LA SANTIFICACION DEL TRABAJO
EL TRABAJO, UN
TEMA RECUPERADO POR LA TEOLOGIA ESPIRITUAL
Capítulo II
EL OPUS DEI Y LA
VALORACIÓN DEL TRABAJO
En suma, cuando
el Fundador del Opus Dei habla del trabajo para señalar sus perspectivas
sobrenaturales, se refiere siempre al „trabajo profesional, con todo lo que
trae consigo de deberes de estado, de obligaciones y de relaciones sociales“ [1]. De ahí que,
con gran frecuencia, no emplee solo la palabra trabajo, sino que la acompañe de
algún calificativo que precisa su pensamiento. Habla así de „trabajo
profesional“, de „trabajo ordinario“, „trabajo en medio del mundo“, etc. Y por
trabajo profesional entiende el trabajo visto como forma estable de vida, como
aquello que nos procura el sustento, como prolongación de la propia
personalidad y concreción de las ilusiones y aptitudes de cada uno, como modo
de realizar la solidaridad que une entre sí a los hombres, como entronque con
la sociedad temporal, como actividad cuyas características son dictadas por las
estructuras humanas. En una palabra, la vocación humana -el conjunto de
circunstancias que rodea la existencia y, con ellas, el carácter, la profesión,
las aspiraciones nobles, y todo lo que contribuye a configurar el quehacer de
cada persona30[2]-
es, en el espíritu del Opus Dei, asumida como parte de la vocación divina: „La
vocación profesional es no sólo una parte, sino una parte principal de nuestra
vocación sobrenatural“ [3].
Precisamente por
eso será condición indispensable para pertenecer al Opus Dei, trabajar, tener
una profesión que cualifique a la persona en la sociedad. El Opus Dei -declara
su Fundador- exige que sus miembros trabajen, „que tengan una profesión u
oficio determinado -munus publicum-,
bien conocido por todos, porque el trabajo es para los miembros de la Obra
medio de santificación y de apostolado“ [4]. No importa qué
trabajo sea [5];pero debe haber
trabajo, y trabajo estable, ya que, si faltara el trabajo, cualquier tipo de
trabajo honrado, faltaría la misma materia que ha de ser santificada: „A
cualquiera que excluya un trabajo humano honesto, importante o humilde,
afirmando que no puede ser santificador y santificante, podéis decirle con
seguridad -son de nuevo palabras del Beato Josemaría- que Dios no le ha llamado
a su Obra“ [6].
Dando un paso
más en este rápido intento de caracterización, resulta oportuno señalar que las
exhortaciones y orientaciones del Fundador del Opus Dei sobre el valor del
trabajo profesional a las que acabamos de referirnos se encuentran
fundamentadas, en algunos de los textos ya mencionados y en otros que citaremos
a continuación, en una honda consideración del plan divino sobre la Creación y
la Salvación. „Hemos de amar el mundo -exclamaba en una homilía de 1967-, el
trabajo, las realidades humanas. Porque el mundo es bueno; fue el pecado de
Adán el que rompió la divina armonía de lo creado, pero Dios Padre ha enviado a
su Hijo unigénito para que restableciera esa paz. Para que nosotros, hechos
hijos de adopción, pudiéramos liberar a la creación del desorden, reconciliar
todas las cosas con Dios“ [7]. Y más
extensamente, en otra homilía de tres años después: „Cristo, Nuestro Señor,
sigue empeñado en esta siembra de salvación de los hombres y de la creación
entera, de este mundo nuestro, que es bueno, porque salió bueno de las manos de
Dios. Fue la ofensa de Adán, el pecado de la soberbia humana, el que rompió la
armonía divina de lo creado. Pero Dios Padre, cuando llegó la plenitud de los
tiempos, envió a su Hijo Unigénito, que -por obra del Espíritu Santo- tomó
carne en María siempre Virgen, para restablecer la paz, para que, redimiendo al
hombre del pecado, adoptionem filiorum
reciperemus (Ga 4,5), fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de
participar en la intimidad divina: para que así fuera concedido a este hombre nuevo,
a esta nueva rama de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar el universo
entero del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1,9-10),
que las ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1,20)“ [8].
