Como
otros científicos católicos, conectó el atractivo y la satisfacción subjetiva
de sus propios descubrimientos con una verdad que está por encima, que lo
explica y lo invade todo. Lejeune en su trabajo puso por delante el pensamiento
cristiano.
Algunas
veces se ha dicho que la investigación es como una religión a la que muchos
científicos e investigadores se entregan con una dedicación casi monástica. El
problema es cuando aquello que va descubriendo el investigador colma de tal
manera sus aspiraciones personales que le lleva a desconectarse del objetivo
principal de su trabajo, que ha de ser el de observar y descubrir los secretos
de los fenómenos naturales y ponerlos a disposición de la humanidad. Esto es lo
que el médico y genetista francés Jérôme Lejeune (1926-1994), el descubridor de
la causa del síndrome de Down –la trisomía del cromosoma 21–, señalaba en uno
de sus más conocidos discursos: «Estamos ante un dilema que es el siguiente: la
técnica es acumulativa, la sabiduría no. Seremos cada vez más poderosos. O sea,
más peligrosos. Desgraciadamente no seremos cada vez más sabios».
Lejeune,
como muchos grandes científicos y pensadores a lo largo de la historia,
entendió su trabajo como una respuesta a una serie de inquietudes interiores.
Trató de ampliar el horizonte, desde lo inmediato y perceptible de sus
descubrimientos al sentido trascendente y misterioso de la vida humana y del
mundo que nos rodea y, como otros científicos católicos, conectó el atractivo y
la satisfacción subjetiva de sus propios descubrimientos con una verdad que
está por encima, que lo explica y lo invade todo. Lejeune en su trabajo puso
por delante el pensamiento cristiano…., el amor…, el tú antes que el yo.
Jérôme
Lejeune participaba de la idea de que la vida es un don de Dios y que todo ser
humano debe ser tratado con la misma dignidad, con independencia de su
condición física o su salud.
El
profesor Jérôme Lejeune reclamaba el amor como fruto de la razón y de la forma
de ser del hombre en el mundo, y estaba convencido de la importancia de los
beneficios que los avances de la ciencia pueden aportar a la vida humana. No
sólo tuvo una altísima categoría como científico, sino que era una persona
excepcional. Compatibilizó la ciencia con su disponibilidad para las familias,
cuidando a los niños enfermos y viajando por el mundo dando cientos de
conferencias sobre genética. Dedicó buena parte de su trabajo y esfuerzos a
devolver la dignidad a los niños con síndrome de Down, lo que le llevó a
enfrentarse con buena parte de la comunidad médica.
Lejeune
insistió en la defensa firme de los niños con síndrome de Down a costa incluso
de su posición como médico entre sus colegas, por enfrentarse abiertamente a la
práctica del aborto. Él les decía cosas como estas: «Nuestro enemigo no es el
enfermo… es la enfermedad»… «Matar a un niño por estar enfermo es un
asesinato»… «Nosotros somos médicos. Yo no hablo desde un púlpito. Yo hablo de
niños de carne y hueso y yo no los quiero matar porque son enfermos».
Un
día después de su fallecimiento, el 14 de abril de 1994, el demógrafo luterano
Pierre Chaunu, miembro como él del Instituto de Francia, en una sentida
semblanza de homenaje dijo de Lejeune: «Más impresionantes y más honrosos aún
que los títulos que recibió son aquellos de los que fue privado en castigo a su
rechazo de los horrores contemporáneos… no podía soportar la matanza de los
inocentes; el aborto le causaba horror. Creía (...), antes incluso de tener la
prueba irrefutable, que un embrión humano es ya un hombre, y que su eliminación
es un homicidio; que esta libertad que se toma el fuerte sobre el débil amenaza
la supervivencia de la especie y, lo que es más grave aún, de su alma… era un
sabio inmenso, más aún... un médico, un médico cristiano y un santo".
Clara
Lejeune-Gaymard, autora de una biografía de su padre con el título Life is a
Blessing: A Biography of Jerome Lejeune, dice que una de las mayores
preocupaciones de su padre era poder curar a sus pequeños pacientes, que era en
primer lugar médico, y basaba su defensa de la vida principalmente en su
profesión, que su padre opinaba que cuando eres médico has jurado el juramento
hipocrático de no hacer daño.
En
su defensa de la vida, además de sus conocimientos científicos se proyectaba un
mensaje de amor que siempre trató de transmitir a los padres de los niños
afectados con el síndrome de Down. En una reciente entrevista de su esposa
Birthe Lejeune, que visitó recientemente Madrid con ocasión de la creación de
la Fundación Jérôme Lejeune en España, nos dijo: «Mi esposo siempre intentó
ayudar a las madres embarazadas de niños con síndrome de Down. Simplemente les
decía: "Es tu hijo”»… Y añadió: «La grandísima mayoría de los padres de
niños con síndrome de Down aman enormemente a sus hijos».
Sus
argumentos para defender a vida de los no nacidos se basaban además en sus
conocimientos científicos. El tiempo ha ido reforzando sus argumentos, tras los
impresionantes avances de la genética del desarrollo… Él decía: «Cada uno de
nosotros tiene un momento preciso en que comenzamos. Es el momento en que toda
la necesaria y suficiente información genética es recogida dentro de una
célula, el huevo fertilizado, y este momento es el momento de la fertilización.
Sabemos que esta información está escrita en un tipo de cinta a la que llamamos
ADN... La vida está escrita en un lenguaje fantásticamente miniaturizado».
Ahora, 22 años después de su muerte, no hablamos de cintas, pero el mensaje de
la sinfonía de la vida escrito en el genoma individual es aún más válido si
cabe. En cierto modo Lejeune se adelantó a su tiempo, pues hoy sabemos que la
fecundación es el big-bang de la vida y que, una vez establecido el programa
genético, en forma de un lenguaje fantásticamente miniaturizado, todo el
desarrollo es un proceso regulado genéticamente.
En
1973, Lejeune escribió: «La genética moderna se resume en un credo elemental
que es éste: en el principio hay un mensaje, este mensaje está en la vida y
este mensaje es la vida. Este credo, verdadera paráfrasis del inicio de un
viejo libro que todos ustedes conocen bien, es también el credo del médico
genetista más materialista que pueda existir».
Defendió
a sus pequeños pacientes con pasión de médico convencido de que el aborto no
puede ser la solución, sino la investigación y el buen uso de los
descubrimientos de la ciencia. Para ello utilizó todos los argumentos, no solo
los científicos y médicos, sino también con expresiones tan ingeniosas pero
verdaderas como esta: «Esparta fue la única ciudad griega en la que se
eliminaba a los recién nacidos que creían que serían incapaces de portar armas
o engendrar futuros soldados. Fue la única civilización griega que practicó
este tipo de eugenesia, esta eliminación sistémica… Y no queda nada de ella; no
nos ha dejado a un solo poeta, ni un músico, ni una ruina. Esparta es la única
ciudad griega que no ha contribuido en nada a la humanidad».
Finalmente,
en una de sus múltiples conferencias Lejeune dijo lo siguiente acerca de su
profesión como médico: «Los que tenemos esta profesión, qué tenemos que hacer
para saber qué se debe hacer y qué debe ser rechazado. Necesitamos una
referencia y tal vez una referencia mucho más fuerte que la ley natural… y esta
referencia es muy sencilla… la conocéis todos. Mejor dicho es una frase, pero
una frase que lo juzga todo y lo explica todo, que lo contiene todo… y esta
frase es: “Lo que hagáis al más pequeño de los míos es a mí a quien se lo
hacéis”».
nicolás
jouve,
30 noviembre 2016
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