
menudo, y desearlo; amiguísima de leer buenos libros; un grandísimo
arrepentimiento en habiendo ofendido a Dios, que muchas veces me acuerdo que no
osaba tener oración, porque temía la grandísima pena que había de sentir de
haberle ofendido, como un gran castigo. Esto me fue creciendo después en tanto
extremo, que no sé yo a qué compare este tormento. Y no era poco ni mucho por
temor jamás, sino como se me acordaba los regalos que el Señor me hacía en la
oración y lo mucho que le debía, y veía cuán mal se lo pagaba, no lo podía sufrir,
y enojábame en extremo de las muchas lágrimas que por la culpa lloraba, cuando
veía mi poca enmienda, que ni bastaban determinaciones ni fatiga en que me veía
para no tornar a caer en poniéndome en la ocasión. Parecíanme lágrimas
engañosas y parecíame ser después mayor la culpa, porque veía la gran merced que
me hacía el Señor en dármelas y tan gran arrepentimiento.
Procuraba
confesarme con brevedad y, a mi parecer, hacía de mi parte lo que podía para
tornar en gracia.
Estaba
todo el daño en no quitar de raíz las ocasiones y en los confesores, que me
ayudaban poco; que, a decirme en el peligro que andaba y que tenía obligación a
no traer aquellos tratos, sin duda creo se remediara; porque en ninguna vía
sufriera andar en pecado mortal sólo un día, si yo lo entendiera.
Todas
estas señales de temer a Dios me vinieron con la oración, y la mayor era ir
envuelto en amor, porque no se me ponía delante el castigo. Todo lo que estuve
tan mala, me duró mucha guarda de mi
conciencia
cuanto a pecados mortales. ¡Oh, válgame Dios, que deseaba yo la salud para más
servirle, y fue causa de todo mi daño.
5.
Pues como me vi tan tullida y en tan poca edad y cuál me habían parado los
médicos de la tierra, determiné acudir a los del cielo para que me sanasen; que
todavía deseaba la salud, aunque con mucha alegría lo llevaba, y pensaba
algunas veces que, si estando buena me había de condenar, que mejor estaba así;
mas todavía pensaba que serviría mucho más a Dios con la salud. Este es nuestro
engaño, no nos dejar del todo a lo que el Señor hace, que sabe mejor lo que nos
conviene.
SANTA TERESA DE JESÚS O DE ÁVILA