LA FE
EXPLICADA
CAPÍTULO
VII
LA ENCARNACIÓN
LA ENCARNACIÓN
¿Quién es María? El 25 de marzo
celebramos el gran acontecimiento que llamamos «la Encarnación», el anuncio del
Arcángel Gabriel a María de que Dios la había escogido para ser madre del
Redentor.
El día de la Anunciación, Dios cubrió la infinita distancia que había entre
El y nosotros.
Por un acto de su poder infinito, Dios hizo lo que a nuestra mente humana
parece imposible: unió su propia naturaleza divina a una verdadera naturaleza
humana, a un cuerpo y alma como el nuestro. Y, lo que nos deja aún más
asombrados, de esta unión no resultó un ser con dos personalidades, la de Dios
y la de hombre. Al contrario, las dos naturalezas se unieron en una sola
Persona, la de Jesucristo, Dios y hombre.
Esta unión de lo divino y humano en una Persona es tan singular, tan
especial, que no admite comparación con otras experiencias humanas, y, por lo
tanto, está fuera de nuestra capacidad de comprensión. Como la Santísima
Trinidad, es uno de los grandes misterios de nuestra fe, al que llamamos el
misterio de la Encarnación.
En el Evangelio de San Juan leemos «Verbum caro factum est», que el Verbo
se hizo carne, o sea, que la segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios
Hijo, se encarnó, se hizo hombre. Esta unión de dos naturalezas en una sola
Persona recibe un nombre especial, y se llama unión hipostática (del griego
hipóstasis, que significa «lo que está debajo»).
Para dar al Redentor una naturaleza humana, Dios eligió a una doncella
judía de quince años, llamada María, descendiente del gran rey David, que vivía
oscuramente con sus padres en la aldea de Nazaret. María, bajo el impulso de la
gracia, había ofrecido a Dios su virginidad, lo que formaba parte del designio
divino sobre ella.
Era un nuevo ornato para el alma que había recibido una gracia mayor en su
mismo comienzo. Cuando Dios creó el alma de María, en el instante mismo de su
concepción en el seno de Ana, la eximió de la ley universal del pecado
original. María recibió la herencia perdida por Adán. Desde el inicio de su
ser, María estuvo unida a Dios. Ni por un momento se encontró bajo el dominio
de Satán aquella cuyo Hijo le aplastaría la cabeza.
Aunque María había hecho lo que hoy llamaríamos voto de castidad perpetua,
estaba prometida a un artesano llamado José. Hace dos mil años no había
«mujeres independientes» ni «mujeres de carrera». En un mundo estrictamente
masculino, cualquier muchacha honrada necesitaba un hombre que la tutelara y
protegiera. Más aún, no entraba en el plan de Dios que, para ser madre de su
Hijo, María tuviera que sufrir el estigma de las madres solteras. Y así, Dios,
actuando discretamente por medio de su gracia, procuró que María tuviera un esposo.
El joven escogido por Dios para esposo de María y guardián de Jesús era, de
por sí, un santo. El Evangelio nos lo describe diciendo, sencillamente, que era
un «varón justo». El vocablo «justo» significa en su connotación hebrea un
hombre lleno de toda virtud. Es el equivalente a nuestra palabra actual
«santo».
No nos sorprende, pues, que José, al pedírselo los padres de María,
aceptara gozosamente ser el esposo legal y verdadero de María, aunque conociera
su promesa de virginidad y que el matrimonio nunca sería consumado. María
permaneció virgen no sólo al dar a luz a Jesús, sino durante toda su vida.
Cuando el Evangelio menciona «los hermanos y hermanas» de Jesús, tenemos que
recordar que es una traducción al castellano de la traducción griega del
original hebreo, y que allí estas palabras significan, sencillamente, «parientes
consanguíneos», más o menos lo mismo que nuestra palabra «primos».
La aparición del ángel sucedió mientras permanecía con sus padres, antes de
irse a vivir con José. El pecado vino al mundo por libre decisión de Adán; Dios
quiso que la libre decisión de María trajera al mundo la salvación. Y el. Dios
de cielos y tierra aguardaba el consentimiento de una muchacha.
Cuando, recibido el mensaje angélico, María inclinó la cabeza y dijo
«Hágase en mí según tu palabra», Dios Espíritu Santo (a quien se atribuyen las
obras de amor) engendró en el seno de María el cuerpo y alma de un niño al que
Dios Hijo se unió en el mismo instante.
Por aceptar voluntariamente ser Madre del Redentor, y por participar
libremente (¡y de un modo tan íntimo!) en su Pasión, María es aclamada por la
Iglesia como Corredentora del género humano.
Es este momento trascendental de la aceptación de María y del comienzo de
nuestra salvación el que conmemoramos cada vez que recitamos el Angelus.
Y no sorprende que Dios preservara el cuerpo del que tomó el suyo propio de
la corrupción de la tumba. En el cuarto misterio glorioso del Rosario, y
anualmente en la fiesta de la Asunción, celebramos el hecho que el cuerpo de
María, después de la muerte, se reunió con su alma en el cielo.
Quizá algunos hayamos exclamado en momentos de trabajo excesivo: «Quisiera
ser dos para poder atenderlo todo», y es una idea interesante que puede
llevarnos a fantasear un poco, pero con provecho.
