LA FE
EXPLICADA
CAPÍTULO
X
LAS VIRTUDES Y DONES DEL ESPIRITU SANTO
Esta misma virtud de la caridad (que acompaña siempre a la gracia
santificante) hace posible amar al prójimo con amor sobrenatural. Amamos al
prójimo no con un mero amor natural porque es una persona agradable, porque
congeniamos con él, porque nos llevamos bien, porque de alguna manera nos
atrae. Este amor natural no es malo, pero no hay en él mérito sobrenatural. Por
la virtud divina de la caridad nos hacemos vehículo, instrumento, por el que
Dios, a través de nosotros, puede amar al prójimo. Nuestro papel consiste simplemente
en ofrecernos a Dios, en no poner obstáculos al flujo de amor de Dios. Nuestro
papel consiste en tener buena voluntad hacia el prójimo por amor de Dios,
porque sabemos que esto es lo que Dios quiere. Nuestro prójimo, diremos de
paso, incluye a todas las criaturas de Dios: los ángeles y santos del cielo
(cosa fácil), las almas del purgatorio (cosa fácil), y todos los seres humanos
vivos, incluso nuestros enemigos (¡uf!).
Y precisamente en este punto tocamos el corazón del cristianismo. Es precisamente
aquí donde encontramos la cruz, donde probamos la realidad o falsedad de
nuestro amor a Dios. Es fácil amar a nuestra familia y amigos. No es muy duro
amar a «todo el mundo», de una manera vaga y general, pero querer bien (y rezar
y estar dispuesto a ayudar) a la persona del despacho contiguo que te hizo una
mala pasada, a la vecina de enfrente que murmura de ti, o a aquel pariente que
consiguió con malas artes la herencia de tía Josefina, a aquel criminal que
salió en el periódico porque había violado y matado a una niña de seis años...
si perdonarles ya resulta bastante duro, ¿cómo será el amarles? De hecho,
naturalmente hablando, no somos capaces de hacerlo. Pero, con la divina virtud
de la caridad, podemos, más aún, debemos hacerlo, o nuestro amor a Dios sería
una falsedad y una ficción.
Pero, tengamos presente que el amor sobrenatural, sea a Dios o a nuestro
prójimo, no tiene que ser necesariamente emotivo. El amor sobrenatural reside
principalmente en la voluntad, no en las emociones. Podemos tener un profundo
amor a Dios, según prueba nuestra fidelidad a El, sin sentirlo de modo
especial. Amar a Dios sencillamente significa que estamos dispuestos a
cualquier cosa antes que ofenderle con un pecado mortal. De la misma manera,
podemos tener un sincero amor sobrenatural al prójimo, aunque a nivel natural
sintamos por él una marcada repulsión. ¿Le perdono por Dios el mal que haya
hecho? ¿Rezo por él y confío en que alcance las gracias necesarias para
salvarse? ¿Estoy dispuesto a ayudarle si estuviera en necesidad, a pesar de mi
natural resistencia? Si es así, le amo sobrenaturalmente. La virtud divina de
la caridad obra en mi interior, y puedo hacer actos de amor (que deberían ser
frecuentes, cada día) sin hipocresía, ni ficción.
Maravillas interiores Un joven, al que acababa de bautizar, me decía poco
después: «¿Sabe, padre, que no he notado ninguna de las maravillas que decía me
sucederían al bautizarme? Siento un alivio especial al saber que mis pecados
han sido perdonados, y me alegra saber que soy hijo de Dios y miembro del
Cuerpo Místico de Cristo, pero lo de la inhabitación de Dios en el alma, de la
gracia santificante, las virtudes de fe, esperanza y caridad y los dones del
Espíritu Santo... bien, no los he sentido en absoluto».
Y así es. No sentimos ninguna de estas cosas, por lo menos, no es lo
corriente sentirlas.
La sobrecogedora transformación que tiene lugar en el Bautismo no se
localiza en el cuerpo -en el cerebro, el sistema nervioso o las emociones-.
Tiene lugar en lo más íntimo de nuestro ser, en nuestra alma, fuera del alcance
del análisis intelectual o la reacción emocional. Pero, si por un milagro
pudiéramos disponer de unas lentes que nos permitieran ver el alma como es,
cuando está en gracia santificante y adornada con todos los dones
sobrenaturales, tengo la seguridad que nos moveríamos como en trance,
deslumbrados y en estado perpetuo de asombro, al ver la sobreabundancia con que
Dios nos equipa para lidiar con esta vida y prepararnos para la otra.
En la riquísima dote que acompaña la gracia santificante están incluidos
los siete dones del Espíritu Santo. Estos dones- sabiduría, entendimiento,
consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios- son cualidades que se
imparten al alma y que la hacen sensible a los movimientos de la gracia y le
facilitan la práctica de la virtud. Nos alertan para oír la silenciosa voz de
Dios en nuestro interior, nos hacen dóciles a los delicados toques de su mano.
