LA FE
EXPLICADA
Parte
1 El credo
CAPÍTULO PRIMERO EL FIN DE LA
EXISTENCIA DEL HOMBRE
2 -
Pero incluso si las riquezas materiales o espirituales de esta vida pudieran
satisfacer todo anhelo humano, todavía quedaría el conocimiento de que un día
la muerte nos lo quitaría todo -y nuestra felicidad sería incompleta-. En el
cielo, por el contrario, no sólo seremos felices con la máxima capacidad de
nuestro corazón, sino que tendremos, además, la perfección final de la
felicidad al saber que nada nos la podrá arrebatar. Está asegurada para
siempre.
¿Qué debo hacer? Me temo que mucha gente vea el cielo como un lugar donde
encontrarán a los seres queridos difuntos, más que el lugar donde encontrarán a
Dios. Es cierto que en el cielo veremos a las personas queridas, y que nos
alegrará su presencia. Cuando estemos con Dios, estaremos con todos los que con
El están, y nos alegrará saber que nuestros seres queridos están allí, como
Dios se alegra de que estén. Querremos que aquellos que dejamos alcancen el
cielo también, como Dios quiere que lo alcancen.
Pero el cielo es algo más que una reunión de familia. Para todos, Dios es
quien importa.
En una escala infinitamente mayor, será como una audiencia con el Santo
Padre. Cada miembro de la familia que visita el Vaticano está contento de que
los demás estén allí.
Pero cuando el Papa entra en la sala de audiencias, es a él, principalmente,
a quien los ojos de todos se dirigen. De modo parecido, nos conoceremos y
amaremos todos en el cielo -pero nos conoceremos y amaremos en Dios.
Nunca se resaltará bastante que la felicidad del cielo consiste, esencialmente,
en la visión intelectual de Dios -la final y completa posesión de Dios, al que
hemos deseado y amado débilmente y de lejos-. Y si éste ha de ser nuestro
destino -estar eternamente unidos a Dios por el amor-, de ello se desprende que
hemos de empezar a amarle aquí en esta vida.
Dios no puede llenar lo que ni siquiera existe. Si no hay un principio de
amor de Dios en nuestro corazón, aquí, sobre la tierra, no puede haber la
fruición del amor en la eternidad.
Para esto nos ha puesto Dios en la tierra, para que, amándole, pongamos los
cimientos necesarios para nuestra felicidad en el cielo.
En el epígrafe precedente hablábamos de un soldado que, estacionado en una
base lejana, ve el retrato de una muchacha en un periódico y se enamora de
ella. Comienza a escribirle y, a su regreso al hogar, termina por hacerla suya.
Es evidente que si, para empezar, al joven no le hubiera impresionado la, fotografía,
o si, tras unas pocas cartas, hubiera perdido el interés por ella, cesando la
correspondencia, aquella muchacha no habría significado nada para él a su
regreso. Y aun en el caso de que se encontrara en el andén a la llegada del
tren, para él su rostro hubiera sido uno más en la multitud. Su corazón no se
sobresaltaría al verla.
De igual modo, si no empezamos a amar a Dios en esta vida, no hay modo de
unirnos a El en la eternidad. Para aquel que entra en la eternidad sin amor de
Dios en su corazón, el cielo, simplemente, no existirá. Igual que un hombre sin
ojos no podría ver la belleza del mundo que le rodea, un hombre sin amor de
Dios no podrá ver a Dios; entra en la eternidad ciego. No es que Dios diga al
pecador impenitente (el pecado no es más que una negativa al amor de Dios):
«Como tú no me amas, no quiero nada contigo. ¡Vete al infierno!». El hombre que
muere sin amor de Dios, o sea, sin arrepentirse de su pecado, ha hecho su
propia elección. Dios está allí, pero él no puede verle, igual que el sol
brilla aunque el ciego no pueda verlo.
