22/12/2018

Leitura espiritual


LA FE EXPLICADA




CAPÍTULO XIV 




LA RESURRECCION DE LA CARNE Y LA VIDA PERDURABLE


El fin del mundo Vivimos y nos esforzamos durante pocos o muchos años, y luego morimos. Esta vida, bien lo sabemos, es un tiempo de prueba y de lucha; es el terreno de pruebas de la eternidad. La felicidad del cielo consiste esencialmente en la plenitud del amor. Si no entramos en la eternidad con amor a Dios en nuestro corazón, seremos absolutamente incapaces de gozar de la felicidad de la gloria. Nuestra vida aquí abajo es el tiempo que Dios nos da para adquirir y probar el amor a Dios que guardamos en nuestro corazón, que debemos probar que es más grande que el amor hacia cualquiera de sus bienes creados, como el placer, la riqueza, fama o amigos. Debemos probar que nuestro amor resiste la embestida de los males hechos por el hombre, como la pobreza, el dolor, la humillación o la injusticia. Estemos al tos o bajos, en cualquier momento debemos decir «Dios mío, te amo», y probarlo con nuestras obras. Para algunos el camino será corto; para otros, largo.

Para algunos, suave; para otros, abrupto. Pero acabará para todos. Todos moriremos.

La muerte es la separación del alma del cuerpo. Por la erosión de la vejez, la enfermedad o por accidente, el cuerpo decae, y llega un momento en que el alma ya no puede operar por él. Entonces lo abandona, y decimos que tal persona ha muerto. El instante exacto en que esto ocurre raras veces puede determinarse. El corazón puede cesar de latir; la respiración, pararse, pero el alma puede aún estar presente. Esto se prueba por el hecho que algunas veces personas muertas aparentemente reviven por la respiración artificial u otros medios. Si el alma no estuviera presente sería imposible revivir. Esto permite que la Iglesia autorice a sus sacerdotes dar la absolución y extremaunción condicionales hasta dos horas después de la muerte aparente, por si el alma estuviera aún presente. Sin embargo, una vez que la sangre ha empezado a coagularse y aparece el rigor motriz, sabemos con certeza que él alma ha dejado el cuerpo.

¿Y qué pasa entonces? En el momento mismo en que el alma abandona el cuerpo es juzgada por Dios. Cuando los que están junto al lecho del difunto se ocupan aún de cerrar sus ojos y cruzarle las manos, el alma ha sido ya juzgada; sabe ya cuál va a ser su destino eterno. El juicio individual del alma inmediatamente después de la muerte se llama Juicio Particular. Es un momento terrible para todos, el momento para el que hemos vivido todos estos años en la tierra, el momento al que toda la vida ha estado orientada. Es el día de la retribución para todos.

¿Dónde tiene lugar ese Juicio Particular? Probablemente en el sitio mismo en que morimos, humanamente hablando. Tras esta vida no hay «espacio» o «lugar» en el sentido ordinario de estas palabras. El alma no tiene que «ir» a ningún lugar para ser juzgada. En cuanto a la forma que este Juicio Particular adopta, sólo podemos hacer conjeturas: lo único que Dios nos ha revelado es que habrá Juicio Particular. Su descripción como un juicio terreno, en que el alma se halla de pie ante el trono de Dios, con el diablo a un lado como fiscal y el ángel de la guarda al otro como defensor, no es más que una imagen poética, claro está. Los teólogos especulan que lo que probablemente ocurre es que el alma se ve como Dios la ve, en estado de gracia o en pecado, con amor a Dios o rechazándole, y, consecuentemente, sabe cuál será su destino según la infinita justicia divina. Este destino es irrevocable. El tiempo de prueba y preparación ha terminado. La misericordia divina ha hecho cuanto ha podido; ahora prevalece la justicia de Dios.

¿Y qué ocurre luego? Bien, acabemos primero con lo más desagradable. Consideremos la suerte del alma que se ha escogido a sí misma en vez de a Dios, y ha muerto sin reconciliarse con El; en otras palabras, del alma que muere en pecado mortal. Al alejarse deliberadamente de Dios en esta vida, al morir sin el vínculo de unión con El que llamamos gracia santificante, se queda sin posibilidad de restablecer la comunicación con Dios. Lo ha perdido para siempre. Está en el infierno. Para esta alma, muerte, juicio y condenación son simultáneos.

¿Cómo es el infierno? Nadie lo sabe con seguridad, porque nadie ha vuelto de allí para contárnoslo. Sabemos que en él hay fuego inextinguible porque Jesús nos lo ha dicho.

Sabemos también que no es el fuego que vemos en nuestros hornos y calderas: ese fuego no podría afectar a un alma, que es espíritu. Todo lo que sabemos es que en el infierno hay una «pena de sentido», según la expresión de los teólogos, que tiene tal naturaleza que no hay forma mejor de describirla en lenguaje humano que con la palabra «fuego».

Pero lo más importante no es la «pena de sentido», sino la «pena de daño». Es esta pena -separación eterna de Dios- la que constituye el peor sufrimiento del infierno. Imagino que, dentro del marco de las verdades reveladas, todo el mundo se imagina el infierno a su modo. Para mí, lo que más me estremece cuando pienso en él es su tremenda soledad.

