LA FE
EXPLICADA
CAPÍTULO
IX
EL ESPIRITU SANTO Y LA GRACIA
Ahora demos el tremendo salto que nos remonta desde nuestra baja naturaleza
humana a las tres Personas vivas que constituyen la Santísima Trinidad. Quizás
comprendamos un poquito mejor por qué la tarea de santificar las almas se
asigna al Espíritu Santo.
Ya que Dios Padre es el origen del principio de la actividad divina que
actúa en la Santísima Trinidad (la actividad de conocer y amar); se le
considera el comienzo de todo.
Por esta razón atribuimos al Padre la creación, aunque, de hecho, claro
está, sea la Santísima Trinidad la que crea, tanto el universo como las almas
individuales. Lo que hace una Persona divina, lo hacen las tres. Pero
apropiamos al Padre el acto de la creación porque, por su relación con las
otras dos Personas, la función de crear le conviene mejor.
Luego, como Dios unió a Sí una naturaleza humana por medio de la segunda
Persona en la Persona de Jesucristo, atribuimos la tarea de la redención a Dios
Hijo, Sabiduría viviente de Dios Padre. El Poder infinito (el Padre) decreta la
redención; la Sabiduría infinita (el Hijo) la realiza. Sin embargo, cuando nos
referimos a Dios Hijo como Redentor, no perdemos de vista que Dios Padre y Dios
Espíritu Santo estaban también inseparablemente presentes en Jesucristo.
Hablando absolutamente, fue la Santísima Trinidad quien nos redimió. Pero
apropiamos al Hijo el acto de la redención.
En los párrafos anteriores he escrito la palabra «apropiar» en cursiva
porque ésta es la palabra exacta que utiliza la ciencia teológica al describir
esta forma de «dividir» las actividades de la Santísima Trinidad entre las tres
Personas divinas. Lo que hace una Persona, lo hacen las tres. Y, sin embargo,
ciertas actividades parecen más apropiadas a una Persona que a las otras. En
consecuencia, los teólogos dicen que Dios Padre es el Creador, por apropiación;
Dios Hijo, por apropiación, el Redentor; y Dios Espíritu Santo, por
apropiación, el Santificador.
Todo esto podrá parecer innecesariamente técnico al lector medio, pero
puede ayudarnos a entender lo que quiere decir el Catecismo cuando dice, por
ejemplo: «El Espíritu Santo habita en la Iglesia como la fuente de su vida y
santifica a las almas por medio del don de la gracia». El Amor de Dios hace
esta actividad, pero su sabiduría y su poder también están allí.
¿Qué es la gracia? La palabra «gracia» tiene muchas significaciones. Puede
significar «encanto» cuando decimos: «ella se movía por la sala con gracia».
Puede significar «benevolencia» si decimos: «es una gracia que espero alcanzar
de su bondad». Puede significar «agradecimiento», como en la acción de gracias
de las comidas. Y cualquiera de nosotros podría pensar media docena más de
ejemplos en los que la palabra «gracia» se use comúnmente.
En la ciencia teológica, sin embargo, gracia tiene un significado muy
estricto y definido.
Antes que nada, designa un don de Dios. No cualquier tipo de don, sino uno
muy especial.
La vida misma es un don divino. Para empezar, Dios no estaba obligado a
crear la humanidad, y mucho menos a crearnos a ti y a mí como individuos. Y
todo lo que acompaña a la vida es también don de Dios. El poder de ver y
hablar, la salud, los talentos que podamos tener -cantar, dibujar o cocinar un
pastel-, absolutamente todo, es don de Dios. Pero éstos son dones que llamamos
naturales. Forman parte de nuestra naturaleza humana. Hay ciertas cualidades
que tienen que acompañar necesariamente a una criatura humana tal como la designó
Dios. Y propiamente no pueden llamarse gracias.
En teología la palabra «gracia» se reserva para describir los dones a los
que el hombre no tiene derecho ni siquiera remotamente, a los que su naturaleza
humana no le da acceso.
La palabra «gracia« se usa para nombrar los dones que están sobre la
naturaleza humana. Por eso decimos que la gracia es un don sobrenatural de
Dios.
