A leitura tem feito muitos santos.
(S. josemaria, Caminho 116)
Está aconselhada a leitura espiritual diária de mais ou menos 15 minutos. Além da leitura do novo testamento, (seguiu-se o esquema usado por P. M. Martinez em “NOVO TESTAMENTO” Editorial A.
O. - Braga) devem usar-se textos devidamente aprovados. Não deve ser leitura apressada, para “cumprir horário”, mas com vagar, meditando, para que o que lemos seja alimento para a nossa alma.
Para ver, clicar SFF.
O. - Braga) devem usar-se textos devidamente aprovados. Não deve ser leitura apressada, para “cumprir horário”, mas com vagar, meditando, para que o que lemos seja alimento para a nossa alma.
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Evangelho:
Mt 27, 26-44
26 Então soltou-lhes Barrabás. Quanto a Jesus, depois
de O ter mandado flagelar, entregou-O para ser crucificado. 27 Então
os soldados do governador, conduzindo Jesus ao Pretório, juntaram em volta
d'Ele toda a coorte. 28 Depois de O terem despido, lançaram sobre
Ele um manto escarlate. 29 Em seguida, tecendo uma coroa de
espinhos, puseram-Lha na cabeça, e na mão direita uma cana. E, dobrando o
joelho diante d'Ele, O escarneciam, dizendo: «Salve, ó rei dos Judeus!». 30
Cuspindo-Lhe, tomavam a cana e batiam-Lhe com ela na cabeça. 31
Depois que O escarneceram, tiraram-Lhe o manto, revestiram-n'O com os Seus
vestidos e levaram-n'O para O crucificar. 32 Ao saírem, encontraram
um homem de Cirene, chamado Simão, ao qual obrigaram a levar a cruz de Jesus. 33
Tendo chegado ao lugar chamado Gólgota, isto é, “lugar da Caveira”, 34
deram-Lhe a beber vinho misturado com fel. Tendo-o provado, não quis beber. 35
Depois que O crucificaram, repartiram entre si os Seus vestidos, lançando sortes.
36 E, sentados, O guardavam. 37 Puseram por cima da Sua
cabeça uma inscrição indicando a causa da Sua condenação: «Este é Jesus, o Rei
dos Judeus». 38 Ao mesmo tempo foram crucificados com Ele dois
ladrões: um à direita e outro à esquerda. 39 Os que passavam,
movendo as suas cabeças, ultrajavam-n'O, 40 dizendo: «Ó Tu, que
destróis o templo e o reedificas em três dias, salva-Te a Ti mesmo. Se és Filho
de Deus, desce da cruz!».41 Igualmente, também os príncipes dos
sacerdotes com os escribas e os anciãos, insultando-O, diziam: 42
«Ele salvou outros e a Si mesmo não se pode salvar. Se é rei de Israel, desça
agora da cruz e acreditaremos n'Ele. 43 Confiou em Deus: Se Deus O
ama, que O livre agora; porque Ele disse: “Eu sou o Filho do Deus”». 44
Do mesmo modo O insultavam os ladrões que estavam crucificados com Ele.
Sobre la naturaleza del amor 1
El amor olvidado
«Engañarse
a sí mismo en el amor es lo más espantoso que puede ocurrir, constituye una
pérdida eterna, de la que no se compensa uno ni en el tiempo ni en la
eternidad»[1]. Esta
afirmación de Kierkegaard, escrita con rotundidad hace alrededor de siglo y
medio, puede servir todavía hoy para esclarecer una de las dimensiones más
significativas de la persona humana: su inclinación a amar[2].
En
efecto, basta echar un vistazo al mundo contemporáneo para advertir con nitidez
que no solo aumentan de manera preocupante la infidelidad, los fracasos
conyugales, los matrimonios mantenidos exclusivamente por la inercia…; sino que
incluso, en grandes sectores de la sociedad, parece haberse perdido el
verdadero significado, el auténtico sentido del término “amor”. En múltiples
ocasiones, lo que a nuestro alrededor se vende como amor es pura fisiología,
como en la desgraciada expresión de “hacer el amor”, o una especie de
sentimentalismo más o menos sensual y sensiblero, pero incapaz siquiera de
colmar los nobles deseos de un adolescente.
