CAPÍTULO
XII
LAS NOTAS Y ATRIBUTOS DE LA IGLESIA
LAS NOTAS Y ATRIBUTOS DE LA IGLESIA
Que la Iglesia Católica pasa la prueba de la «apostolicidad» es cosa muy
fácil de demostrar. Tenemos la lista de los obispos de Roma, que se remonta del
Papa actual en una línea continua hasta San Pedro. Y los otros obispos de la
Iglesia Católica, verdaderos sucesores de los Apóstoles, son los eslabones
actuales en la ininterrumpida cadena que se alarga por más de veinte siglos.
Desde el día en que los Apóstoles impusieron las manos sobre Timoteo y Tito,
Marcos y Policarpo, el poder episcopal se ha transmitido por el sacramento del
Orden Sagrado de generación en generación, de obispo a obispo.
Y con esto cerramos el cuadrado. La «marca» de Cristo es discernible en la
Iglesia Católica con toda claridad: una, santa, católica y apostólica. No somos
tan ingenuos como para pretender que los conversos vendrán ahora corriendo en
cuadrillas puesto que les hemos mostrado esta marca. Los prejuicios humanos no
ceden a la razón tan fácilmente. Pero, al menos, tengamos la prudencia de verla
nosotros con lúcida seguridad.
La razón, la fe. .. y yo Dios ha dado al hombre la facultad de razonar, y
El pretende que la utilicemos. Hay dos modos de abusar de esta facultad. Uno es
no utilizándola. Una persona que no ha aprendido a usar su razón es aquella que
toma todo lo que lee en periódicos y revistas como verdad del Evangelio, por
absurdo que sea. Es la que acepta sin rechistar las más extravagantes
afirmaciones de vendedores y anunciantes, un arma siempre dispuesta para que la
empuñen publicitarios avispados. Le deslumbra el prestigio; si un famoso científico
o industrial dice que Dios no existe, para él está claro que no hay Dios. En
otras palabras, este no-pensante no detenta más que opiniones prefabricadas. No
siempre es la pereza intelectual la que produce un no-pensante. A veces,
desgraciadamente, son los padres y maestros quienes causan esta apatía mental
al coaccionar la natural curiosidad de los jóvenes y ahogar los normales «por
qué» con sus «porque lo digo yo y basta».
En el otro extremo está el hombre que hace de la razón un auténtico dios.
Es aquel que no cree en nada que no vea y comprenda por sí mismo. Para él, los
únicos datos ciertos son los que vienen de los laboratorios científicos. Nada
es cierto a no ser que a él así se lo parezca, a no ser que, aquí y ahora,
produzca resultados prácticos. Lo que da resultado, es cierto; lo que es útil,
es bueno. Este tipo de pensador es lo que llamamos un pragmático. Rechaza
cualquier verdad que se base en la autoridad. Creerá en la autoridad de un
Einstein y aceptará la teoría de la relatividad, aunque no la entienda.
Creerá en la autoridad de los físicos nucleares, aunque siga sin entender
nada. Pero la palabra «autoridad» le produce una repulsa automática cuando se
refiere a la autoridad de la Iglesia.
El pragmático respeta las declaraciones de las autoridades humanas porque,
dice, ellos deben saber lo que se hablan, confía en su competencia. Pero este
mismo pragmático mirará con un desdén impaciente al católico que, por la misma
razón, respeta las declaraciones de la Iglesia, confiado en que la Iglesia sabe
lo que está diciendo en la persona del Papa y los obispos.
Es cierto que no todos los católicos tienen una inteligente comprensión de
su fe. Para muchos, la fe es una aceptación ciega de las verdades religiosas
basada en la autoridad de la Iglesia. Esta aceptación sin razonar puede ser
debida a falta de ocasión o estudio, a falta de instrucción o, incluso y
desgraciadamente, a pereza mental. Para los niños y los no instruidos, las
creencias religiosas deben ser así, sin pruebas, igual que su creencia en la
necesidad de ciertos alimentos y la nocividad de ciertas sustancias es una
creencia sin pruebas. El pragmático que dice «yo me creo lo que dice Einstein
porque es seguro que sabe de qué está hablando» debe encontrar también lógico
al niño que diga «yo me lo creo porque mi papá lo dice», y, al ser un poco
mayorcito, «yo me lo creo porque lo dice el cura (o la monja)», y no puede
extrañarse de que el adulto sin educar afirme «lo dice el Papa, y para mí
basta».