Pero la definición está aún incompleta. Hay dones de Dios que son
sobrenaturales, pero no pueden llamarse en sentido estricto gracias. Por
ejemplo, una persona con cáncer incurable puede sanar milagrosamente en
Lourdes. En este caso, la salud de esta persona sería un don sobrenatural, pues
se le había restituido por medios que sobrepasan la naturaleza. Pero si
queremos hablar con precisión, esta cura no sería una gracia. Hay también otros
dones que, siendo sobrenaturales en su origen, no pueden calificarse de
gracias. La Sagrada Escritura, por ejemplo, la Iglesia o los sacramentos son
dones sobrenaturales de Dios. Pero este tipo de dones, por sobrenaturales que
sean, actúan fuera de nosotros. No sería incorrecto llamarlos «gracias externas».
La palabra «gracia», sin embargo, cuando se utiliza en sentido simple y por sí,
se refiere a aquellos dones invisibles que residen y operan en el alma. Así,
precisando un poco más en nuestra definición de gracia, diremos que es un don
sobrenatural e interior de Dios.
Pero esto nos plantea en seguida otra cuestión. A veces Dios da a algunos
elegidos el poder predecir el futuro. Este es un don sobrenatural e interior.
¿Llamaremos gracia al don de profecía? Más aún, un sacerdote tiene poder de
cambiar el pan y vino en el cuerpo y sangre de Cristo y de perdonar los
pecados. Estos son, ciertamente, dones sobrenaturales e interiores. ¿Son
gracias? La respuesta a ambas preguntas es no. Estos poderes, aunque sean
sobrenaturales e interiores, son dados para el beneficio de otros, no del que
los posee. El poder de ofrecer Misa que tiene un sacerdote no se le ha dado
para él, sino para el Cuerpo Místico de Cristo. Un sacerdote podría estar en
pecado mortal, pero su Misa sería válida y recaba ría gracias para otros.
Podría estar en pecado mortal, pero sus palabras de absolución perdonarían a
otros sus pecados. Esto nos lleva a añadir otro elemento a nuestra definición
de gracia: es el don sobrenatural e interior de Dios que se nos concede para
nuestra propia salvación.
Finalmente, planteamos esta cuestión: si la gracia es un don de Dios al que
no tenemos absolutamente ningún derecho, ¿por qué se nos concede? Las primeras
criaturas (conocidas) a las que se concedió gracia fueron los ángeles y Adán y
Eva. No nos sorprende que, siendo Dios bondad infinita, haya dado su gracia a
los ángeles y a nuestros primeros padres. No la merecieron, es cierto, pero
aunque no tenían derecho a ella, tampoco eran positivamente indignos de ese
don.
Sin embargo, una vez que Adán y Eva pecaron, ellos (y nosotros, sus
descendientes) no merecían la gracia, sino que eran indignos (y con ellos
nosotros) de cualquier don más allá de los naturales ordinarios propios de la
naturaleza humana. ¿Cómo se pudo satisfacer a la justicia infinita de Dios,
ultrajada por el pecado original, para que su bondad infinita pudiera actuar de
nuevo en beneficio de los hombres? La respuesta redondeará la definición de
gracia. Sabemos que fue Jesucristo quien por su vida y muerte dio la
satisfacción debida a la justicia divina por los pecados de la humanidad. Fue
Jesucristo quien nos ganó y mereció la gracia que Adán con tanta ligereza había
perdido. Y así completamos nuestra definición diciendo: La gracia es un don de
Dios sobrenatural e interior que se nos concede por los méritos de Jesucristo
para nuestra salvación.
Un alma, al nacer, está oscura y vacía, muerta sobrenaturalmente. No hay
lazo de unión entre el alma y Dios. No tienen comunicación. Si hubiéramos
alcanzado el uso de razón sin el Bautismo y muerto sin cometer un solo pecado
personal (una hipótesis puramente imaginaria, virtualmente imposible), no
habríamos podido ir al cielo. Habríamos entrado en un estado de felicidad
natural que, por falta de mejor nombre, llamamos limbo. Pero nunca hubiéramos
visto a Dios cara a cara, como El es realmente.
Y este punto merece ser repetido: por naturaleza nosotros, seres humanos,
no tenemos derecho a la visión directa de Dios que constituye la felicidad
esencial del cielo. Ni siquiera Adán y Eva, antes de su caída, tenían derecho
alguno a la gloria. De hecho, el alma humana, en lo que podríamos llamar estado
puramente natural, carece del poder de ver a Dios; sencillamente no tiene
capacidad para una unión íntima y personal con Dios.
