LA SANTIFICACIÓN
DEL TRABAJO
EL TRABAJO EN LA
HISTORIA DE LA ESPIRITUALIDAD
Décima Edición revisada y actualizada
PRÓLOGO
A mediados de
1964 trabajé en la preparación de un ensayo, que se publicó con el título La santificación del trabajo, tema de nuestro
tiempo, primero en versión italiana en la revista romana „Studi cattolici“ ,
y poco después, en castellano -lengua en la que había sido redactado-, en
Ediciones Palabra, donde inauguró la serie de los „Cuadernos Palabra“ .
El Concilio
Vaticano II se encontraba entonces en pleno desarrollo y acababa de ser
promulgada la Constitución Lumen gentium,
en la que se proclamaban, de manera solemne, la llamada universal a la
santidad, la plena participación de los laicos o seglares en la misión de la
Iglesia, el valor cristiano de las realidades temporales o terrenas.
Al redactar
aquellas páginas aspiraba a señalar la concordancia de esas enseñanzas
magisteriales con el espíritu que animaba al Opus Dei desde su fundación, en
1928. Deseaba, además, ofrecer algunos datos que contribuyeran a poner de
manifiesto el lugar y la trascendencia que cabe atribuir al Opus Dei en la
historia de la espiritualidad cristiana, precisamente como consecuencia de su
aportación en orden a la valoración de esa realidad, absolutamente capital para
nuestro existir en el mundo, que es el trabajo, y más concretamente el trabajo
profesional, es decir, el trabajo asumido como condición estable de vida, de la
que depende la personal inserción en la sociedad de los hombres .
Dos años más
tarde, al publicarse la tercera edición, rehíce algunas páginas, con la
intención de mencionar algunos textos del Concilio Vaticano II, aprobados en
noviembre y diciembre de 1965, y por tanto después del período de la primera
redacción, en los que se habían hecho importantes referencias al tema del
trabajo: el Decreto Apostolicam
actuositatem y la Constitución Gaudium
et spes. Se trató, sin embargo, de simples retoques, que no implicaron
cambios importantes en el conjunto de la obra, puesto que una tal tarea me
pareció entonces innecesaria. No ocurrió lo mismo en 1979, cuando realicé una
revisión con vistas a la sexta edición, destinada a publicarse en 1980, ya que,
en ese momento, consideré necesario proceder a una verdadera reelaboración. Me
impulsaron a ello no solo el transcurso de los años, que implicaban una
ampliación de las perspectivas, sino también, y especialmente, algunos
acontecimientos de singular importancia en relación con el tema objeto de estudio: el fallecimiento del Fundador del Opus Dei,
ocurrido el 26 de junio de 1975, y la posibilidad de disponer de fuentes
nuevas, ya que, entre una y otra fecha (1965 y 1979), se habían publicado
diversos escritos suyos.
Cuando redacté
la primera versión de este ensayo, me basé, fundamentalmente, en el más
conocido de los libros del Beato Josemaría Escrivá, Camino, y en algunos textos provenientes de sus Cartas, su catequesis y su predicación,
que pude consultar. Entre 1966 y 1968, el Fundador del Opus Dei concedió a
diversos periodistas europeos y americanos algunas entrevistas, que luego se
recogieron en un volumen: Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer (1a edición, 1968).
A partir también
de esos años, empezó a preparar para su publicación algunas de las numerosas
homilías que había predicado a lo largo de sus intensos años de actividad
sacerdotal; como fruto de ese trabajo, se publicaron un total de 39 homilías,
la mayoría de ellas recogidas en dos volúmenes: Es Cristo que pasa (1a edición, 1973) y Amigos de Dios (1a edición, 1977).
Ese amplio
material invitaba a reemprender la tarea que había realizado catorce años
antes. Afrontar ese reto de forma radical, reflejando toda la multitud de
ideas, datos y matices que ofrecían las nuevas publicaciones a las que acabo de
hacer referencia, hubiera supuesto prescindir por entero del ensayo primitivo y
lanzarse a preparar un libro totalmente nuevo.
