Rainiero Cantalamessa |
El otoño es el tiempo ideal para meditar sobre los temas
humanos. Tenemos ante nosotros el espectáculo anual de las hojas que caen de
los árboles. Desde siempre se ha visto en él una imagen del destino humano. Una
generación viene, una generación se va...
¿Pero es de verdad éste nuestro destino final? ¿Más
mísero que el de los árboles? El árbol, después del deshoje, en primavera
vuelve a florecer; el hombre en cambio, una vez que ha caído en tierra, ya no
ve al luz. Al menos, no la luz de este mundo... Las lecturas del domingo nos
ayudan a dar una respuesta a la que es la más angustiosa y la más humana de las
cuestiones.
Recuerdo haber visto de niño, en una película o en un
tebeo de aventuras, una escena que se me quedó fijada para siempre. Es por la noche
y se ha caído un puente del ferrocarril; un tren, ignorante, llega a toda
velocidad; el guardavías se pone entre éstas gritando: «¡Detente! ¡Detente!»,
agitando una linterna para señalar el peligro; pero el maquinista está
distraído y no lo ve, y avanza arrastrando el tren al río... No querría cargar
las tintas, pero me parece una imagen de nuestra sociedad, que avanza
frenéticamente al ritmo de rock‘n roll, desatendiendo todas las señales de
alarma que provienen no sólo de la Iglesia, sino de muchas personas que sienten
la responsabilidad del futuro...
Con el primer domingo de Adviento comienza un nuevo año
litúrgico. El Evangelio que nos acompañará en el curso de este año, ciclo C, es
el de Lucas. La Iglesia acoge la ocasión de estos momentos fuertes, de paso, de
un año al otro, de una estación a otra, para invitarnos a detenernos un
instante, a observar nuestro rumbo, a plantearnos las preguntas que cuentan:
«¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? Y sobre todo, ¿adónde vamos?».
En las lecturas de la Misa dominical, todos los verbos
están en futuro. En la primera lectura escuchamos estas palabras de Jeremías:
«Mirad que días vienen –oráculo del Señor– en que confirmaré la buena palabra
que dije a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos días y en aquella
sazón haré brotar para David un Germen justo...».
A esta espera, realizada con la venida del Mesías, el
pasaje evangélico le da un horizonte o contenido nuevo, que es el retorno
glorioso de Cristo al final de los tiempos. «Las fuerzas de los cielos serán
sacudidas. Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder
y gloria».
Son tonos e imágenes apocalípticas, de catástrofe. Sin
embargo se trata de un mensaje de consuelo y de esperanza. Nos dicen que no
estamos caminando hacia un vacío y un silencio eternos, sino hacia un
encuentro, el encuentro con Aquel que nos ha creado y que nos ama más que un
padre y una madre. En otro lugar el propio Apocalipsis describe este evento
final de la historia como una entrada al banquete nupcial. Basta con recordar
la parábola de las diez vírgenes que entran con el esposo en la sala nupcial, o
la imagen de Dios que, en el umbral de la otra vida, nos espera para enjugar la
última lágrima que penda de nuestros ojos.
Desde el punto de vista cristiano, toda la historia
humana es una larga espera. Antes de Cristo se esperaba su venida; después de
Él se espera su retorno glorioso al final de los tiempos. Precisamente por esto
el tiempo de Adviento tiene algo muy importante que decirnos para nuestra vida.
Un gran autor español, Calderón de la Barca, escribió un célebre drama titulado
La vida es sueño. Con igual verdad se debe decir: ¡la vida es espera! Es
interesante que éste sea justamente el tema de una de las obras teatrales más
famosas de nuestro tiempo: Esperando a Godot, de Samuel Beckett...
Cuando una mujer está embarazada se dice que «espera» un
niño; los despachos de personas importantes tienen «sala de espera». Pensándolo
bien, la vida misma es una sala de espera. Nos impacientamos cuando estamos
obligados a esperar una visita o una experiencia. Pero ¡ay si dejáramos de
esperar algo! Una persona que ya no espera nada de la vida está muerta. La vida
es espera, pero es también cierto lo contrario: ¡la espera es vida!
¿Qué diferencia la espera del creyente de cualquier otra
espera, por ejemplo, de la espera de los dos personas que aguardan a Godot? Ahí
se espera a un misterioso personaje (que después, según algunos, sería
precisamente Dios, God, en inglés), pero sin certeza alguna de que llegue de verdad.
Debía acudir por la mañana, envía a decir que irá por la tarde; en ese momento
dice que no puede ir, pero que lo hará con seguridad por la noche, y por la
noche que tal vez irá a la mañana siguiente... Y los dos pobrecillos están
condenados a esperarle; no tienen alternativa.
No es así para el cristiano. Éste espera a uno que ya ha
venido y que camina a su lado. Por esto, después del primer domingo de
Adviento, en el que se presenta el retorno final de Cristo, en los domingos sucesivos
escucharemos a Juan Bautista que nos habla de su presencia en medio de
nosotros: «¡En medio de vosotros -dice- hay uno a quien no conocéis!». Jesús
está presente en medio de nosotros no sólo en la Eucaristía, en la palabra, en
los pobres, en la Iglesia... sino que, por gracia, vive en nuestros corazones y
el creyente lo experimenta.
La del cristiano no es una espera vacía, un dejar pasar
el tiempo. En el Evangelio del domingo Jesús dice también cómo debe ser la
espera de los discípulos, cómo deben comportarse entretanto, a fin de no verse
sorprendidos: «Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el
libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida... Estad en
vela, pues, orando en todo tiempo...».
Pero de estos deberes morales tendremos ocasión de hablar
en otros momentos. Termino con un recuerdo cinematográfico. Hay dos grandes
historias de iceberg llevadas a la gran pantalla. Una es la del Titanic, que
conocemos bien..., la otra la relata la película de Kevin Kostner Rapa Nui, de
hace algunos años. Una leyenda de la isla de Pascua, situada en el Océano
Pacífico, dice que el iceberg es en realidad una nave que cada ciertos años o
siglos pasa junto a la isla para permitir al rey o al héroe del lugar
encaramarse a ella e ir hacia el reino de la inmortalidad.
Existe un iceberg en la ruta de cada uno de nosotros, la
hermana muerte. Podemos fingir que no lo vemos o no pensar en ello como la
gente despreocupada que, en el Titanic, estaba de fiesta esa noche, o podemos
estar preparados para subirnos y dejarnos conducir hacia el reino de los
santos. El tiempo de Adviento debería servir también para esto..
por Raniero Cantalamessa
01 diciembre 2018
Confr: Jeremías 33 14-16; 1 Tesalonicenses 3, 12-4,2;
Lucas 21, 25-28.34-36
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