Me veo de pie, desnudo y solo, en una soledad inmensa, llena exclusivamente de odio, odio a Dios y a mí mismo, deseando morir y sabiendo que es imposible, sabiendo también que éste es el destino que yo he escogido libremente a cambio de un plato de lentejas, resonando continuamente, llena de escarnio, la voz de mi propia conciencia: «Es para siempre... sin descanso... sin alivio... para siempre... para siempre... ». Pero no existen palabras o pincel que puedan describir el horror del infierno en su realidad. ¡Líbrenos Dios a todos de él! Seguramente, muy pocos hay tan optimistas que esperen que el Juicio Particular los coja libres de toda traza de pecado, lo que representaría estar limpios no sólo de pecados mortales, sino también de todo castigo temporal aún por satisfacer, de toda deuda de reparación aún no pagada a Dios por los pecados perdonados. Nos cuesta pensar que podamos morir con el alma inmaculadamente pura, y, sin embargo, no hay razón que nos impida confiar en ello, pues con este fin se instituyó el sacramento de la extremaunción: limpiar el alma de las reliquias del pecado; con este fin se conceden las indulgencias, especialmente la plenaria para el momento de la muerte, que la Iglesia concede a los moribundos con la Ultima Bendición.

Supongamos que morimos así: confortados por los últimos sacramentos, y con una indulgencia plenaria bien ganada en el momento de morir. Supongamos que morimos sin la menor mancha ni traza de pecado en nuestra alma. ¿Qué nos esperará? Si fuera así, la muerte, que el instinto de conservación hace que nos parezca tan temible, será el momento de nuestra más brillante victoria. Mientras el cuerpo se resistirá a desatar el vínculo que lo une al espíritu que le ha dado su vida y su dignidad, el juicio del alma será la inmediata visión de Dios.

«Visión beatífica» es el frío término teológico que designa la esplendorosa realidad que significa, una realidad que sobrepasa cualquier imaginación o descripción humana. No es sólo una «visión» en el sentido de «ver» a Dios, designa también nuestra unión con El: Dios que toma posesión del alma, y el alma que posee a Dios, en una unidad tan completamente arrebatadora que supera sin medida la del amor humano más perfecto.

Mientras el alma «entra» en el cielo, el impacto del Amor Infinito que es Dios es una sacudida tan fuerte que aniquilaría al alma si el mismo Dios no le diera la fuerza necesaria para sostener el peso de la felicidad que es Dios. Si fuéramos capaces por un instante de apartar nuestro pensamiento de Dios, los sufrimientos y pruebas de la tierra nos parecerían insignificantes; el precio que hayamos pagado por esa felicidad arrebatadora, deslumbrante, inagotable, infinita, ¡qué ridículo nos aparecerá! Es una felicidad, además, que nada podrá arrebatarnos. Es un instante de dicha absoluta que jamás terminará. Es la felicidad para siempre: así es la esencia de la gloria.

Habrá también otras dichas, otros gozos accidentales que se verterán sobre nosotros.

Tendremos la dicha de gozar de la presencia de nuestro glorificado Redentor Jesucristo y de nuestra Madre María, cuyo dulce amor tanto admiramos a distancia. Tendremos la dicha de vernos en compañía de los ángeles y los santos, entre quienes veremos a miembros de nuestra familia y amigos que nos precedieron en la gloria. Pero estos gozos serán como tintinear de campanillas ante la sinfonía abrumadora que será el amor de Dios vertiéndose en nosotros.

Pero ¿qué ocurrirá si, al morir, el Juicio Particular nos encuentra ni separados de Dios por el pecado mortal ni con la perfecta pureza de alma que la unión con el Santo de los santos requiere? Lo más probable es que sea éste nuestro caso, si nos hemos conformado con un mediocre nivel espiritual: cicateros en la oración, poco generosos en la mortificación, en apaños con el mundo. Nuestros pecados mortales, si los hubiera, estarían perdonados por el sacramento de la Penitencia (¿no decimos en el Símbolo de los Apóstoles «creo en el perdón de los pecados»?); pero si la nuestra ha sido una religión cómoda, ¿no parece lo más razonable que, en el último momento, no seamos capaces de hacer ese perfecto y desinteresado, acto de amor de Dios que la indulgencia plenaria exige? Y henos ya en el Juicio: no merecemos el cielo ni el infierno, ¿qué será de nosotros? Aquí se pone de manifiesto lo razonable que resulta la doctrina sobre el purgatorio.

Aunque esta doctrina no se nos hubiera transmitido por la Tradición desde Cristo y los Apóstoles, la sola razón nos dice que debe haber un proceso de purificación final que lave hasta la imperfección más pequeña que se interponga entre el alma y Dios. Esa es la función del estado de sufrimiento temporal que llamamos purgatorio. En el purgatorio, igual que en el infierno, hay una «pena de sentido», pero, del mismo modo que el sufrimiento esencial del infierno es la perpetua separación de Dios, el sufrimiento esencial del purgatorio será la penosísima agonía que el alma tiene que sufrir al demorar, incluso por un instante, su unión con Dios. El alma, recordemos, ha sido hecha para Dios. Como el cuerpo actúa en esta vida (podríamos decir) como aislante del alma, ésta no siente la tremenda atracción hacia Dios. Algunos santos la experimentan ligeramente, pero la mayoría de nosotros casi nada o nada. Sin embargo, en el momento en que el alma abandona el cuerpo, se halla expuesta a la fuerza plena de este impulso, que le produce un hambre tan intensa de Dios que se lanza contra la barrera de las imperfecciones aún presentes, hasta que, con la agonía de esta separación, purga las imperfecciones, cae la barrera y se encuentra con Dios.

Leo G. Terese

(Cont)

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