El hombre, al matar a Dios,
convierte su vida en una ausencia, en una fisura en la noción del ser; en
definitiva, en un infierno. Entonces el hombre descubre que en su derredor se
extiende un vacío cuyo perímetro es del mismo radio que Dios.
Escribió Albert Camus que «no
hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio». Lo hizo
al comienzo de su ensayo El mito de Sísifo, donde estudia la relación entre el
absurdo y el suicidio. En este mismo ensayo, Camus afirma, parafraseando a
Kierkegaard, que «el absurdo es el pecado sin Dios». Aquí vuelve a probarse que
los ateos suelen ser mejores teólogos que muchos teólogos profesionales, que no
dicen más que baboserías y delicuescencias.
«El absurdo es el pecado sin
Dios», en efecto; y el absurdo es el estado habitual del hombre contemporáneo.
El hombre, al matar a Dios, convierte su vida en una ausencia, en una fisura en
la noción del ser; en definitiva, en un infierno. Entonces el hombre descubre
que en su derredor se extiende un vacío cuyo perímetro es del mismo radio que
Dios. Y ante semejante paisaje infinito, ¿qué más da vivir que morir? ¿Qué más
da encender el pulso de la sangre con placeres frenéticos que apagarlo con un
disparo? En un arrebato de ingenuidad, Kirilov, el personaje de Los
endemoniados, proclamaba orgulloso que
«si Dios no existe, todo está permitido»; pero lo que en realidad ocurre
es que, si Dios no existe, nada puede ser perdonado. En las sociedades que se han
quedado sin Dios todos los pecados están, en efecto, permitidos; pero, puesto
que nadie puede perdonarlos, irradian el gas venenoso del absurdo. Y a una
sociedad nutrida con este gas venenoso no se le puede pedir que refrene su
ansia de placeres frenéticos, ni tampoco sus instintos de muerte. En Los
endemoniados, Kirilov se suicidaba para probar fatuamente su independencia de
Dios. Pero lo que probaba, con lógica aplastante, era su dependencia extrema de
Dios: al matar a Dios, el hombre se endiosa y ocupa su lugar; pero, al
endiosarse, al hombre no le queda otro remedio que matarse, para estar muerto
como Dios mismo. El hombre endiosado sólo puede hacer consigo mismo lo que
antes cree haber hecho con Dios.
Ante el triste suicidio del
banquero Miguel Blesa, que tanta polvareda mediática ha levantado, se ha
escrito que aquel hombre antaño poderoso había pasado “de la gloria al
infierno”, que es tanto como decir que había pasado de creerse Dios a descubrir
que nadie podía perdonar sus pecados. Blesa se subió un día a un monte altísimo
para contemplar los reinos del mundo y su gloria; y cuando ya se creía dueño de
ellos cayó rodando desde aquel monte, hasta morder el polvo. Y, aunque esquivó
la cárcel, se encontró prisionero de un mundo que se había quedado sin un Dios
que perdone los pecados; un mundo sin misericordia en el que los hombres antaño
aduladores y obsequiosos se habían erigido en diosecillos crueles que lo
despreciaban, insultaban y estigmatizaban.
Blesa esquivó la cárcel, pero se tropezó –como el personaje borgiano–
con una cárcel mucho más aflictiva, donde no hay puertas que forzar, ni
fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso. Se tropezó con el
pecado sin Dios. Se tropezó con que nadie iba a perdonarlo. Se tropezó, en fin,
con el absurdo. Y se pegó un tiro. Tal vez en ese instante vertiginoso en el
que la bala mordía su corazón descubriese que Dios, en contra de lo que
proclama nuestra época, está vivo. Yo así se lo deseo.
Leo que, por haberse suicidado
cuando todavía no pesaba contra él ninguna condena firme, sus herederos no
tendrán que apechugar con responsabilidad civil alguna. Así se cumple
sarcásticamente lo que escribió André Malraux, otro ateo con muy buena
teología: «El hombre ha muerto después de Dios y vosotros buscáis en vano a
quien confiar su extraña herencia».
Juan Manuel de Prada, Publicado
en ABC el 22 de julio de 2017.
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