Nos encontramos,
como resulta patente, muy lejos de una consideración meramente ascética
(remedio contra el ocio) o simplemente moral (deber de estado) del trabajo. En
la predicación del Beato Josemaría, el trabajo es contemplado teniendo como
trasfondo la obra de la creación y entroncándolo con la redención operada por
Cristo. De ahí que se revele como realidad santificable y santificadora. Más
aún, como anticipación y esbozo de la consumación escatológica, ya que gracias
a él puede restablecerse -aunque sea solo de la manera parcial que nos es accesible
durante el tiempo presente- esa armonía de la creación de la que disfrutaremos
con plenitud al terminar la historia, cuando avengan esos nuevos cielos y esa
nueva tierra de que habla el Apocalipsis [9].
APUNTES PARA UN ANÁLISIS DE LA ACTITUD ANTE EL
TRABAJO EN LA HISTORIA DE LA ESPIRITUALIDAD
Las perspectivas
dogmáticas a las que se acaba de hacer referencia son hondamente evangélicas y,
desde un punto de vista especulativo, han sido ampliamente comentadas y
glosadas por la teología cristiana, ya desde la época de los Padres de la
Iglesia, también poniendo de relieve sus implicaciones existenciales. No podía
ser de otra manera, ya que a esas implicaciones -o, al menos, a algunas de
ellas- se refiere explícitamente San Pablo, cuando declara que todo intento de
distinción radical entre seres humanos resulta trascendido por el don supremo
de la gracia -“ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni
mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús“ [10]-, de modo que
en todo estado y situación pueden el hombre y la mujer acceder a Dios y llegar
a la plena comunión con Él [11].
Estamos ante un
dato primario, de cuya recepción dan fe tanto la praxis de las primeras
comunidades cristianas, integradas por personas de las más diversas condiciones
y oficios, como la teología de los primeros siglos que, enfrentándose con el
gnosticismo, cortó decididamente con toda tendencia a distinguir entre
categorías de cristianos según sus cualidades psíquicas o intelectuales. Se da
el hecho, sin embargo, de que ese conjunto de afirmaciones dogmáticas y de
actitudes existenciales se vivió y transmitió sin provocar una consideración
temática y detenida respecto al trabajo y, por tanto, sin dar vida a una
reflexión teológico-espiritual que evidenciara el valor santificable y
santificador de esa realidad humana.
Ese hecho
suscita la pregunta que ya formulábamos en páginas anteriores: ¿qué
condicionamientos históricos, qué factores explican la ausencia de esa
consideración? Como antes señalamos, una respuesta acabada a ese interrogante
no es fácilmente alcanzable, no solo por la complejidad del tema, sino también
por la limitación de la bibliografía al respecto. La realidad es, en efecto,
que si bien el trabajo ha dado origen a numerosos estudio s
históricos, sociológicos, filosóficos y teológicos, algunos de los cuales
prestan atención también a las perspectivas espirituales, faltan, no obstante,
obras que intenten dar una visión de conjurito acerca de cómo, a lo largo de la
historia, se han entendido y vivido las relaciones entre espiritualidad y
trabajo.
Con todos los
límites con que puede formularse un juicio de este tipo, nos parece que, sin
olvidar otros factores -no en último lugar la configuración de la sociedad
antigua y el papel que en ella se adjudicaba al trabajo-, cabe atribuir una
importancia decisiva a la orientación que tomó la teología espiritual a partir
del monaquismo. Y ello por diversas razones. De una parte, porque desde esa
fecha la atención teológico-espiritual se centró en cuestiones ascético-místicas
de otro tipo. De otra, porque al privilegiar la consideración del trabajo ante
todo como medio ascético, como ejercicio manual que mantiene despierto el
ánimo, la reflexión, en la medida en que la hubo, quedó encerrada dentro de
unos límites muy estrechos que impedían alcanzar resultados satisfactorios. Una
consideración teológica integral del trabajo reclama, en efecto, partir de una
visión completa del mismo y, por tanto, referirse no solo al trabajo manual,
sino a la división de funciones que implica la estructuración social, a la
razón de ser y al valor de las diversas profesiones, a la pregunta acerca del
sentido del acontecer social y, en último término, de la historia, etc.