Quizás
la pérdida del significado del amor constituya uno de los problemas más
acuciantes de la civilización actual y, en buena medida, la explicación o causa
de lo que antes llamaba deslealtades, errores, etc., y de la desorientación del
hombre a la hora de conocerse a sí mismo y de regir la propia existencia.
En
semejante sentido, aunque con las ambigüedades que le son propias, se pronuncia
Erich Fromm:
Hablar del amor no es
“predicar”, por la sencilla razón de que significa hablar de la necesidad
fundamental y real de todo ser humano. Que esa necesidad haya sido oscurecida
no significa que no exista. Analizar la naturaleza del amor es descubrir su
ausencia general en el presente y criticar las condiciones sociales
[¿metafísicas?] responsables de esa ausencia. Tener fe en la posibilidad del
amor como un fenómeno social y no solo excepcional e individual, es tener una
fe racional basada en la comprensión de la naturaleza misma del hombre[3].
Por
eso, en los momentos actuales debe acentuarse la trascendental necesidad de
un buenamor para la plenitud y la felicidad de la persona, a la par
que conviene aclarar —para uno mismo y para aquellos a quienes pretendemos
ayudar— la auténtica verdad del amor, concibiéndolo de entrada
como algo recio, constante y perenne —sólido: con perfiles definidos—, que
elige y realiza el bien para las personas amadas
La
pérdida del sentido del amor constituye uno de los problemas
más graves y acuciantes de la civilización contemporânea
más graves y acuciantes de la civilización contemporânea
¿En qué consiste amar?
Hace
ya bastantes siglos, la razón natural fue capaz de descubrir, de manera
bastante certera, la naturaleza real del amor al que estoy apelando. Por
ejemplo, con términos nada complicados, Aristóteles nos dice en la Retórica que
«amar es querer el bien para otro»[4].
Esta
definición se entiende con más hondura, destacando primero, y conjugando después,
los tres elementos que la integran: 1) querer, 2) el bien, 3) para el otro.
Querer
Todos
los que alguna vez han amado, saben por experiencia que en el amor cabal se
pone en juego todo el ser. Se ama no solo con los actos más trascendentales del
espíritu, como pudieran ser la oración o la petición a Dios en favor de quien
se quiere, sino también con las nimiedades que componen la vida diaria: desde
el modo en que uno se arregla para otro o el cuidado en la disposición amable
del hogar, al que todos contribuyen, hasta las mil restantes minucias que dan
el tonohumano al amor. En definitiva, amar de veras equivale
a volcar todo lo que uno es, puede, sabe, recuerda, posee, anhela, en lo que se
equivoca o falla… en beneficio de la persona querida.
Pero
siendo esto cierto, todavía importa más caer en la cuenta de que el entero
movimiento, múltiple y variadísimo, que acabo de apuntar, es en verdad amor
cuando se encuentra pilotado o dirigido por el acto fundamental de la voluntad,
al que suele denominarse querer. Como antes insinuaba, el núcleo de
todo amor se encuentra constituido por esa firme decisión de la voluntad por la
que alguien elige y, en su caso, construye el bien de la persona querida.
Precisamente
porque en su médula se halla un acto de la voluntad que es querer, el amor poco
tiene que ver con los “me apetece”, “me gusta”, “me interesa”, “me late”… con
el que hoy se intentan justificar tantas acciones y decisiones humanas, que, en
realidad, tienden en buena medida a equiparar al hombre con los animales.
El
animal, en efecto, atiende a sus gustos, a sus apetencias, a sus “intereses”,
movido en todos los casos por las pulsiones ineludibles de sus instintos.