Durante algún
tiempo me tentó ese pensamiento, pero acabé, no obstante, siguiendo otro
camino, ya que consideré plenamente válido el ensayo de 1965 y me pareció que
merecía la pena conservarlo. Me limite, pues, a completarlo y a ampliarlo,
incluso con cierta extensión, pero manteniendo intactas no solo las líneas de
fondo, sino el enfoque y la estructura.
Así lo señalé en
el prólogo, fechado el 8 de diciembre de 1979, que preparé para la sexta
edición, a partir de la cual decidí modificar el título para acortarlo y
subrayar más lo substantivo y menos lo cronológico, llegando así al actual: La santificación del trabajo .
En octubre de
1999 recibí una carta de Ediciones Palabra en la que se me animaba a revisar el
libro, para proceder a una nueva edición revisada. Volví a experimentar los
mismos sentimientos que veinte años antes, agudizados por el acumularse de los
años y de los sucesos, algunos de especial significación, de entre los que
destaco tres: la publicación por Juan Pablo II el 14 de septiembre de 1981 de
la Encíclica Laborem exercens, sin
duda alguna el documento pontificio más importante en relación con el trabajo y
su significación teológica y espiritual; la erección en 1982 del Opus Dei en
Prelatura personal, completando así un proceso que, situado a nivel jurídico,
presuponía, no obstante, un amplio trasfondo teológico; la Beatificación el 17
de mayo de 1992 de Josemaría Escrivá de Balaguer, con cuanto desde una
perspectiva eclesial y espiritual implica un acontecimiento de ese tipo. No
obstante, después de pensarlo detenidamente, me volví a reiterar en la decisión
tomada dos décadas antes: revisar el texto de 1965, pero respetando no solo el
esquema original -un capítulo primero de carácter introductorio, seguido de
otros dos, más amplios, destinados a ofrecer una descripción de las líneas
básicas del mensaje del Fundador del Opus Dei respecto a la santificación del
trabajo-, sino también el tenor general de la obra. Y, en consecuencia,
introducir algunos retoques y ampliaciones -también por lo que se refiere a la
bibliografía-, pero sin pretender recoger ni la investigación de fuentes ni los
desarrollos especulativos acontecidos con posterioridad.
En suma, decidí
proceder no a una reelaboración, sino a una revisión. Tal es, pues, el libro
que ahora se publica.
Al redactar el
prólogo para la sexta edición, señalé que tenía la satisfacción de escribirlo
en 1979, entre los cincuentenarios de dos fechas fundacionales del Opus Dei: el
2 de octubre de 1928, en el que el Beato Josemaría Escrivá vio con claridad la
empresa fundacional -la promoción de la santidad en medio del mundo- a que Dios
lo llamaba, y el 14 de febrero de 1930, en el que esa compresión fue completada
al percibir que el fenómeno pastoral e institucional del Opus Dei debía estar
abierto, en unidad de espíritu, no solo a varones, sino también a mujeres.
También ahora,
de cara a esta edición, me es dado evocar una efemérides que merece ser
expresamente señalada: la celebración, dentro de pocos meses, el 9 de enero del
2002, del primer centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá. Sirva,
pues, este libro de homenaje a su figura y de contribución -así lo espero- a la
difusión del mensaje que Dios le confió.
Pamplona, 19 de marzo del 2001
Festividad de San José
Capítulo I
EL TRABAJO, UN
TEMA RECUPERADO POR LA TEOLOGIA ESPIRITUAL
„El carácter
secular es propio y peculiar de los laicos... A los fieles corrientes pertenece
por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando según el
querer de Dios los asuntos temporales. Viven en el mundo, es decir, en todas y
cada una de las actividades de la vida familiar y social con las que su
existencia forma un único tejido“1.
Con estas palabras, la Constitución Lumen
gentium perfila, en su capítulo cuarto, las notas distintivas del laicado
como elemento integrante del pueblo de Dios.
Superaba así el
Concilio Vaticano II una descripción puramente negativa de la condición propia
de los laicos (los que no son ni clérigos ni religiosos), para dar paso a una
descripción positiva en la que se subrayan, de una parte, la pertenencia al
pueblo de Dios y la incorporación a Cristo, y, de otra, la realización de una
misión en el mundo, en el núcleo mismo de las estructuras temporales .