La cuestión a la
que aludimos, y los procesos históricos a través de los que se despliega, están
dotados, sin duda alguna, de múltiples matices. No se puede olvidar, de una
parte, que, a partir del monaquismo primitivo, el estado religioso que de él
deriva ha experimentado una amplia evolución, enriqueciéndose con nuevas y sucesivas
aportaciones, distintas en muchos aspectos del monaquismo original. Ni, de
otra, que a lo largo de los siglos ha habido momentos en los cuales el tema del
trabajo ha aflorado a nivel especulativo y desde diversas perspectivas, pero de
modos y por caminos que no llegaron nunca a desembocar en una valoración
propiamente espiritual del acto de trabajar y de cuánto implica. La realidad es
que la percepción del valor cristiano, santificable y santificador del trabajo,
está relacionada con la advertencia de la especificidad de la vocación laical
y, en términos más amplios, con la superación del marco conceptual que tendía a
vincular perfección cristiana con estado de perfección [12].
El proceso al
que acabamos de referirnos es interesante y plagado de avatares, por lo que
merece la pena observarlo con cierto detalle. Considerémoslo, pues, aunque sea
brevemente y con la limitación que implica el hecho, ya aludido, de
encontrarnos ante una temática todavía necesitada de estudio .
De acuerdo con
la clave o hipótesis hermenéutica arriba apuntada, iniciemos el análisis
partiendo del ideal monástico, y recordando que ese ideal tiene su punto
central de referencia en la búsqueda personal de la perfeccion evangélica: la
perspectiva de un apostolado directo, de una cura de almas, no fue considerada
expresamente, al menos en los textos más primitivos. Se ha podido así comentar,
por ejemplo, que en la Regla de San
Benito no hay ninguna alusión a actividades apostólicas del monje fuera del
monasterio, y señalar que, después de exponer en el capítulo IV las normas de
vida que inspiran el ideal monástico, San Benito concluye tajantemente: „la
oficina donde hemos de practicar con diligencia todas estas cosas es el recinto
del monasterio“ [13].
Sería no
entender lo que el monaquismo es en su origen y lo que ha supuesto en la
historia de la Iglesia, pretender deducir de ahí que la dimensión apostólica y
misionera está ausente de la espiritualidad monástica primitiva: está de hecho
presente no solo desde un punto de vista teológico -la virtud de la caridad
aúna el amor de Dios y el amor a los hombres-, sino desde un punto de vista
sociológico. Solo que, en un principio, no son tanto el monje como persona
individual, sino la condición monástica en cuanto tal y el monasterio quienes hacen
apostolado. Las narraciones de la vida heroica de los monjes, la misma imagen
de los monasterios, construidos tantas veces en las cumbres de colinas y
montañas o en las cercanías de ciudades y villas, fueron, siempre, focos de
irradiación espiritual que influyeron en todo el contorno y animaron a los
hombres a ser más sinceros en su cristianismo.
La situación a
la que acabamos de aludir varió, sin embargo, con la historia, ya que
monaquismo y cura de almas empezaron a estar más íntimamente relacionados. Ya
desde un inicio, tanto en Oriente como en Occidente, fue común el caso de
monjes elevados a la dignidad episcopal, y la acción apostólica de monjes como
Agustín de Canterbury, Bonifacio, Cirilo y Metodio, etc., contribuyó
poderosamente a atraer nuevos pueblos hacia la fe. En esa línea, la fecha del 2
de julio de 1096 representa un hito legislativo importante: el Concilio de
Nimes, reunido por Urbano II, que deseaba encontrar en los monjes un apoyo en
su tarea reformadora, proclamó de forma expresa y solemne que los monjes podían
dedicarse al ministerio pastoral, puesto que están plenamente capacitados para
ello [14].
