LA FE
EXPLICADA
CAPÍTULO
X
LAS VIRTUDES Y DONES DEL ESPIRITU SANTO
Utilizando otra figura, podríamos decir que los doce frutos son las
pinceladas anchas que perfilan el retrato del cristiano auténtico. Quizá lo más
sencillo sea ver cómo es ese retrato, cómo es la persona que vive habitualmente
en gracia santificante y trata con perseverancia de subordinar su ser a la
acción de la gracia.
Primero que todo, esa persona es generosa. Ve a Cristo en su prójimo, e
invariablemente lo trata con consideración, está siempre dispuesto a ayudarle,
aunque sea a costa de inconveniencias y molestias. Es la caridad.
Luego, es una persona alegre y optimista. Parece como si irradiara un
resplandor interior que le hacer ser notado en cualquier reunión. Cuando él
está presente, parece como si el sol, brillara con un poco más de luz, la gente
sonríe con más facilidad, habla con mayor delicadeza. Es el gozo.
Es una persona serena y tranquila. Los psicólogos dirían de él que tiene
una «personalidad equilibrada». Su frente podrá fruncirse con preocupaciones,
pero nunca por el agobio o la angustia. Es un tipo ecuánime, la persona idónea
a quien se acude en casos de emergencia. Es la paz.
No se aíra fácilmente; no guarda rencor por las ofensas ni se perturba o
descorazona cuando las cosas le van mal o la gente se porta mezquinamente.
Podrá fracasar seis veces, y recomenzará la séptima, sin rechinar los dientes
ni culpar a su mala suerte. Es la paciencia.
Es una persona amable. La gente acude a él en sus problemas, y hallan en él
el confidente sinceramente interesado, saliendo aliviados por el simple hecho
de haber conversado con él; tiene una consideración especial por los niños y
ancianos, por los afligidos y atribulados. Es la benignidad.
Defiende con firmeza la verdad y el derecho, aunque todos le dejen solo. No
está pagado de sí mismo, ni juzga a los demás; es tardo en criticar y más aún
en condenar; conlleva la ignorancia y debilidades de los demás, pero jamás
compromete sus convicciones, jamás contemporiza con el mal. En su vida interior
es invariablemente generoso con Dios, sin buscar la postura más cómoda. Es la
bondad.
No se subleva ante el infortunio y el fracaso, ante la enfermedad y el
dolor. Desconoce la autocompasión: alzará los ojos al cielo llenos de lágrimas,
pero nunca de rebelión. Es la longanimidad.
Es delicado y está lleno de recursos. Se entrega totalmente a cualquier
tarea que le venga, pero sin sombra de la agresividad del ambicioso. Nunca
trata de dominar a los demás. Sabe razonar con persuasión, pero jamás llega a
la disputa. Es la mansedumbre.
Se siente orgulloso de ser miembro del Cuerpo Místico de Cristo, pero no
pretende coaccionar a los demás y hacerles tragar su religión, pero tampoco
siente respetos humanos por sus convicciones. No oculta su piedad, y defiende
la verdad con prontitud cuando es atacada en su presencia; la religión es para
él lo más importante de la vida. Es la fe.
Su amor a Jesucristo le hace estremecer ante la idea de actuar de cómplice
del diablo, de ser ocasión de pecado para otro. En su comportamiento, vestido y
lenguaje hay una decencia que le hacen -a él o ella- fortalecer la virtud de
los demás, jamás debilitarla. Es la modestia.
Es una persona moderada, con las pasiones firmemente controladas por la
razón y la gracia. No está un día en la cumbre de la exaltación y, al
siguiente, en abismos de depresión. Ya coma o beba, trabaje o se divierta, en
todo muestra un dominio admirable de sí... Es la continencia.
Siente una gran reverencia por la facultad de procrear que Dios le ha dado,
una santa reverencia ante el hecho de que Dios quiera compartir su poder
creador con los hombres.
Ve el sexo como algo precioso y sagrado, un vínculo de unión, sólo para ser
usado dentro del ámbito matrimonial y para los fines establecidos por Dios;
nunca como diversión o como Cuente de placer egoísta. Es la castidad.
Y ya tenemos el retrato del hombre o mujer cristianos: caridad, gozo, paz,
paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia,
continencia y castidad.