Sin embargo, para el católico que razona, la aceptación de las verdades de
la fe debe ser una aceptación razonada, una aceptación inteligente.
Es cierto que la virtud de la fe en sí misma -la facultad de creer- es una
gracia, un don de Dios. Pero la fe adulta se edifica sobre la razón, no es una
frustración de la razón. El católico instruido ve suficiente la clara evidencia
histórica de que Dios ha hablado, y que lo ha hecho por medio de su Hijo,
Jesucristo; que Jesús constituyó a la Iglesia como su portavoz, como la visible
manifestación de Sí a la humanidad; que la Iglesia Católica es la misma que
Jesucristo estableció; que a los obispos de esa Iglesia, como sucesores de los
Apóstoles (y especialmente al Papa, sucesor de San Pedro), Jesucristo dio la potestad
de enseñar, santificar y gobernar espiritualmente en su nombre. La competencia
de la Iglesia para hablar en nombre de Cristo sobre materias de fe doctrinal o
acción moral para administrar los sacramentos y ejercer el gobierno espiritual
es lo que llamamos la autoridad de la Iglesia. El hombre que por el uso de su
razón ve con claridad satisfactoria que la Iglesia Católica posee ese atributo
de autoridad no va contra la razón, sino que, al contrario, la sigue cuando
afirma «yo creo todo lo que la Iglesia Católica enseña».
De igual modo, el católico sigue la razón tanto como la fe cuando acepta la
doctrina de la infalibilidad. Este atributo significa simplemente que la
Iglesia (sea en persona del Papa o de todos los obispos juntos bajo el Papa) no
puede errar cuando proclama solemnemente que cierta materia de creencia o de
conducta ha sido revelada por Dios, y debe ser aceptada y seguida por todos. La
promesa de Cristo «Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del
mundo» (Mt 28,20) no tendría sentido si su Iglesia no fuera infalible. Ciertamente,
Jesús no estaría con su Iglesia si le permitiera caer en el error en materias
esenciales a la salvación. El católico sabe que el Papa puede pecar, como
cualquier hombre. Sabe que las opiniones personales del Papa tienen la fuerza
que su sabiduría humana les pueda dar. Pero también sabe que cuando el Papa, pública
y solemnemente, declara que ciertas verdades han sido reveladas por Cristo, ya
personalmente o por medio de sus Apóstoles, el sucesor de Pedro no puede errar.
Jesús no hubiera establecido una Iglesia que pudiera descaminar a los hombres.
El derecho a hablar en nombre de Cristo y a ser escuchada es el atributo (o
cualidad) de la Iglesia Católica que denominamos «autoridad». La seguridad de
estar libre de error cuando proclama solemnemente las verdades de Dios a la
Iglesia universal es el atributo que llamamos «infalibilidad». Hay otra tercera
cualidad característica de la Iglesia Católica. Jesús no dijo sólo «el que a
vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desecha, a mí me desecha» (Lc
10,16) -autoridad-. No dijo sólo «yo estaré con vosotros siempre hasta la
consumación del mundo» (Mt 28,20) -infalibilidad-. También dijo «sobre esta
piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán
contra ella» (Mt 16,18), y con estas palabras indicó la tercera cualidad
inherente a la Iglesia Católica: la indefectibilidad.
El atributo de indefectibilidad significa sencillamente que la Iglesia
permanecerá hasta el fin de los tiempos como Jesús la fundó, que no es
perecedera, que continuará su existencia mientras haya almas que salvar. «Permanencia»
sería un buen sinónimo de indefectibilidad, pero parece que los teólogos se
inclinan siempre por las palabras más largas.
Sería una gran equivocación que el atributo de indefectibilidad nos
indujera a un falso sentido de seguridad. Jesús dijo que su Iglesia
permanecería hasta el fin de los tiempos.
Con la amenaza del comunismo ateo en el Este y el Oeste sería trágico que
nos quedáramos impasibles ante el peligro, pensando que nada realmente malo
puede ocurrirnos porque Cristo está en su Iglesia. Si descuidamos nuestra
exigente vocación de cristianos -y por ello de apóstoles-, la Iglesia de Cristo
puede hacerse otra vez una Iglesia clandestina, como ya lo fue en el Imperio
Romano, hecha de almas destinadas al martirio.