Es evidente que no podemos amar a quien no conocemos. Y esto nos lleva a
otro deber que tenemos en esta vida. Tenemos que aprender todo lo que podamos
sobre Dios, para poder amarle y mantener vivo nuestro amor y hacerle crecer.
Volviendo a nuestro imaginario soldado: Si ese joven no hubiera visto a la
muchacha, está claro que nunca habría llegado a amarla. No podría haberse
enamorado de quien ni siquiera habría oído hablar. Y aun después de ver su
fotografía y quedar impresionado por su apariencia, si el joven no le hubiera escrito
y por la correspondencia conocido su atractivo, el primer impulso de interés
nunca se habría hecho amor ardiente.
Por eso «estudiamos» religión. Por eso tenemos clases de catecismo en la
escuela y cursos de religión en la enseñanza media y en la superior. Por eso
oímos sermones los domingos y leemos libros y revistas doctrinales. Por eso
tenemos círculos de estudio, seminarios y conferencias. Son parte de lo que
podríamos llamar nuestra «correspondencia» con Dios. Son parte de nuestro
esfuerzo por conocerle mejor para que nuestro amor por El pueda crecer,
desarrollarse y conservarse.
Hay, por descontado, una única piedra de toque para probar nuestro amor por
alguien. Y es hacer lo que complace a la persona amada, lo que le gustaría que
hiciéramos.
Tomando una vez más el ejemplo de nuestro soldadito: Si, a la vez que dice
amar a su chica y querer casarse con ella, se dedicara a gastar su tiempo y
dinero en prostitutas y borracheras, sería un embustero de primera clase. Su
amor no sería sincero si no tratara de ser la clase de hombre que ella querría
que fuese.
Parecidamente, hay un solo modo de probar nuestro amor a Dios, y es
haciendo lo que El quiere que hagamos, siendo la clase de hombre que El quiere
que seamos. El amor de Dios no está en los sentimientos. Amar a Dios no
significa que nuestro corazón deba dar saltos cada vez que pensamos en El.
Algunos pueden sentir su amor de Dios de modo emocional, pero esto no es
esencial. Porque el amor de Dios reside en la voluntad. No es por lo que
sentimos sobre Dios, sino por lo que estamos dispuestos a hacer por El, como
probamos nuestro amor a Dios.
Y cuanto más hagamos por Dios aquí, tanto mayor será nuestra felicidad en
el cielo.
Quizás parezca una paradoja afirmar que en el cielo unos serán más felices
que otros, cuando antes habíamos dicho que en el cielo todos serán
perfectamente felices. Pero no hay contradicción. Aquellos que hayan amado más a
Dios en esta vida serán más dichosos al consumarse ese amor en el cielo. Un
hombre que ama a su novia sólo un poco, será dichoso al casarse con ella. Pero
otro que la ame más será más dichoso que el primero en la consumación de su
amor. De igual modo, al crecer nuestro amor a Dios (y nuestra obediencia a su voluntad)
crece nuestra capacidad de ser felices en Dios.
En consecuencia, aunque es cierto que cada bienaventurado será perfectamente
feliz, también es verdad que unos tendrán mayor capacidad de felicidad que
otros. Para utilizar un ejemplo antiguo: una botella de cuarto y una botella de
litro pueden ambas estar llenas, pero la botella de litro contiene más que la
de cuarto. O para dar otra comparación: seis personas escuchan una sinfonía;
todos están absortos en la música, pero cada uno la disfruta en seis grados
distintos, que dependerán de su particular conocimiento y apreciación de la
música.
Es, pues, todo esto lo que el catecismo quiere decir cuando pregunta «¿Qué
debemos hacer para adquirir la felicidad del cielo?», a lo que contesta
diciendo: «Para adquirir la felicidad del cielo debemos conocer, amar y servir
a Dios en esta vida.» Esa palabra del medio, «amar», es la palabra clave, lo
esencial. Pero el amor no se da sin previo conocimiento, hay que conocer a Dios
para poder amarle. Y no es amor verdadero el que no se manifiesta en obras:
haciendo lo que el amado quiere. Así, pues, debemos también servir a Dios.