El esfuerzo de
penetración teológica en la comprensión y descripción del laicado, que supuso
la elaboración de la Constitución Lumen
gentium y que se refleja a lo largo de todo el capítulo cuarto de esa
Constitución, encuentra su lógica prolongación en el capítulo quinto: la
llamada universal a la santidad. „Todos los fieles -proclama el Concilio-,
cualquiera que sea el estado o régimen de su vida, están llamados a la plenitud
de la vida cristiana y a la perfección de la caridad... Todos los fieles, en
cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancia, y precisamente por
medio de todo eso, se pueden santificar cada día más, siempre que todo sea
recibido con fe de la mano del Padre celestial; siempre que se coopere con la
voluntad divina al manifestar a todos, incluso en un servicio temporal, la
caridad con que Cristo amó al mundo“3.
Una frase
resulta especialmente significativa dentro del párrafo que se acaba de citar:
el inciso donde se aclara que no solo se puede aspirar a la santidad desde
cualquier estado de vida, sino que debe aspirarse „precisamente por medio de
ese estado de vida“. Poco antes, y aludiendo a quienes se dedican al trabajo
manual, los Padres conciliares habían escrito: „los que viven entregados al
trabajo, con frecuencia duro, conviene que a través de esa misma tarea humana
busquen su perfección“ .
La conexión entre esas afirmaciones de la Constitución Lumen gentium es clara: si los seglares, por vocación divina, deben
estar en las estructuras temporales, ha de ser ahí donde encuentren los medios
para su santificación. El trabajo, la tarea humana, se presenta así como algo
que se injerta hondamente en el terreno de lo sobrenatural .
Esta formulación
de la Lumen gentium encuentra su
aplicación y complemento en otros documentos conciliares, en los que se nos
ofrecen los elementos centrales para una reflexión sobre el valor santificador
del trabajo:
a) De una parte,
en efecto, esos documentos recogen y glosan aquellos aspectos del dogma
cristiano que fundamentan la dignidad del trabajo humano. Quizá ninguna frase
más gráfica en este sentido que el siguiente párrafo de la Constitución Gaudium et spes: „Una cosa es cierta
para los creyentes: que el trabajo humano, individual o colectivo, es decir el
conjunto ingente de los esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los
siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo,
responde a la voluntad de Dios... Esta enseñanza vale igualmente para los
quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres que, mientras procuran
el sustento para si y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte
provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su
trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y
contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la
historia“ .
En suma, la actividad humana, el trabajo, forma parte del orden querido por
Dios, que no es un orden estático, sino dinámico; un orden, pues, que refleja
la perfección de Dios no solo por el mero hecho de ser, es decir, por su simple
estar hecho, sino por su obrar .
b) De otra, esos
mismos documentos prolongan esas perspectivas dogmáticas y cósmicas, que se
acaban de señalar, para, ya a un nivel más inmediatamente antropológico, poner
de manifiesto la importancia del trabajo para la perfección del hombre, también
para su perfección sobrenatural. El documento del Vaticano II donde este
aspecto se encuentra más desarrollado es el Decreto Apostolicam actuositatem, en los párrafos destinados a perfilar
algunos de los rasgos generales de la vida espiritual de los seglares: „Los
laicos deben servirse de estos auxilios (las diversas prácticas espirituales y
la liturgia), de tal modo que, al cumplir como es debido las funciones propias
del mundo en las circunstancias ordinarias de la vida, no separen la unión con
Dios de su vida personal, sino que crezcan en esa unión realizando su trabajo
según la voluntad de Dios... La vida espiritual de los laicos debe tomar su
nota peculiar a partir del estado de matrimonio y familia, de celibato o
viudedad, de la situación de enfermedad, de la actividad profesional y social.
No dejen, pues, de cultivar con asiduidad las cualidades y dotes que, adecuadas
a esas situaciones, les han sido dadas, y hagan uso de los dones recibidos en
propiedad del Espíritu Santo“ .
El magisterio
pontificio de los años transcurridos desde la celebración del Concilio Vaticano
II ha reiterado y prolongado esas enseñanzas .