Una centuria más
tarde, las órdenes mendicantes -franciscanos y dominicos-, continuando y
ampliando la experiencia de los canónigos regulares, dieron lugar a
planteamientos más radicalmente innovadores. Una concepción de la vida
religiosa en la que la estabilidad local pasaba a segundo término, junto con la
constitución de una jerarquía unitaria, hizo posible una figura nueva: la del
fraile, cuya actividad principal -y no ya la excepción, como en los monjes- es
la predicación, yendo de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo.
En el siglo XVI
se produjeron dos hechos que tuvieron una gran repercusión en la vida
cristiana: la ruptura de la unidad religiosa con la escisión luterana, y la
clara percepción, a la luz de los descubrimientos geográficos, de la existencia
de pueblos a los que aún no había llegado la palabra de Cristo. Todo esto
influyó en la aparición de los clérigos regulares: teatinos, somascos,
barnabitas, jesuitas. Las nuevas religiones supusieron un ulterior paso en la
proclamación de una vida o estado de perfección que implicaba el sacerdocio, y
una organización más ágil y flexible del apostolado: régimen centralizado,
abandono del hábito monacal y del coro, etc. Se aspiraba, en resumen, a
impulsar la predicación estando más cerca, más en medio, de ese pueblo
cristiano al que se deseaba servir, o de esos pueblos de infieles a los que se
quería atraer hacia la fe. En siglos posteriores -especialmente a partir de la
segunda mitad del XVIII- tuvo lugar un multiplicarse de congregaciones
religiosas, tanto de hombres como de mujeres, nacidas todas del deseo de
permitir un apostolado cada vez más amplio y más adaptado a las necesidades del
momento. Son, al mismo tiempo, cada vez más las religiones que tienen por fin
no la predicación, sino obras de caridad, beneficencia o enseñanza, en
cualquiera de sus variadas manifestaciones.
Una realidad
única está en el fondo de todo este desarrollo: la afirmación cada vez más neta
de la existencia de un nexo entre la vida de perfección y las tareas
apostólicas, en cualquiera de sus formas. Todo ello es muy importante, y
enormemente significativo desde muchos puntos de vista, pero -y esto es lo que,
desde la óptica que ahora nos ocupa, conviene resaltar- no representó de por sí
un acercamiento a la afirmación del valor del trabajo profesional ni a la
proclamación de la substantividad propia de la vocación laical o secular; más
aún, cabe señalar que, en algún punto, supuso incluso un mayor distanciamiento
con respecto a esas perspectivas. La misma estructura social de estos siglos
-feudal primero y estamental después-, en la que los individuos son
considerados con frecuencia no en cuanto tales, sino como miembros o
componentes de uno de los estamentos de la estructura social, dificultaba una
percepción del valor santificador del trabajo que cada persona concreta lleva a
cabo [15]. Pero, a
nuestro parecer, lo dificultó sobre todo una implicación, inconsciente pero
real, del desarrollo que acabamos de resumir.
A nuestro
juicio, el tránsito histórico que se produjo fue el siguiente. La
espiritualidad monástica hablaba del trabajo manual realizado en el claustro,
una tarea, pues, que, aunque estuviera vivida con un espíritu diverso, tenía
semejanza material con la que se realiza en el mundo: quedaba así abierta la
posibilidad de que se planteara el problema de la santificación de ese trabajo
en el mundo [16].
Con la evolución
posterior, el mismo trabajo manual dejó de ser objeto de atención y las tareas
eclesiásticas pasaron a ser consideradas como las únicas realmente
santificadoras. De esa forma, el camino hacia un reconocimiento del valor
santificador del trabajo profesional quedaba ulteriormente dificultado; y de hecho
permaneció cerrado largo tiempo.
José Luis Illanes
(cont
[2] 30 Cfr. A. DEL PORTILLO, Monseñor Escrivá de Balaguer, instrumento de Dios, cit., p. 48. Ver
también, del mismo autor, y para una determinación del concepto de trabajo
profesional, Les professions, en „La Vie Spirituelle. Supplément”, 51
(1959) 440-449.
