CAPÍTULO
X
LAS VIRTUDES Y DONES DEL ESPIRITU SANTO
LAS VIRTUDES Y DONES DEL ESPIRITU SANTO
La fe de que hablamos es fe sobrenatural, la fe que surge de la virtud
divina infusa. Es posible tener una fe puramente natural en Dios o en muchas de
sus verdades. Esta fe puede basarse en la naturaleza, que da testimonio de un
Ser Supremo, de poder y sabiduría infinitos; puede basarse también en la
aceptación del testimonio de innumerables grandes y sabias personas, o en la
actuación de la divina Providencia en nuestra vida personal. Una fe natural de
este tipo es una preparación para la auténtica fe sobrenatural, que nos es
infundida junto con la gracia santificante en la pila bautismal.
Pero es sólo esta fe sobrenatural, esta virtud de la fe divina que se nos
infunde en el Bautismo, la que nos hace posible creer firme y completamente
todas las verdades, aun las más inefables y misteriosas, que Dios nos ha
revelado. Sin esta fe los que hemos alcanzado el uso de razón no podríamos
salvarnos. La virtud de la fe salva al infante bautizado, pero, al adquirir el
uso de razón, debe haber también el acto de fe.
Esperanza y Amor Es doctrina de nuestra fe cristiana que Dios da a cada
alma que crea la suficiente gracia para que alcance el cielo. La virtud de la
esperanza, infundida en nuestra alma por el Bautismo, se basa .en esta
enseñanza de la Iglesia de Cristo y de ella se nutre y desarrolla con el paso
del tiempo.
La esperanza se define como «la virtud sobrenatural con la que deseamos y
esperamos la vida eterna que Dios ha prometido a los que le sirven, y los
medios necesarios para alcanzarla». En otras palabras, nadie pierde el cielo si
no es por su culpa. Por parte de Dios, nuestra salvación es segura. Es
solamente nuestra parte -nuestra cooperación con la gracia de Dios- lo que la
hace incierta.
Esta confianza que tenemos en la bondad divina, en su poder y fidelidad,
hace llevaderos los contratiempos de la vida. Si la práctica de la virtud nos
exige a veces autodisciplina y abnegación, quizá incluso la autoinmolación y el
martirio, hallamos nuestra fortaleza y valor en la certeza de la victoria
final.
La virtud de la esperanza sé implanta en el alma en el Bautismo, junto con
la gracia santificante. Aun el recién nacido, si está bautizado, posee la
virtud de la esperanza. Pero no debe dejarse dormir. Al llegar la razón, esta
virtud debe encontrar expresión en el acto de esperanza, que es la convicción
interior y expresión consciente de nuestra confianza en Dios y en sus promesas.
El acto de esperanza debería figurar de modo prominente en nuestras oraciones
diarias. Es una forma de oración especialmente grata a Dios, ya que expresa a
la vez nuestra completa dependencia de El y nuestra absoluta confianza en su
amor por nosotros.
Es evidente que el acto de esperanza es absolutamente necesario para
nuestra salvación.
Sostener dudas sobre la fidelidad de Dios en mantener sus promesas, o sobre
la efectividad de su gracia en superar nuestras humanas flaquezas, es un
insulto blasfemo a Dios. Nos haría imposible superar los rigores de la
tentación, practicar la caridad abnegada. En resumen, no podríamos vivir una
vida auténticamente cristiana si no tuviéramos confianza en el resultado final.
¡Qué pocos tendríamos la fortaleza para perseverar en el bien si tuviéramos una
posibilidad en un millón de ir al cielo! De ahí se sigue que nuestra esperanza
debe ser firme. Una esperanza débil empequeñece a Dios, o en su poder infinito
o en su bondad ilimitada. Esto no significa que no debamos mantener un sano
temor de perder el alma. Pero este temor debe proceder de la falta de confianza
en nosotros, no de falta de confianza en Dios. Si Lucifer pudo rechazar la gracia,
nosotros estamos también expuestos a fracasar, pero este fracaso no sería
imputable a Dios.
Sólo a un estúpido se le ocurriría decir al arrepentirse de su pecado: «¡Oh
Dios, me da tanta vergüenza ser tan débil!». Quien tiene esperanza dirá: «¡Dios
mío, me da tanta vergüenza haber olvidado lo débil que soy!». Puede definirse
un santo diciendo que es aquel que desconfía absolutamente de sí mismo, y
confía absolutamente en Dios.
También es bueno no perder de vista que el fundamento de la esperanza cristiana
se aplica a los demás tanto como a nosotros mismos. Dios quiere la salvación no
sólo mía, sino de todos los hombres. Esta razón nos llevará a no cansarnos
nunca de pedir por los pecadores y descreídos, especialmente por los más
próximos por razón de parentesco o amistad. Los teólogos católicos enseñan que
Dios nunca retira del todo su gracia, ni siquiera a los pecadores más
empedernidos. Cuando la Biblia dice que Dios endurece su corazón hacia el
pecador (como, por ejemplo, hacia el Faraón que se opuso a Moisés), no es más
que un modo poético de describir la reacción del pecador. Es éste quien
endurece su corazón al resistir la gracia de Dios.
Y si falleciera un ser querido, aparentemente sin arrepentimiento, tampoco
debemos desesperar y «afligirnos como los que no tienen esperanza». Hasta
llegar al cielo no sabremos qué torrente de gracias ha podido Dios derramar
sobre el pecador recalcitrante en el último segundo de consciencia, gracias que
habrá obtenido nuestra oración confiada.