El
hombre, por el contrario, se alza infinitamente por encima de esos seres
inferiores, en cuanto, con independencia de lo que “le pida el cuerpo”, sabe
conjugar en primera persona, desde lo más íntimo de su espíritu, el yo
quiero (aunque no le guste, ni le apetezca, ni le interese… o aunque
sí, pero elevándose por encima de esa apetencia), si lo que se trata de
conseguir o de propagar es realmente un bien; y responder asimismo
con el no quiero, muchas veces más difícil que su versión positiva,
si lo que le gusta, le apetece o le interesa… es objetivamente un mal.
Sobre
todo en las actividades de mayor envergadura, moverse por los gustos o por los
intereses no es algo muy propio de la persona: lo hacen también los animales.
Por el contrario, amar —quererel bien para otro— es uno de los actos más
humanos, probablemente el más humano, que cualquier mujer o varón puede
realizar. Es un acto inteligente, intencional y generoso, muchas veces
esforzado, y siempre libre e integrador, capaz de poner en juego a toda la
persona de quien está amando.
En
semejante sentido debe entenderse la categórica afirmación de Marías:
Cuando niego que el amor sea
un sentimiento, lo que me parece un grave error, quizá el más difundido, no
niego la importancia enorme de los sentimientos, incluso de los amorosos, que
acompañan al amor y son algo así como el séquito de su realidad misma, que
acontece en niveles más hondos[5].
El que
ama pone en juego todo su ser
(Querer) el
bien
Es
quizás en este punto donde pueden surgir las más claras dificultades. Porque
muchas personas quieren con toda el alma el bien para su esposo o esposa, para
sus hijos o para sus amistades, pero no saben descubrir en concreto y en las
diversas circunstancias cuál es ese bien. Volveré luego sobre este asunto, sin
duda de vital importancia. Por ahora interesa subrayar que la realidad buscada
debe ser en efecto un bien real, objetivo, algo que
eleve la calidad íntima de la persona amada: algo que lo torne mejor varón o
mujer, mejor persona; y, en definitiva, algo que le lleve a amar más y mejor,
que le acerque lo más posible a su plenitud final de amor en Dios.
De
este modo, y aunque parezca encerrar una contradicción, se establece realmente
un círculo “virtuoso”, de enunciado paradójico: amar equivale,
en definitiva, a enseñar a amar. ¿Qué es lo que, por encima de
cualquier otra realidad, debe promoverse en los seres a quienes se quiere? Que
ellos, a su vez aprendan a querer, que estén más pendientes del bien de quienes
los rodean que del suyo propio, pues esta es la manera prioritaria en que se
harán más hombres, personas más cumplidas. Todo lo demás, si no culmina en
capacidad de querer resulta, al término, irrelevante, e incluso nocivo.
En
definitiva, amar es enseñar a amar (y facilitar el amor)
Para otro en cuanto
otro
La
reduplicación «en cuanto otro», tan frecuente en las disciplinas filosóficas,
encierra la clave del verdadero amor. Todas las personas a las que uno quiere
han de ser amadas por sí mismas, porque guardan en su interior
tanta grandeza o dignidad que resultan merecedoras de amor.
No
es verdadero amor el que se vive o se finge por los beneficios que esa relación
pueda reportar. A eso, querer a otro por las ventajas que de él se puedan
obtener —desde un acceso en el escalafón, hasta una prioridad a la hora de
situar en la Escuela o Facultad deseadas al propio hijo— se denomina más bien
«amiguismo» que amor o amistad. El amado ha de quererse por sí mismo. No,
siquiera, por el gozo —uno de los más sublimes que pueden experimentarse en
esta vida— que provoca el trato hondo y fecundo con él o con ella; y tampoco
porque así, amando a quienes corresponde, nos hacemos nosotros mejores.