No es a las bombas y cañones del comunismo a lo que hay que temer, sino a
su fervor, su dinamismo, su afán proselitista, un peligro a la larga mucho más
temible. Bien poco tienen que ofrecer, pero ¡con qué celo lo proclaman!
Nosotros tenemos tanto que compartir y, sin embargo, ¡qué apáticos, casi
indiferentes, somos en llevar la verdad a los demás! «¿Cuántos conversos he
hecho?». O, al menos, «¿cuánto me he preocupado, cuánta dedicación he puesto en
la conversión de otros?». Esta es una pregunta que cada uno de nosotros debiera
formularse de vez en cuando. Pensar que tendremos que presentarnos ante Dios el
Día del Juicio con las manos vacías debería hacernos estremecer. «¿Dónde están
tus frutos, dónde están tus almas?», nos preguntará Dios y con razón. Y lo
preguntará tanto a los fieles corrientes como a sacerdotes y religiosos. No
podemos desentendernos de esta obligación con dar limosna para las misiones.
Esto está bien, es necesario, pero es sólo el comienzo. Tenemos también que
rezar. Nuestras oraciones cotidianas quedarían lamentablemente incompletas si
no pidiéramos por los misioneros, connacionales y extranjeros, y por las almas
con que trabajan. Pero ¿rezamos cada día pidiendo el don de la fe para los
vecinos de la puerta de al lado si no son católicos o no practican? ¿Rezamos
por el compañero de trabajo que está en el despacho contiguo, en la máquina de
al lado? ¿Con qué frecuencia invitamos a un amigo no católico para que asista a
Misa con nosotros, dándole de antemano un librillo que explique las ceremonias?
¿Tenemos en casa unos cuantos buenos libros que expliquen la fe católica, una
buena colección de folletos, que damos o prestamos a la menor oportunidad a
cualquiera que muestre un poco de interés? Si hacemos todo esto, incluso
concertando una entrevista con un sacerdote para esos amigos (cuando sus
preguntas parezcan desbordarnos) con quien puedan charlar, entonces estamos
cumpliendo una parte por lo menos de nuestra responsabilidad hacia Cristo por
el tesoro que nos ha confiado.
Naturalmente, no creemos que todos los no católicos vayan al infierno, de
igual manera que no creemos que llamarse católico sea suficiente para meternos
en el cielo. El dicho «fuera de la Iglesia no hay salvación» significa que no
hay salvación para los que se hallan fuera de la Iglesia por su culpa. Uno que,
siendo católico, abandona la Iglesia deliberadamente no podrá salvarse si no
retorna; la gracia de la fe no se pierde, a no ser por culpa propia. Un no
católico que, sabiendo que la Iglesia Católica es la verdadera, se quedara
fuera por su culpa, no podrá salvarse. Un no católico, cuya ignorancia de la fe
católica es voluntaria, con ceguera deliberada, no podrá salvarse. No obstante,
aquellos que se encuentran fuera de la Iglesia sin culpa suya y que hacen todo
lo que pueden según su entender, haciendo buen uso de las gracias que Dios les
dará ciertamente en vista de su buena voluntad, ésos pueden salvarse. Dios no
pide a nadie lo imposible, recompensará a cada uno según lo que haya hecho con
lo que se le haya dado. Pero esto no quiere decir que nosotros podamos eludir
nuestra responsabilidad diciendo: «Como mi vecino puede ir al cielo sin hacerse
católico, ¿para qué preocuparse?». Tampoco quiere decir que «lo mismo da una
iglesia que otra».
Dios quiere que todos pertenezcan a la Iglesia que ha fundado. Jesucristo
quiere una sola grey y un Pastor. Y nosotros debemos desear que nuestros
parientes, amigos y conocidos tengan esa seguridad mayor en su salvación que
disfrutamos en la Iglesia de Cristo: mayor plenitud de certeza; más seguridad
en conocer lo que está bien y lo que está mal; las inigualables ayudas que
ofrecen la Misa y los sacramentos. Tomamos poco en serio nuestra fe si podemos
convivir con otros, día tras día, y no preguntarnos jamás: «¿Qué puedo hacer
para ayudar a que esta persona reconozca la verdad de la Iglesia Católica, a
que sea uno conmigo en el Cuerpo Místico de Cristo?» El Espíritu Santo vive en
la Iglesia permanentemente, pero a menudo tiene que aguardar a que yo le
facilite la entrada en el alma del que está a mi lado.
Leo G. Terese
(Cont)
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