No es necesario proceder ahora a documentar ese hecho; nos limitaremos, pues,
simplemente a algunas citas significativas de los dos pontífices que, junto con
el breve pontificado de Juan Pablo I, cubren el lapso de tiempo que va desde la
década de los sesenta hasta nuestros días, Pablo VI y Juan Pablo II.
En palabras breves
e incisivas, Pablo VI en la Encíclica Populorum
progressio -publicada, como se recordara, poco mas de un año después de la
terminación del Vaticano II- ponía en relación trabajo y obra creadora: „Dios,
habiendo adornado al hombre con el intelecto, el pensamiento y los sentidos, le
ha dado los instrumentos necesarios para que, la obra que Él había incoado, en
cierto modo la completara y perfeccionara“ .
Y, en otro momento, desde una perspectiva no ya dogmática sino espiritual,
comentaba: „no solo hay que convertir la profesión en algo bueno, no solo se la
debe santificar, sino que la misma profesión ha de ser considerada como
santificante, como algo que perfecciona. No es necesario salirse del propio
camino para mejorar, para ser digno del Evangelio y de Cristo. Basta quedarse
allí, permanecer allí. Es decir: basta dedicar a los propios deberes esa
atención y fidelidad que convierten al hombre en una persona buena, honesta,
justa, ejemplar“.
Juan Pablo II ha
desarrollado esas perspectivas, tanto las dogmáticas como las espirituales, en
diversos momentos, y especialmente en uno de los documentos más emblemáticos de
su pontificado, la Encíclica Laborem
exercens. La densidad del documento -el más amplio de los dedicados al
trabajo por el magisterio eclesiástico- nos exime de un comentario detenido.
Limitémonos a recordar que toda la Encíclica quiere ser como una glosa del
„evangelio“, es decir, de la buena nueva sobre el trabajo que implica la fe
cristiana, en referencia a dos ejes fundamentales: la narración del Génesis sobre la creación del hombre
como ser llamado a dominar la tierra y el testimonio de Jesucristo y la
realidad concreta de su trabajo en Nazaret. De ahí la intensidad de muchas de
sus frases sintéticas, de entre las que reproducimos una: „Si la Iglesia
considera como deber suyo pronunciarse sobre el trabajo desde el punto de vista
de su valor humano y del orden moral en el cual se encuadra (...),
contemporáneamente ve como un deber suyo particular la formación de una
espiritualidad del trabajo, que ayude a todos los hombres a acercarse a través
de él a Dios, Creador y Redentor“.
El alcance
doctrinal y la trascendencia histórica de afirmaciones como las que acabamos de
citar se advertirá más claramente si recordamos que, apenas unos años antes, un
lenguaje semejante hubiera resultado inconcebible: la teología espiritual
ignoraba, en efecto, el tema del trabajo o, si lo mencionaba, era solo marginal
o tangencialmente. Baste remitir a tres de los más conocidos manuales de teología
espiritual de la época a la que aludimos. Tanquerey, en su Compendio de Teología Ascética y Mística (primera edición, 1923),
apenas dedica tres páginas al tema de la santificación del trabajo, y eso
dentro del capítulo titulado „Santificación de la vida de relación“. En Las tres edades de la vida interior, de
Garrigou-Lagrange (primera edición, 1938), o en la Theologia spiritualis del profesor de la Gregoriana J. de Guibert
(primera edición, 1937), del trabajo ni siquiera se habla; la misma suerte
corre el tema de los deberes de estado. Los ejemplos podrían multiplicarse.
¿Cómo puede
haberse producido ese olvido?, ¿qué factores lo explican? Aunque volveremos
sobre algunos aspectos de este problema en páginas posteriores, podemos ya
ahora apuntar un esbozo de respuesta, aludiendo a tres factores, entre otros
que podrían mencionarse.
