LA FE
EXPLICADA
CAPÍTULO VI
EL PECADO ACTUAL
Sabemos que para que algo sea pecado mortal necesita tres condiciones. Si
faltara cualquiera de las tres, no habría pecado mortal.
En primer lugar y antes que nada, la materia debe ser grave, sea en
pensamiento, palabra u obra. No es pecado mortal decir una mentira infantil, sí
lo es dañar la reputación ajena con una mentira. No es pecado mortal robar una
manzana o un duro, sí lo es robar una cantidad apreciable o pegar fuego a una
casa.
En segundo lugar, debo saber que lo que hago está mal, muy mal. No puedo
pecar por ignorancia. Si no sé que es pecado mortal participar en el culto
protestante, para mí no sería pecado ir con un amigo a su capilla. Si he
olvidado que hoy es día de abstinencia y como carne, para mí no habría pecado.
Esto presupone, claro está, que esta ignorancia no sea por culpa mía. Si no
quiero saber algo por miedo a que estropee mis planes, sería culpable de ese
pecado.
Finalmente, no puedo cometer un pecado mortal a no ser que libremente
decida esa acción u omisión contra la Voluntad de Dios. Si, por ejemplo,
alguien más fuerte que yo me fuerza a lanzar una piedra contra un escaparate,
no me ha hecho cometer un pecado mortal. Tampoco puedo pecar mortalmente por
accidente, como cuando inintencionadamente choco con alguien y se cae
fracturándose el cráneo. Ni puedo pecar durmiendo, por malvados que aparezcan
mis sueños.
Es importante que tengamos ideas claras sobre esto, y es importante que
nuestros hijos las entiendan en medida adecuada a su capacidad. El pecado
mortal, la completa separación de Dios, es demasiado horrible para tomarlo a la
ligera, para utilizarlo como arma en la educación de los niños, para ponerlo a
la altura de la irreflexión o travesuras infantiles.
¿Cuáles son las raíces del pecado? Es fácil decir que tal o cual acción es
pecaminosa. No lo es tanto decir que tal o cual persona ha pecado. Si uno
olvida, por ejemplo, que hoy es fiesta de precepto y no va a Misa, su pecado es
sólo externo. Internamente no hay intención de obrar mal. En este caso decimos
que ha cometido un pecado material, pero no un pecado formal. Hay una obra mala,
pero no mala intención. Sería superfluo e inútil mencionarlo en la confesión.
Pero también es verdad lo contrario. Una persona puede cometer un pecado
interior sin realizar un acto pecaminoso. Usando el mismo ejemplo, si alguien
piensa que hoy es día de precepto y voluntariamente decide no ir a Misa sin
razón suficiente, es culpable del pecado de omisión de esa Misa, aunque esté
equivocado y no sea día de obligación en absoluto. O, para dar otro ejemplo, si
un hombre roba una gran cantidad de dinero y después se da cuenta que robó su
propio dinero, interiormente ha cometido un pecado de robo, aunque realmente no
haya robado. En ambos casos decimos que no ha habido pecado material, pero sí
formal. Y, por supuesto, estos dos pecados tendrán que confesarse.
Vemos, pues, que es la intención en la mente y voluntad de una persona lo
que determina, finalmente, la malicia de un pecado. Hay pecado cuando la
intención quiere algo contra lo que Dios quiere.
Por esta razón, soy culpable de pecado en el momento en que decido
cometerlo, aunque no tenga oportunidad de ponerlo por obra o aunque cambie
después de opinión. Si decido mentir sobre un asunto cuando me pregunten, y a
nadie se le ocurre hacerlo, sigo siendo culpable de una mentira por causa de mi
mala intención. Si decido robar unas herramientas del taller en que trabajo,
pero me despiden antes de poder hacerlo, interiormente ya cometí el robo aunque
no se presentara la oportunidad de realizarlo, y soy culpable de él. Estos pecados
serían reales y, si la materia fuera grave, tendría que confesarlos.
Incluso un cambio de decisión no puede borrar el pecado. Si un hombre
decide hoy que mañana irá a fornicar, y mañana cambia de idea, seguirá teniendo
sobre su conciencia el pecado de ayer. La buena decisión de hoy no puede borrar
el mal propósito de ayer. Es evidente que aquí hablamos de una persona cuya
voluntad hubiera tomado definitivamente esa decisión. No nos referimos a la
persona en grave tentación, luchando consigo misma quizás horas, incluso días.
Si esa persona alcanza, al fin, la victoria sobre sí misma y da un «no» decidido
a la tentación, no ha cometido pecado.