Podemos contrastar nuestro perfil con el del retrato, y ver donde nos
separamos de él.
Las virtudes morales Un axioma de la vida espiritual dice que la gracia
perfecciona la naturaleza, lo que significa que, cuando Dios nos da su gracia,
no arrasa antes nuestra naturaleza humana para poner la gracia en su lugar.
Dios añade su gracia a lo que ya somos. Los efectos de la gracia en nosotros,
el uso que de ella hagamos, está condicionado en gran parte por nuestra
personal constitución -física, mental y emocional-. La gracia no hace un genio
de un idiota, ni endereza la espalda al jorobado, ni tampoco normalmente saca
una personalidad equilibrada de un neurótico.
Por tanto, cada uno de nosotros somos responsables de hacer todo lo que
esté en nuestra mano para quitar obstáculos a la acción de la gracia. No
hablamos aquí de obstáculos morales, como el pecado o el egoísmo, cuya acción
entorpecedora a la gracia es evidente. Nos referimos ahora a lo que podríamos
llamar obstáculos naturales, como la ignorancia, los defectos de carácter, y
los malos hábitos adquiridos. Está claro que si nuestro panorama intelectual se
reduce a periódicos o revistas populares, es un obstáculo a la gracia; que si
nuestra agresividad nos conduce fácilmente a la ira, es un obstáculo a la
gracia; que si nuestra dejadez o falta de puntualidad es una falta de caridad
por causar inconvenientes a los demás, es un obstáculo a la gracia.
Estas consideraciones son especialmente oportunas al estudiar las virtudes
morales. Las virtudes morales, distintas de las teologales, son aquellas que
nos disponen a llevar una vida moral o buena, ayudándonos a tratar a personas y
cosas con rectitud, es decir, de acuerdo con la voluntad de Dios. Poseemos
estas virtudes en su forma sobrenatural cuando estamos en gracia santificante,
pues ésta nos da cierta predisposición, cierta facilidad para su práctica,
junto con el mérito sobrenatural correspondiente al ejercerlas. Esta facilidad
es parecida a la que un niño adquiere, al llegar a cierta edad, para leer y
escribir.
Ese niño aún no posee la técnica de la lectura y escritura, pero, entretanto,
el organismo está ya dispuesto, la facultad está ya allí.
Quizá se vea mejor si hacemos un examen individual de alguna de las
virtudes morales.
Sabemos que las cuatro virtudes morales principales son las que llamamos
cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Prudencia es la
facultad de juzgar rectamente.
Una persona temperamentalmente impulsiva, propensa a acciones precipitadas
y sin premeditación y a juicios instantáneos, tendrá por delante la tarea de
quitar estas barreras para que la virtud de la prudencia pueda actuar en él
efectivamente. Resulta también evidente que, en cualquier circunstancia, el
conocimiento y la experiencia personales facilitan el ejercicio de esta virtud.
Un niño posee la virtud de la prudencia en germen; por eso, en asuntos
relativos al mundo de los adultos, no puede esperarse que haga juicios
prudentes, porque carece de conocimiento y experiencia.
La segunda virtud cardinal es la justicia, que perfecciona nuestra voluntad
(como la prudencia nuestra inteligencia), y salvaguarda los derechos de
nuestros semejantes a la vida y la libertad, a la santidad del hogar, al buen
nombre y el honor, a sus posesiones materiales. Un obstáculo a la justicia, que
nos viene fácilmente a la mente, es el prejuicio, que niega al hombre sus
derechos humanos, o dificulta su ejercicio, por el color, raza, nacionalidad o
religión. Otro obstáculo puede ser la tacañería natural, un defecto producto
quizá de una niñez de privaciones. Es nuestro deber quitar estas barreras si
queremos que la virtud sobrenatural de la justicia actúe con plenitud en
nuestro interior.
La fortaleza, tercera virtud cardinal, nos dispone para obrar el bien a
pesar de las dificultades. La perfección de la fortaleza se muestra en los mártires,
que prefieren morir a pecar. Pocos de nosotros tendremos que afrontar una
decisión que requiera tal grado de heroísmo. Pero la virtud de la fortaleza no
podrá actuar, ni siquiera en las pequeñas exigencias que requieran valor, si no
quitamos las barreras que un conformismo exagerado, el deseo de no señalarse,
de ser «uno más», han levantado. Estas barreras son el irracional temor a la
opinión pública (lo que llamamos respetos humanos), el miedo a ser criticados,
menospreciados, o, peor aún, ridiculizados.