Ese olvido
parece vinculado, en primer lugar, al influjo ejercido sobre la teología
espiritual por planteamientos surgidos a partir de la experiencia
monástico-religiosa. Expliquémonos bien. Todas las espiritualidades que a lo
largo de los siglos han ido floreciendo en la Iglesia, se justifican por si
mismas en la medida de su fidelidad al Evangelio, de la que es garantía la
aprobación de la Jerarquía eclesiástica. Los fallos o carencias son imputables,
más bien, a la reflexión teológica posterior, que, en más de una ocasión, puede
haber pecado de unilateralidad, al no abordar el problema en su conjunto, por
encerrarse en perspectivas parciales. Fue eso lo que, en nuestro caso concreto,
condujo, durante bastante tiempo, a considerar la espiritualidad cristiana solo
-o al menos preponderantemente- desde el prisma del apartamiento del mundo y no
también desde la óptica propia de quien está inserto en él, olvidando o dejando
de lado, en la práctica, los valores propios de la experiencia laical y, por
tanto, el trabajo en cuanto actividad u ocupación secular.
La experiencia
monástica -sea en general, sea especialmente en la tradición benedictina-
implicaba, ciertamente, una valoración de la actividad manual. Y en los siglos
medievales, el desarrollo de las corporaciones y de la sociedad en general
apuntó en más de un momento a una valoración del trabajo profesional, que, en
la época del Renacimiento y del humanismo, se amplió, incluso desde una
perspectiva más formalmente especulativa. La ruptura del universo cristiano que
se produjo a raíz de la reforma protestante, y la crispación de posturas en que
esa ruptura desembocó, trajo consigo -y este es el segundo de los factores a
los que deseábamos aludir- una paralización de esos gérmenes. La teología
postridentina y barroca, que supo advertir y valorar otras realidades
temporales, ignoró en cambio el trabajo e incluso, en más de un momento, se
dejó condicionar por un aristocratismo que lo excluía o lo minusvaloraba.
Todo ello se vio
agravado -tercer factor- por la fractura que, como consecuencia de un complejo
proceso histórico, se produjo, a partir del siglo XVIII, entre mundo civil y
mundo eclesiástico, entre filosofía y teología, entre vivir humano y
espiritualidad cristiana. En la génesis y desarrollo de ese proceso influyeron
realidades y planteamientos muy diversos, tanto positivos, como neutros o
ambivalentes e incluso negativos. Sin entrar ahora en mayores precisiones ,
digamos solo, y de forma muy esquemática, que ese proceso desembocó en fractura
como consecuencia de la presencia y la acción de ideologías, de cuño deísta o
ateo, que conciben la vida humana como una realidad cerrada en sí misma,
relegando, por tanto, la religión, y todo lo relacionado con ella, al orden de
lo insignificante o, incluso, de lo perjudicial.
José Luis Illanes
(cont)
2 Ediciones Palabra, Madrid 1966, 88 páginas.
1 CONC. VATICANO II, Const. Lumen gentium, n. 31.
6 CONC. VATICANO II, Const. Gaudium
et spes, n. 34.
8 CONC. VATICANO II,
Decr. Apostolicam actuositatem, n. 4.
10 PABLO VI, Enc. Populorum progressio, n. 27; ver también el n. 28 donde recuerda a
la vez el carácter ambivalente que, como toda realidad temporal,
intrahistórica, tiene el trabajo. La Populorum
progressio fue promulgada el 26-III-1967.
11 ÍDEM, Discurso
a la Asociación de Juristas Católicos, 15-XII-1963 (en Insegnamenti di
Paolo VI, Tipografía Políglota Vaticana, I, 1963, p. 609). Como puede
advertirse, el pasaje que citamos no es posterior sino contemporáneo del
Vaticano II; textos posteriores del mismo pontífice, en H. FITTE, Lavoro umano e redenzione, cit., pp.
244-249.
13 Durante largo tiempo, afirmaba Henri Sanson, „el
aspecto ascético del trabajo ha ocultado su significación humana“ (Spiritualité de la vie active, Le Puy
1957, p. 212; ver también páginas 9-11). Jacques Maritain (Le paysan de la Garonne, París 1966, pp. 73-79; versión castellana:
El campesino del Garona, Bilbao 1967,
pp. 80-85) expresaba un juicio análogo afirmando que, por una errada
interpretación del dicho de algunos grandes místicos -alude a la expresión
„desprecio del mundo”- la teología espiritual ha estado afectada, en ocasiones
de forma patente, otras larvada, por un maniqueísmo práctico que hacía
imposible una apreciación positiva de las realidades seculares, y, por tanto,
del trabajo profesional que el cristiano realiza en medio del mundo y
sabiéndose parte del mundo.