Al contrario, esa persona ha mostrado gran virtud y adquirido gran mérito
ante Dios. No hay por qué sentirse culpable aunque la tentación haya sido
violenta o persistente; cualquiera sería bueno si fuera tan fácil. Eso no
tendría mérito. No. La persona de quien hablábamos antes es la que resuelve
cometer un pecado, pero la falta de ocasión o el cambio de mente le impiden
ponerlo por obra.
Esto no quiere decir que el acto externo no importe. Sería un gran error
inferir que, ya que uno ha tomado la decisión, da igual llevarla a la práctica.
Muy al contrario, poner por obra la mala intención y realizar el acto, añade
gravedad al pecado, intensifica su malicia. Y esto es especialmente así cuando
ese pecado externo daña a un tercero, como en un robo; o causa de que otro
peque, como en las relaciones impuras.
Y ya que estamos en el tema de la «intención», vale la pena mencionar que
no podemos hacer buena o indiferente una acción mala con una buena intención.
Si robo a un rico para darle a un pobre, sigue siendo un robo, y aún es pecado.
Si digo una mentira para sacar a un amigo de apuros, sigue siendo una mentira,
y yo peco. Si unos padres utilizan anticonceptivos para que los hijos que ya
tienen dispongan de más medios, la pecaminosidad del acto se mantiene. En resumen,
un buen fin nunca justifica malos medios. No podemos forzar y retorcer la
voluntad de Dios para hacerla coincidir con la nuestra.
Lo mismo que el pecado consiste en oponer nuestra voluntad a la de Dios, la
virtud no es más que el sincero esfuerzo por identificar nuestra voluntad con
la suya. Resulta arduo solamente si confiamos en nuestras propias fuerzas en
vez de en la gracia de Dios. Un viejo axioma teológico lo expresa diciendo: «al
que hace lo que puede, la gracia de Dios no le falta».
Si hacemos «lo que podemos» -rezando cada día regularmente, confesando y
comulgando frecuentemente; considerando a menudo la grandeza del hecho que el mismo
Dios habite en nuestra alma en gracia, ¡qué gozo es saber que, sea cual sea el
momento en que nos llame, estamos preparados para contemplarle por toda la
eternidad! j (aunque venga previamente el purgatorio); ocupándonos en un trabajo
útil y unas diversiones cabales, evitando las personas y lugares que puedan
poner a prueba nuestra humana debilidad-, entonces no cabe duda de nuestra
victoria.
Es también muy útil conocer nuestras debilidades. Tú, ¿te conoces bien? O,
para ponerlo de forma negativa, ¿sabes cuál es tu defecto dominante? Puede que
tengas muchos defectos; la mayoría los tenemos. Pero ten por cierto que hay uno
que es más destacado que los demás y es tu mayor obstáculo para tu crecimiento
espiritual. Los autores espirituales describen ese defecto como «la pasión
dominante».
Antes que nada, conviene aclarar la diferencia entre un defecto y un
pecado. Un defecto es lo que podríamos llamar «el punto flaco» que nos hace
fácil cometer ciertos pecados, y más difícil practicar ciertas virtudes. Un
defecto es (hasta que lo eliminamos) una debilidad de nuestro carácter, más o
menos permanente, mientras que el pecado es algo eventual, un hecho aislado que
deriva de nuestro defecto. Si comparamos el pecado a una planta nociva, el
defecto sería la raíz que lo sustenta.
Todos sabemos que, al cultivar un jardín, da poco resultado cortar esas
plantas a ras del suelo. Si no se quitan las raíces, crecerán una y otra vez.
Igualmente ocurre en nuestra vida con ciertos pecados: seguirán dándose
continuamente si no arrancamos las raíces, ese defecto del que brotan.
Los teólogos dan una lista de siete defectos o debilidades principales;
casi todo pecado actual se basa en uno u otro de ellos. Estas siete debilidades
humanas se llaman, ordinariamente, «las siete pecados capitales». La palabra
«capital» en este contexto significa relevante o más frecuente, no que
necesariamente sean los mayores o peores.
¿Cuáles son estos siete vicios dominantes de la naturaleza humana? El
primero es la soberbia, que podría definirse como la búsqueda desordenada del
propio honor y excelencia. Sería demasiado larga la lista de todos los pecados
que se originan en la soberbia: la ambición excesiva, jactancia de nuestras
fuerzas espirituales, vanidad, orgullo, he aquí unos pocos. O, para usar
expresiones contemporáneas, la soberbia es causa de esa actitud llena de amor
propio que nos lleva a «mantener el nivel, para que no digan los vecinos», a la
ostentación, a la ambición de escalar puestos y figurar socialmente, «a estar
en el candelero», y otros de parecido jaez.
Leo G. Terese
(Cont)
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