Aunque la confianza en la providencia divina no es exactamente lo mismo que
la virtud divina de la esperanza, está lo suficientemente ligada a ella para
concederle ahora nuestra atención. Confiar en la providencia divina significa
que creemos que Dios nos ama a cada uno de nosotros con un amor infinito, un
amor que no podría ser más directo y personal si fuéramos la única alma sobre
la tierra. A esta fe se añade el convencimiento de que Dios sólo quiere lo que
es para nuestro bien, que, en su sabiduría infinita, conoce mejor lo que es
bueno para nosotros, y que, con su infinito poder, nos lo da.
Al confiar en el sólido apoyo del amor, cuidado, sabiduría y poder de Dios,
estamos seguros. No caemos en un estado de ánimo sombrío cuando «las cosas van
mal». Si nuestros planes se tuercen, nuestras ilusiones se frustran, y el
fracaso parece acosarnos a cada paso, sabemos que Dios hace que todo contribuya
a nuestro bien definitivo.
Incluso la amenaza de una guerra atómica o de una subversión comunista no
nos altera, porque sabemos que los mismos males que el hombre produce, Dios
hará que, de algún modo, encajen en sus planes providenciales.
Esta confianza en la divina providencia es la que viene en nuestra ayuda
cuando somos tentados (y, ¿quién no lo es alguna vez?) en pensar que somos más
listos que Dios, que sabemos mejor que El lo que nos conviene en unas
circunstancias determinadas. «Puede que sea pecado, pero no podemos permitirnos
un hijo más»; «Puede que no sea muy honrado, pero todo el mundo lo hace en los
negocios»; «Ya sé que parece algo turbio, pero así es la política». Cuando nos
vengan estas coartadas a la boca, tenemos que deshacerlas con nuestra confianza
en la providencia de Dios. «Si hago lo correcto, puede que saque muchos
disgustos» tenemos que decirnos, «pero Dios conoce todas las circunstancias.
Sabe más que yo. Y se ocupa de mí. No me apartaré ni un ápice de su voluntad».
La única virtud que permanecerá siempre con nosotros es la caridad. En el
cielo, la fe cederá su lugar al conocimiento: no habrá necesidad de «creer en»
Dios cuando le veamos. La esperanza también desaparecerá, ya que poseeremos la
felicidad que esperábamos. Pero la caridad no sólo no desaparecerá, sino que
únicamente en el momento extático en que veamos a Dios cara a cara alcanzará
esta virtud, que fue infundida en nuestra alma por el Bautismo, la plenitud de
su capacidad. Entonces, nuestro amor por Dios, tan oscuro y débil en esta vida,
brillará como un sol en explosión. Cuando nos veamos unidos a ese Dios
infinitamente amable, ese Dios único capaz de colmar los anhelos de amor del
corazón humano, nuestra caridad se expresará eternamente en un acto de amor.
La caridad divina, virtud implantada en nuestra alma en el Bautismo junto
con la fe y la esperanza, se define como «la virtud por la que amamos a Dios
por Sí mismo sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos por
amor de Dios». Se le llama la reina de las virtudes, porque las demás, tanto
teologales como morales, nos conducen a Dios, pero es la caridad la que nos une
a El. Donde hay caridad están también las otras virtudes. «Ama a Dios y haz lo
que quieras», dijo un santo. Es evidente que, si de veras amamos a Dios,
nuestro gusto será hacer sólo lo que le guste.
Por supuesto, es la virtud de la caridad la que se infunde en nuestra alma
por el Bautismo.
Y, cuando alcanzamos uso de razón, nuestra tarea es hacer actos de amor. El
poder de hacer tales actos de amor, fácil y sobrenaturalmente, se nos da en el
Bautismo.
Una persona puede amar a Dios con amor natural. Al contemplar la bondad y
misericordia divinas, los beneficios sin fin que nos da, podemos sentirnos
movidos a amarle como se ama a cualquier persona amable. Ciertamente, una
persona que no ha tenido ocasión de ser bautizada (o que está en pecado mortal
y no tiene posibilidad de ir a confesarlo) no podrá salvarse a no ser que haga
un acto de amor perfecto a Dios, lo que quiere decir de amor desinteresado:
amar a Dios porque es infinitamente amable, amar a Dios sólo por Sí mismo.
También para un acto de amor así necesitamos la ayuda divina en forma de gracia
actual, pero ése sería aún un amor natural.
Solamente por la inhabitación de Dios en el alma, por la gracia sobrenatural
que llamamos gracia santificante, nos hacemos capaces de un acto de amor
sobrenatural a Dios. La razón por la que nuestro amor se hace sobrenatural está
en que realmente es Dios mismo quien se ama a Sí mismo a través de nosotros.
Para aclarar esto, podemos usar el ejemplo del hijo que compra un regalo de
cumpleaños a su padre utilizando (con el permiso de su padre) la cuenta de crédito
de éste para pagarlo. O, como el niño que escribe una carta a su madre con la
misma madre guiando su inexperta mano.
Parecidamente, la vida divina en nosotros nos capacita para amar a Dios
adecuadamente, proporcionadamente, con un amor digno de Dios. También con un
amor agradable a Dios, a pesar de ser, en cierto sentido, Dios mismo quien hace
la acción de amar.
Leo G. Terese
(Cont)
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