Pero Dios no dejó al hombre en su estado puramente natural. Cuando creó a
Adán le dotó de todo lo que es propio de un ser humano. Pero fue más allá, y
Dios dio también al alma de Adán cierta cualidad o poder que le permitía vivir
en íntima (aunque invisible) unión con El en esta vida. Esta especial cualidad
del alma -este poder de unión e intercomunicación con Dios- está por encima de
los poderes naturales del alma, y por esta razón llamamos a la gracia una
cualidad sobrenatural del alma, un don sobrenatural.
El modo que tuvo Dios de impartir esta cualidad o poder especial al alma de
Adán fue por su propia inhabitación. De una manera maravillosa, que será para
nosotros un misterio hasta el Día del Juicio, Dios «tomó residencia» en el alma
de Adán. E, igual que el sol imparte luz y calor a la atmósfera que le rodea,
Dios impartía al alma de Adán esta cualidad sobrenatural que es nada menos que
la participación, hasta cierto punto, de la propia vida divina. La luz solar no
es el sol, pero es resultado de su presencia. La cualidad sobrenatural de que
hablamos es distinta de Dios, pero fluye de El y es resultado de su presencia
en el alma.
Esta cualidad sobrenatural del alma produce otro efecto. No sólo nos
capacita para tener una unión y comunicación íntima con Dios en esta vida, sino
que también prepara al alma para otro don que Dios le añadirá tras la muerte:
el don de la visión sobrenatural, el poder de ver a Dios cara a cara, tal como
es realmente.
El lector habrá ya reconocido en esta «cualidad sobrenatural del alma», de
la que vengo hablando, al don de Dios que los teólogos llaman «gracia
santificante». La he descrito antes de nombrarla con la esperanza de que el
nombre tuviera más plena significación cuando llegáramos a él. Y el don añadido
de la visión sobrenatural después de la muerte es el que los teólogos llaman en
latín lumen gloriae, o sea «luz de gloria». La gracia santificante es la
preparación necesaria, un prerrequisito de esta luz de gloria. Igual que una
lámpara eléctrica resulta inútil sin un punto al que enchufarla, la luz de
gloria no podría aplicarse al alma que no poseyera la gracia santificante.
Mencioné antes la gracia santificante en relación con Adán. Dios, en el
acto mismo de crearle, lo puso por encima del simple nivel natural, lo elevó a
un destino sobrenatural al conferirle la gracia santificante. Adán, por el
pecado original, perdió esta gracia para sí y para nosotros. Jesucristo, por su
muerte en la cruz, salvó el abismo que separaba al hombre de Dios. El destino
sobrenatural del hombre se ha restaurado. La gracia santificante se imparte a
cada hombre individualmente en el sacramento del Bautismo.
Al bautizarnos recibimos la gracia santificante por vez primera. Dios (el
Espíritu Santo por «apropiación») toma morada en nosotros. Con su presencia
imparte al alma esa cualidad sobrenatural que hace que Dios -de una manera
grande y misteriosa- se vea en nosotros y, en consecuencia, nos ame. Y puesto
que esta gracia santificante nos ha sido ganada por Jesucristo, por ella
estamos unidos a El, la compartimos con Cristo -y Dios, en consecuencia, nos ve
como a su Hijo- y cada uno de nosotros se hace hijo de Dios.
A veces, la gracia santificante es llamada gracia habitual porque su
finalidad es ser la condición habitual, permanente, del alma. Una vez unidos a
Dios por el Bautismo, se debería conservar siempre esa unión, invisible aquí,
visible en la gloria.
La gracia que viene y va Dios nos ha hecho para la visión beatífica, para
esa unión personal que es la esencia de la felicidad del cielo. Para hacernos
capaces de la visión directa de Dios, nos dará un poder sobrenatural que
llamamos lumen gloriae. Esta luz de gloria, sin embargo, no puede concederse
más que al alma ya unida a Dios por el don previo que llamamos gracia
santificante. Si entráramos en la eternidad sin esa gracia santificante,
habríamos perdido a Dios para siempre.
Una vez recibida la gracia santificante en el Bautismo, es asunto de vida o
muerte que conservemos este don hasta el fin. Y si nos hiriera esa catástrofe
voluntaria que es el pecado mortal, nos sería de una tremenda urgencia
recuperar el precioso don que el pecado nos ha arrebatado, el don de la vida
espiritual que es la gracia santificante y que habíamos matado en nuestra alma.
Leo G. Terese
(Cont)