Lo que en la Constitución se
afirma y se reconoce es un Estado aconfesional que respeta y promueve el
derecho inalienable a la libertad religiosa, pero no un Estado confesionalmente
laico, que cercena dicho derecho, cuando lo religioso lo reduce al templo, al
culto o las sacristías, es decir a la esfera de lo privado y de lo íntimo.
Menudea mucho últimamente, en
el discurso político y social, la apelación al apelativo «laico» para referirse
a algunas realidades. Con mucha frecuencia se habla de una sociedad laica, de
un Estado laico, de la escuela laica. Se hacen grandes y solemnes proclamas y
juicios en este sentido. Se constituyen plataformas con este adjetivo referidas
a entidades sociales. Muchos son muy celosos en la defensa de este
calificativo. Bien entendido este calificativo y justamente aplicado, no soy yo
menos celoso de él que lo puedan ser sus defensores a ultranza, ni lo es menos
tampoco la Iglesia, que en la entraña de su fe está el reconocimiento de la
autonomía del mundo: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra». «Dad a Dios
lo que es Dios, y al César lo que es del César». «Mi Reino no es de este
mundo».
Pero la verdad es que me
preocupa el sentido que se da a este adjetivo: en buena parte de los casos con
una fuerte carga ideológica, y con no poca confusión. Creo que se está
generando una gran confusión que es preciso disipar, porque con ella se está
caminando por un terreno resbaladizo en el que, con intención o sin ella, se
está poniendo en tela de juicio nada menos que uno de los derechos
fundamentales: el de la libertad religiosa, que está en la base de una sociedad
democrática, porque no es un derecho más entre los derechos, sino el más
fundamental, piedra angular en el edificio de los derechos humanos. Se refiere
a lo más íntimo del hombre, su conciencia.
Viene bien recordar a propósito
del tema que nos ocupa las palabras del Papa San Juan Pablo II al cuerpo
diplomático. Las reproduzco en toda su extensión porque son ciertamente muy
clarificadoras: «En los últimos tiempos, somos testigos, en ciertos países de
Europa, de una actitud que podría poner en peligro el respeto efectivo de la
libertad de religión. Si bien todo el mundo está de acuerdo en respetar el
sentimiento religioso de los individuos, no se puede decir lo mismo del hecho
religioso, es decir, la dimensión social de las religiones, al olvidar los
compromisos asumidos en el marco de lo que entonces se llamaba Conferencia
sobre la Cooperación y Seguridad en Europa. Con frecuencia se invoca el
principio de laicidad, en sí mismo legítimo, si es comprendido como la
distinción entre la comunidad política y las religiones. Pero ¡distinción no
quiere decir ignorancia! ¡La laicidad no es laicismo! No es otra cosa que el
respeto de todas las creencias por parte del Estado, que asegura el libre
ejercicio de las actividades de culto, espirituales, culturales y caritativas y
sociales de las comunidades de los creyentes. En una sociedad pluralista, la
laicidad es un lugar de comunicación entre las diferentes tradiciones
espirituales y la nación. Las relaciones Iglesia-Estado pueden y deben dar
lugar al diálogo respetuoso, que transmita experiencias y valores fecundos para
el porvenir de una nación. Un sano diálogo entre el Estado y las Iglesias, que
no son rivales, sino socios puede sin duda favorecer el desarrollo integral de
la persona y de la sociedad».
La dificultad de aceptar el
hecho religioso en el espacio público se manifestó, por ejemplo, de modo muy
emblemático con ocasión del debate sobre las raíces cristianas de Europa, de
hace unos años, o en el olvido de estas raíces al considerar el papel de la
Iglesia en España. Entre nosotros se está viendo esta dificultad en el debate
continuo respecto a la enseñanza de la religión en la escuela estatal, o a la
escuela de iniciativa social católica, o en el modo de juzgar actuaciones de
los obispos por parte de personas públicas o de grupos, por ejemplo, cuando los
obispos se pronuncian sobre materias morales o que tienen que ver con la
presencia de los cristianos en la sociedad y con las realidades temporales,
pero que tienen una connotación moral. Es legítimo, ciertamente, juzgar si se
hace con verdad y justicia; pero es abusivo, cuando menos, pretender que la
Iglesia o los que la integran callen sus creencias o sus enfoques morales
propios ante realidades humanas o sociales que piden iluminación y orientación
en fidelidad a lo que ella es, o descalificar –sin argumentar incluso– tales
creencias y criterios morales sencillamente porque molestan o no se está de
acuerdo con ellas, o no son «modernas».
Llama la atención la batería de
ataques y descalificaciones últimas en este orden de cosas. Estado laico,
sociedad laica, quiere decir Estado, sociedad, aconfesional, que garantiza el
derecho a la libertad religiosa a personas e instituciones, precisamente para
que quepan las distintas confesiones, religiosas o agnósticas, ateas..., pero
no para que se establezca o imponga una nueva confesionalidad, un pensamiento
único: el laicista.
La Iglesia católica, en concreto,
en sus relaciones con los poderes públicos, o con la sociedad, no pide volver a
formas de Estado confesional. Sólo pide respeto a la libertad religiosa y
demanda la aconfesionalidad del Estado con todas sus consecuencias y
exigencias, sin ningún otro confesionalismo ideológico, y por eso, al mismo
tiempo, deplora todo tipo de laicismo ideológico o separación hostil y
excluyente entre las instituciones civiles y las confesiones religiosas. Este
es uno de los puntos nucleares que están en juego en la definición y
construcción de la nueva Europa, también de España. Es bueno volver a la
Constitución Española, y tenerla muy presente: lo que en ella se afirma y se
reconoce es un Estado aconfesional que respeta y promueve el derecho
inalienable a la libertad religiosa, pero no un Estado confesionalmente laico,
que cercena dicho derecho, cuando lo religioso lo reduce al templo, al culto o
las sacristías, es decir a la esfera de lo privado y de lo íntimo. El laicismo
de Estado cercenando este derecho debilitaría la democracia y la convertiría
incluso, más tarde o más temprano, en una tiranía.
CARDENAL ANTONIO CAÑIZARES,
Artículo publicado en La Razón el 14 de marzo de 2017.
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