Sin
duda, a poco que se profundice, resulta casi evidente que el modo más real de
que una persona crezca como persona —y no solo desde un punto
de vista sectorial, como profesional o como miembro de una colectividad
cualquiera— es que aprenda a amar más y mejor, que multiplique los
lazos de cariño que lo unen a otras personas, y que eleve la calidad e
intensidad de esas relaciones. Pero ni siquiera el del propio perfeccionamiento
constituye el motivo radical para amar a los otros. Al contrario, el verdadero
objetivo y la auténtica fórmula habrían de ser exactamente los opuestos: he de
luchar por ser mejor, con todas las fuerzas de mi alma, para así poder querer
más y entregar algo de mayor categoría a las personas a las que quiero o debo
querer. Es decir, sola e intencionalmente, por el bien del otro (sin
que ello implique la renuncia al propio bien… como tampoco su búsqueda: el
propio bien queda fuera de lo expresamente perseguido y/o rechazado).
¿Y
por qué existe obligación de querer a ese otro? En fin de cuentas, por una
razón definitiva: porque es una persona. Lo que, expuesto de manera
más vital, equivale a lo siguiente: porque es un amigo, al menos
potencial, de Dios; porque Dios lo ha considerado digno de Su amor
infinito. ¿Y quiénes somos nosotros para rectificar semejante
juicio?
He de
luchar por ser mejor para así poder querer más y entregar
algo de mayor categoría a las personas a las que amo
algo de mayor categoría a las personas a las que amo
Elementos definidores del
verdadero amor
Sugerí hace un
rato que, en el intento de describir teóricamente y de vivir minuto a minuto el
amor, las principales dificultades surgen ante el interrogante: ¿cuál es el
bien concreto que, en estas circunstancias también particulares, debe uno
procurar a su hijo o a su hija, a su mujer, etc.?
La
respuesta no es fácil. Por un lado, sin incurrir con esto en exageración
alguna, la solución sería: todos los bienes que esté en mi
mano procurarles. Aunque con una condición fundamental, que tal vez no sería
necesario hacer explícita: que se trate de bienes reales, objetivos,
y no solo falaces o aparentes. Pero si esto o aquello perfecciona en verdad a
la propia mujer y a los hijos, si los torna personas más cabales y completas,
¿por qué motivos no habría uno de poner todos los medios para intentar
ofrecérselos?
Ahora
bien, si enfocamos la cuestión desde este punto de vista, la enumeración se
torna casi infinita: habrían de emplearse horas y horas, y multitud de
esfuerzos, para agotar todos los beneficios (pasados, presentes y futuros) que
uno ha debido o debe otorgar a quien quiere. Por eso, resulta imprescindible
embocar una vía mucho más sintética y esencial, que resume y compendia todas
las ganancias que hay que procurar para quien se ama en estas dos:
1.
Que sea, que exista.
2.
Y que sea bueno, que logre su plenitud o perfección.
Si
aprendemos a mirarlo con cierta atención, todo lo bueno que podemos desear a
quienes amamos se resume en fin de cuentas en los dos objetivos recién
propuestos.
Amar a
alguien es querer que sea, que exista, y que sea bueno y,
por consiguiente, feliz
por consiguiente, feliz
(cont.)
______________________________
Notas:
[1]
KIERKEGAARD, Søren: Las obras del amor: Meditaciones cristianas en
forma de discursos. Tradujo Demetrio G. Rivero sobre el original
danés Kjerlighedens Gjerninger (1847). Victoria Alonso revisó
y actualizó la traducción. 2a. ed. Salamanca, Ediciones Sígueme, 2006, pp.
21-22.
[2] He
tratado este tema con más amplitud, en MELENDO, Tomás: Ocho lecciones
sobre el amor humano. Madrid: Rialp, 4ª ed., 2002; y en El
verdadero rostro del amor. Pamplona: Ediciones internacionales universitarias, 2006.
[3] FROMM, Erich: The
art of loving. London: George Allen & Unwin, 1984 [1st ed. 1957], p.
109; tr. cast.: El arte de amar. Barcelona:
Paidós Studio, 11ª ed., 1990, p. 128.
[4]
ARISTÓTELES: Retórica 2, 4 80 b.
[5]
MARÍAS, Julián: La educación sentimental. Madrid: Alianza
Editorial, 1992, p. 26.
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