[5] 33 „Vais -decía en una de sus Instrucciones más
antiguas- a hacer vuestro apostolado desde los cargos más modestos hasta los
más importantes de la sociedad (Instrucción
1-IV-1934, n. 24), esbozando un criterio que luego reiteró ampliamente: la
posibilidad de encontrar a Cristo y servir a los demás hombres en y desde todas
las nobles tareas y profesiones humanas. Ver, entre otros muchos textos, Conversaciones, nn. 18, 26, 40, 49 y 56,
donde se reafirma a la vez que el impulso a vivir cristianamente la propia
profesión constituye el único objetivo de la actividad del Opus Dei, ya que
„los fines del Opus Dei son exclusivamente espirituales. A todos sus miembros,
tanto si ejercen una especial influencia social como si no, les pide solo que
luchen por vivir una vida plenamente cristiana“ (Conversaciones, n. 49).
[12] 40 No deja de ser significativo que ambas temáticas
-reflexión sobre el trabajo y reflexión sobre la condición laical- tiendan a
aflorar contemporáneamente. Así ocurre, de forma muy clara, en la literatura
teológica de mediados del siglo XX. Y así ocurrió también en otros momentos
históricos; es frecuente, en efecto, que los escritores antiguos que dedican
una mayor atención al tema del trabajo -valga el ejemplo de San Juan
Crisóstomo- estén también especialmente preocupados por la vida del cristiano
corriente en su globalidad y se esfuercen por evitar que se identifique vida
cristiana radical con vida monástica, produciendo así la impresión de que el
cristiano medio no está llamado a vivir con plenitud el Evangelio. Sobre la
doctrina del Crisóstomo acerca del trabajo, el mejor estudio sigue siendo el de
L. DALOZ, La travail selon saint Jean
Crysostome, París 1939.
[13] 41 Regla,
4, 78 (ed. Hanslik, p. 35; versión castellana, ed. cit., pp. 382-383). Para un
comentario sobre este punto, ver GARCÍA M. COLOMBAS, La tradición benedictina, t. 2, Zamora 1990, pp. 82-87 y 94-99.
[15] 43 Cabe señalar que la sociedad tenía en esa época
una estructura eminentemente jerárquica, basada en la herencia, de tal modo que
el acceso a unos u otros oficios y más aún a las funciones rectoras dependía
primariamente no tanto de la competencia personal, sino de la pertenencia a
unas u otras familias. De ahí, en algunos sectores, una actitud que llevaba a
considerar el trabajo como un deshonor o al menos como algo propio de estamentos
menos nobles. Desde esta perspectiva, cabe pensar -aunque sin dar a esta
observación valor de axioma- que el mensaje sobre la santificación del trabajo
resulta más fácilmente inteligible en una época como la contemporánea, en la
que el principal elemento de diversificación y estructuración social es la
competencia profesional de cada individuo.
[16] 44 Ciertamente, era necesario para ello dar un paso
que ninguno de los autores anteriores a la época que comentamos había intentado
y, tal vez, ni siquiera intuido. Y dar un paso grande, también desde una
perspectiva dogmático-especulativa, lo que explica, al menos en parte, la
evolución posterior. Aun sin compartirlas del todo, cabe evocar en este
contexto las observaciones de Congar sobre el ideal monástico como signo de la
sustitución de la actitud escatológica propia de la primera comunidad cristiana
(tendencia de toda la Iglesia hacia una santidad que se propone como fin o
meta), por otra actitud de cuño platónico para la cual es esencial distinguir entre
los perfectos y los imperfectos o menos perfectos (Y. M. CONGAR, Vocabulaire et histoire du laicat, en
AAVV., Les laics et la mission de
l’Église, París 1962, pp. 13-17). Otros autores (como, por ejemplo, I.
HAUSER, Vocation chrétienne et vocation monastique
selon les Péres, en AA.VV, Laics et
vie chrétienne parfaite, Roma 1963, pp. 33-116), ofrecen datos que llevan a
matizar esas observaciones, aunque no deja de haber en ellas algo de cierto.
Por lo demás, el punto clave no está ahí, a nuestro juicio, sino más bien en la
profundización en las perspectivas dogmáticas sobre la relación entre creación
y redención evocadas al final del apartado anterior.
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