Podríamos decir que los dones del Espíritu Santo son el «lubricante» del alma,
mientras la gracia es la energía.
Viéndolos uno por uno, el primero es el don de sabiduría, que nos da el
adecuado sentido de proporción para que sepamos estimar las cosas de Dios;
damos al bien y a la virtud su verdadero valor, y vemos los bienes del mundo
como peldaños para la santidad, no como fines en sí. El hombre que, por
ejemplo, pierde su partida semanal por asistir a un retiro espiritual, lo sepa
o no, ha sido conducido por el don de la sabiduría.
Después viene el don de entendimiento. Nos da la percepción espiritual que
nos capacita para entender las verdades de la fe en consonancia con nuestras
necesidades. En igualdad de condiciones, un sacerdote prefiere mucho más
explicar un punto doctrinal al que está en gracia santificante que a uno que no
lo esté. Aquél posee el don de entendimiento, y por ello comprenderá con mucha
más rapidez el punto en cuestión.
El tercer don, el don de consejo, agudiza nuestro juicio. Con su ayuda
percibimos -y escogemos- la decisión que será para mayor gloria de Dios y bien
espiritual nuestro.
Tomar una decisión de importancia en pecado mortal, sea ésta sobre
vocación, profesión, problemas familiares o cualquier otra de las que debemos
afrontar continuamente, es un paso peligroso. Sin el don de consejo, el juicio
humano es demasiado falible.
El don de fortaleza apenas requiere comentario. Unja vida cristiana exige
ser en algún grado una vida heroica. Y siempre está el heroísmo oculto de la
conquista de uno mismo.
A veces se nos pide un heroísmo mayor, cuando hacer la voluntad de Dios
trae consigo el riesgo de perder amigos, bienes o salud. También está el
heroísmo más alto de los mártires, que sacrifican la misma vida por amor de
Dios. No en vano Dios enrecia nuestra humana debilidad con su don de fortaleza.
El don de ciencia nos da «el saber hacer», la destreza espiritual. Nos
dispone para reconocer lo que nos es útil espiritualmente o dañino. Está
íntimamente unido al don de consejo. Este nos mueve a escoger lo útil y
rechazar lo nocivo, pero, para elegir, debemos antes conocer. Por ejemplo, si
me doy cuenta que demasiadas lecturas frívolas estragan mi gusto por las cosas
espirituales, el don de consejo me induce a suspender la compra de tantas
publicaciones de ese tipo, y me inspira comenzar una lectura espiritual
regular.
El don de piedad es mal entendido frecuentemente por los que la representan
con manos juntas, ojos bajos y oraciones interminables. La palabra «piedad» en
su sentido original describe la actitud de un niño hacia sus padres: esa combinación
de amor, confianza y reverencia. Si ésa es nuestra disposición habitual hacia
nuestro Padre Dios, estamos viviendo el don de piedad. El don de piedad nos
impulsa a practicar la virtud, a mantener la actitud de infantil intimidad con
Dios.
Finalmente, el don de temor de Dios, que equilibra el don de piedad. Es muy
bueno que miremos a Dios con ojos de amor, confianza y tierna reverencia, pero
es también muy bueno no olvidar nunca que es el Juez de justicia infinita, ante
el que un día tendremos que responder de las gracias que nos ha dado.
Recordarlo nos dará un sano temor de ofenderle por el pecado.
Sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de
Dios: he aquí los auxiliares de las gracias, sus «lubricantes». Son predisposiciones
a la santidad que, junto con la gracia santificante, se infunden en nuestra
alma en el Bautismo.
Muchos de los catecismos que conozco dan la lista de «los doce frutos del
Espíritu Santo» -caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad,
mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad-. Pero hasta ahora y según mi
experiencia, rara' vez se les da más atención que una mención de pasada en las
clases de instrucción religiosa.
Y todavía más raramente se explican en sermones.
Y es una pena que sea así. Si un maestro de ciencias comienza a explicar en
clase el manzano, describirá naturalmente las raíces y el tronco, y mencionará
cómo el sol y la humedad le hacen crecer. Pero no se le ocurrirá terminar su
explicación con la afirmación brusca: «y éste es el árbol que da manzanas».
Considerará a la descripción del fruto una parte importante de su explicación
didáctica. De igual modo resulta ilógico hablar de la gracia santificante, de
las virtudes y dones que la acompañan, y no dar más que una mención casual a
los resultados, que son, precisamente, los frutos del Espíritu Santo: frutos exteriores
de la vida interior, producto externo de la inhabitación del Espíritu.
Leo G. Terese
(Cont)