Imaginemos que yo pudiera ser dos, que tuviera dos cuerpos y dos almas y
una sola personalidad, que sería yo. Ambos cuerpos trabajarían juntos
armónicamente en cualquier tarea que me ocupara. Resultaría especialmente útil
para transportar una escalera de mano o una mesa. Y las dos mentes se
aplicarían juntas a solucionar cualquier problema que yo tuviera que afrontar,
lo que `sería especialmente grato para resolver preocupaciones y tomar
decisiones.
Es una idea total y claramente descabellada. Sabemos que en el plan de Dios
sólo hay una naturaleza humana (cuerpo y alma) para cada persona humana (mi
identidad consciente que me separa de cualquier otra persona). Pero esta
fantasía quizá nos ayude a entender un poquito mejor la personalidad de Jesús.
La unión hipostática, la unión de una naturaleza humana y una naturaleza divina
en una Persona, Jesucristo, es un misterio de fe, lo que significa que no
podemos comprenderlo del todo, pero eso no quiere decir que seamos incapaces de
comprender nada.
Como segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios Hijo, Jesús existió por
toda la eternidad. Y por toda la eternidad es engendrado en la mente del Padre.
Luego, en un punto determinado del tiempo, Dios Hijo se unió en el seno de la
Virgen María, no sólo a un cuerpo como el nuestro, sino a un cuerpo y a un
alma, a una naturaleza humana completa. El resultado es una sola Persona, que
actúa siempre en armonía, siempre unida, siempre como una sola identidad.
El Hijo de Dios no llevaba simplemente una naturaleza humana como un obrero
lleva su carretilla. El Hijo de Dios, en y con su naturaleza humana, tenía (y
tiene) una personalidad tan individida y singular como la tendríamos nosotros
en y con las dos naturalezas humanas que, en nuestra fantasía, habíamos
imaginado.
Jesús mostró claramente su dualidad de naturalezas al hacer, por una parte,
lo que sólo Dios podría hacer, como, por su propio poder, resucitar muertos.
Por otra parte, Jesús hizo las cosas más corrientes de los hombres, como comer,
beber y dormir. Y téngase en cuenta que Jesús no hacía simplemente una
apariencia de comer, beber, dormir y sufrir.
Cuando come es porque realmente tiene hambre; cuando duerme es porque
realmente está fatigado; cuando sufre siente realmente el dolor.
Con igual claridad Jesús mostró la unidad de su personalidad. En todas sus
acciones había una completa unidad de Persona. Por ejemplo, no dice al hijo de
la viuda: «La parte de Mí que es divina te dice: ¡Levántate!». Jesús manda
simplemente: «A ti lo digo: ¡Levántate!». En la Cruz, Jesús no dijo: «Mi
naturaleza humana tiene sed», sino que clamó: «Tengo sed».
Puede que nada de lo que venimos diciendo nos ayude mucho a comprender las
dos naturalezas de Cristo. En el mejor de los casos, será siempre un misterio.
Pero, por lo menos, nos recordará al dirigirnos a María con su glorioso título
de «Madre de Dios» que no estamos utilizando una imagen poética.
A veces, nuestros amigos acatólicos se escandalizan de lo que llaman
«excesiva» glorificación de María. No tienen inconveniente en llamarla María la
Madre de Cristo, pero antes morirían que llamarla Madre de Dios. Y, sin
embargo, a no ser que nos dispongamos a negar la divinidad de Cristo (en cuyo
caso dejaríamos de ser cristianos), no hay razones para distinguir entre «Madre
de Cristo» y «Madre de Dios».
Una madre no es sólo madre del cuerpo físico de su hijo; es madre de la
persona entera que lleva en su seno. La completa Persona. concebida por María
es Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. El Niño que hace casi veinte
siglos parió en el establo de Belén tenía, en cierto modo, a Dios como Padre dos
veces: la segunda Persona de la Santísima Trinidad tiene a Dios como Padre por
toda la eternidad. Jesucristo tuvo a Dios como Padre también cuando, en la
Anunciación, el Espíritu Santo engendró un Niño en el seno de María.
Cualquiera que tenga un amigo amante de los perros sabe la verdad que hay
en el dicho inglés «si me amas, ama a mi perro», lo que puede parecer tonto a
nuestra mentalidad.
Pero estoy seguro que cualquier hombre o mujer suscribiría la afirmación,
«si me amas, ama a mi madre».
¿Cómo puede, entonces, afirmar alguien que ama a Jesucristo verdaderamente
si no ama también a su Madre? Los que objetan que el honor dado a María se
detrae del debido a Dios; los que critican que los católicos «añaden» una
segunda mediación «al único Mediador entre Dios y hombre, Jesucristo Dios
encarnado», muestran lo poco que han comprendido la verdadera humanidad de
Jesucristo. Porque Jesús ama a María no con el mero amor imparcial que tiene
Dios por todas las almas, no con el amor especial que tiene por las almas santas;
Jesús ama a María con el amor humano perfecto que sólo el Hombre Perfecto puede
tener por una Madre perfecta. Quien empequeñece a María no presta un servicio a
Jesús. Al contrario, quien rebaja el honor de María reduciéndola al nivel de
«una buena mujer», rebaja el honor de Dios en una de sus más nobles obras de
amor y misericordia.
Leo G. Terese
(Cont)
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