Pero, antes de dar por concluida nuestra respuesta a la pregunta «¿Qué debo
hacer?», conviene recordar que Dios no nos deja abandonados a nuestra humana
debilidad en este asunto de conocerle, amarle y servirle. La felicidad del
cielo es una felicidad intrínsecamente sobrenatural. No es algo a lo que
tengamos derecho alguno. Es una felicidad que sobrepasa nuestra naturaleza
humana, que es sobre-natural. Aun amando a Dios nos sería imposible
contemplarle en el cielo si no nos diera un poder especial. Este poder especial
que Dios da a los bienaventurados, que no forma parte de nuestra naturaleza
humana y al que no tenemos derecho se llama lumen gloriae. Si no fuera por esta
luz de gloria, la felicidad más alta a que podríamos aspirar sería la natural
del limbo.
Esta felicidad sería muy parecida a la que goza el santo en esta vida
cuando está en unión cercana y extática con Dios, pero sin llegar a verle.
La felicidad del cielo es una felicidad sobrenatural. Para alcanzarla, Dios
nos proporciona las ayudas sobrenaturales que llamamos gracias. Si El nos
dejara con sólo nuestras fuerzas, nunca conseguiríamos el tipo de amor que nos
merecería el cielo. Es una clase especial de amor a la que llamamos «caridad»,
y cuya semilla Dios implanta en nuestra voluntad en el bautismo. Mientras
cumplamos nuestra parte buscando, aceptando y usando las gracias que Dios nos
provee, este amor sobrenatural crece en nosotros y da fruto.
El cielo es una recompensa sobrenatural que alcanzamos viviendo vida
sobrenatural. Y esta vida sobrenatural es conocer, amar y servir a Dios bajo el
impulso de su gracia. Es todo el plan y toda la filosofía de una vida
auténticamente cristiana.
¿Quién me enseñará? He aquí una escenita que bien pudiera suceder: El
director de una fábrica lleva a uno de sus obreros ante una nueva máquina que
acaba de instalarse. Es enorme y complicada.
El director dice al trabajador: «Te nombro encargado de esta máquina. Si
haces un buen trabajo con ello, tendrás una bonificación de cinco mil dólares a
fin de año. Pero como es una máquina muy cara, si la estropeas, te echo a la
calle. Ahí tienes un folleto que te explica la máquina. Y ahora, ¡a trabajar!»
«Un momento -seguramente diría el obrero-.Si esto significa o tener un montón
de dinero o estar sin trabajo, necesito algo más que un librillo. Es muy fácil
entender mal un libro. Y, además, a un libro no se le pueden hacer preguntas.
¿No sería mejor traer a uno de esos que hacen las máquinas? Podría explicármelo
todo y asegurarse de que lo he entendido bien.» Y sería razonable la petición
del obrero. Igualmente, cuando se nos dice que toda nuestra tarea en la tierra
consiste en «conocer, amar y servir a Dios», y de que nuestra felicidad eterna
depende de lo bien que la hagamos, podemos con razón preguntar: «¿Quién me va a
explicar la manera de hacerla? ¿Quién me dirá lo que necesito saber?» Dios se ha
anticipado a nuestra pregunta y la ha respondido. Y Dios no se ha limitado a
ponernos un libro en las manos y dejar que nos apañemos con su interpretación
lo mejor que podamos. Dios ha enviado a Alguien de la «Casa Central» para que
nos diga lo que necesitamos saber para decidir nuestro destino. Dios ha enviado
nada menos que a su propio Hijo en la Persona de Jesucristo. Jesús no vino a la
tierra con el único fin de morir en una cruz y redimir nuestros pecados. Jesús
vino también a enseñar con la palabra y el ejemplo. Vino a enseñarnos las
verdades sobre Dios que nos conducen a amarle, y a mostrarnos el modo de vida
que prueba nuestro amor.
(cont)
Leo J. Trese
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