Reculando valientemente, los católicos blandujos
fueron evitando todas las batallas que surgían en su retirada, fueron cediendo
terreno para coger mayor impulso.
Un amable lector me reprochaba el otro día que, como
cito mucho a Chesterton, no se acaba de saber lo que yo pienso. Para que se me
note más lo que pienso, voy a dejar de citar a Chesterton y empezar a citar a
Léon Bloy, un escritor místico y panfletario que murió hace exactamente un
siglo, aunque por supuesto nadie lo recordará en su centenario. En vida, Bloy
no hizo sino concitar con sus ladridos el odio de ateos furibundos y católicos
moderaditos; y, un siglo después, la lectura de Bloy sigue siendo una revulsiva
(o repulsiva, según para quién) piedra de toque.
En un pasaje especialmente clarividente de su
Exégesis de los lugares comunes, Bloy se burlaba de la actitud de los católicos
moderaditos, que para combatir el ambiente de su época (o tal vez para
preservar su posición burguesa) habían adoptado una actitud consistente en
recular para coger impulso. «Se recula valientemente –escribía Bloy, con su
característico y corrosivo sarcasmo–, abandonando al enemigo todo aquello que
quiera tomar; incluso, si es preciso, cuando vemos flaquear su línea de
combate, se le envían generosamente armas, municiones y desertores». Así,
reculando valientemente, los católicos blandujos fueron evitando todas las
batallas que surgían en su retirada, fueron cediendo terreno para coger mayor
impulso. A fin de cuentas, como señala también Bloy, «siempre queda el recurso
de capitular honrosamente y saltar desde lo alto de las murallas al límpido y
tranquilo río de la conciencia, tras una abundante cosecha de patadas en el trasero».
Así, poniendo el culo para que se lo patearan, los
católicos abandonaron la política, confiando en que existía una sociedad
cristiana (¡oh, el nunca bien ponderado “catolicismo sociológico”!) que se
encargaría de llevar la contraria a sus gobernantes. Pero resulta que las leyes
promulgadas por esos gobernantes, que en principio parecían aberrantes,
lograron moldear la sociedad. Entonces los católicos blandujos decidieron
recular un poquito más, para refugiarse en el ámbito de la familia, desde donde
podrían tomar un impulso todavía mayor; pero descubrieron que la imagen idílica
de la familia (¡oh, nostalgia de aquella carpintería de Nazaret!) en nada se
parecía al campo de Agramante en que los hijos se revolvían contra los padres y
la mujer contra el marido, donde ya no había autoridad que obedecer ni
fidelidad que guardar ni piedad que protegiese a ancianos y gestantes, donde
todos vivían desparramados y sin sacramentos. ¡Pero no había que preocuparse,
pues aún se podía recular un poquito más y así tomar un impulso imparable,
refugiándonos en el “límpido y tranquilo río de la conciencia”!
Pero, ¡oh sorpresa!, resulta que para entonces la
conciencia ya no estaba dispuesta a afearnos lo que habíamos admitido
políticamente, lo que habíamos acatado socialmente, lo que habíamos acogido
familiarmente. Resulta que, para entonces, la conciencia ya no era más ese río
límpido y tranquilo que habíamos soñado, sino un río enturbiado desde su mismo
manantial, un río de aguas fangosas y arremolinadas del que nuestros hijos
bebían sin inmutarse y en el que chapoteaban gozosamente, porque consideraban
–¡con razón!– que ese río era el único disponible; y la invocación de un
idílico río de aguas límpidas era una apelación trasnochada e irrisoria a un
mundo inexistente. Claro que, perdida también la batalla de la conciencia, el
católico reculante puede consolarse pensando que al menos ha preservado su posición burguesa.
Pero se equivoca, porque al que no tiene se le
quitará hasta lo que tiene. Al final, hemos acabado citando el Evangelio, por
si la cita de Bloy no era del todo clara.
Juan Manuel de
Prada,Artículo publicado en ABC el 4 de febrero de 2017.
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