La cuarta virtud cardinal es la templanza, que nos dispone al dominio de
nuestros deseos, y, en especial, al uso correcto de las cosas que placen a
nuestros sentidos. La templanza es necesaria especialmente para moderar el uso
de los alimentos y bebidas, regular el placer sexual en el matrimonio. La
virtud de la templanza no quita la atracción por el alcohol; por eso, para
algunos, la única templanza verdadera será la abstinencia. La templanza no
elimina los deseos, sino que los regula. En este caso, quitar obstáculos
consistirá principalmente en evitar las circunstancias que pudieran despertar
deseos que, en conciencia, no pueden ser satisfechos.
Además de las cuatro virtudes cardinales, hay otras virtudes morales. Sólo
mencionaremos algunas, y cada cual, si somos sinceros con nosotros mismos,
descubrirá su obstáculo personal. Está la piedad filial (y por extensión
también el patriotismo), que nos dispone a honrar, amar y respetar a nuestros
padres y nuestra patria. Está la obediencia, que nos dispone a cumplir la
voluntad de nuestros superiores como manifestación de la voluntad de Dios.
Están la veracidad, liberalidad, paciencia, humildad, castidad, y muchas más;
pero, en principio, si somos prudentes, justos, recios y templados aquellas
virtudes nos acompañarán necesariamente, como los hijos pequeños acompañan a
papá y mamá.
¿Qué significa, pues, tener un «espíritu cristiano»? No es un término de
fácil definición.
Significa, por supuesto, tener el espíritu de Cristo. Lo que, a su vez,
quiere decir ver el mundo como Cristo lo ve; reaccionar ante las circunstancias
de la vida como Cristo reaccionaría. El genuino espíritu cristiano en ningún
lugar está mejor compendiado que en las ocho bienaventuranzas con que Jesús dio
comienzo al, incomparablemente bello, Sermón de la Montaña.
De paso diremos que el Sermón de la Montaña es un pasaje del Nuevo
Testamento que todos deberíamos leer completo de vez en cuando. Se encuentra en
los capítulos cinco, seis y siete del Evangelio de San Mateo, y contiene una verdadera
destilación de las enseñanzas del Salvador.
Pero volvamos a las bienaventuranzas. Su nombre se deriva de la palabra
latina «beatus», que significa bienaventurado, feliz, y que es la que introduce
cada bienaventuranza. « Bienaventurados los pobres de espíritu», Cristo nos
dice, «porque de ellos es el reino de los cielos». Esta bienaventuranza,
primera de las ocho, nos recuerda que el cielo es para los humildes. Los pobres
de espíritu son aquellos que nunca olvidan que todo lo que son y poseen les viene
de Dios. Ya sean talentos, salud, bienes o un hijo de la carne, nada, absolutamente
nada, lo tienen como propio. Por esa pobreza de espíritu, por esta
voluntariedad de entregar a Dios cualquiera de sus dones que El decida
llevarse, la misma adversidad si viene, claman a Dios y alcanzan su gracia y su
mérito. Es una prenda de que Dios, a quien valoran por encima de todas las
cosas, será su recompensa perenne. Dicen con Job: «El Señor dio, el Señor ha
quitado, ¡bendito sea el nombre del Señor!» (1,21).
Jesús recalca esta enseñanza repitiendo la misma consideración en las
bienaventuranzas segunda y tercera. «Bienaventurados los mansos», dice, «porque
poseerán la tierra». La tierra a que Jesús se refiere es, por supuesto, una
sencilla imagen poética para designar el cielo. Y esto es así en todas las
bienaventuranzas: en cada una de ellas se promete el cielo bajo un lenguaje
figurativo. «Los mansos» de que habla Jesús en la segunda bienaventuranza no
son los caracteres pusilánimes, sin nervio ni sangre, que el mundo designa con
esa palabra. Los verdaderos mansos no son caracteres débiles de ningún modo.
Hace falta gran fortaleza interior para aceptar decepciones, reveses, incluso
desastres, y mantener en todo momento la mirada fija en Dios y la esperanza
incólume.
Leo G. Terese
(Cont)