No se trata de ir en busca del
sufrimiento, sino de acoger con ánimo nuevo el que hay en la vida. Podemos
comportarnos con la cruz como la vela con el viento.
Jesús, en el Evangelio, nos habla de la necesidad de
tomar la propia cruz. Pero ¿cómo hacer comprender esta palabra a una sociedad,
como la nuestra, que opone el placer? Partamos de una constatación. En esta
vida, placer y dolor se suceden con la misma regularidad con la que a la
elevación de una ola en el mar le sigue una depresión y un vacío capaz de
succionar a quien intenta alcanzar la orilla. El hombre busca desesperadamente
separar a esta especie de hermanos siameses, de aislar el placer del dolor. A veces
se hace ilusiones de haberlo logrado, pero por poco tiempo. El dolor está ahí,
como una bebida embriagadora que, con el tiempo, se transforma en veneno.
Es el mismo placer desordenado que se retuerce
contra nosotros y se transforma en sufrimiento. Y esto, o improvisamente y
trágicamente, o un poco cada vez, en cuanto que no dura mucho y genera hartura
y hastío. Es una lección que nos viene de la crónica diaria, si la sabemos
leer, y que el hombre ha representado en mil formas en su arte y en su literatura.
«Un no sé qué de amargo surge de lo íntimo de cada placer y nos angustia
incluso en medio de las delicias», escribió el poeta pagano Lucrezio.
El placer en sí mismo es engañoso porque promete lo
que no puede dar. Antes de ser saboreado, parece ofrecerte el infinito y la
eternidad; pero, una vez que ha pasado, te encuentras con nada en la mano.
La Iglesia dice tener una respuesta a este que es el
verdadero drama de la existencia humana. Ha habido, desde el inicio, una
elección del hombre, hecha posible por su libertad, que le ha llevado a
orientar exclusivamente hacia las cosas visibles ese deseo y esa capacidad de
gozo de la que había sido dotado para que aspirara a gozar del bien infinito
que es Dios. Al placer, elegido contra la ley de Dios y simbolizado por Adán y
Eva que prueban del fruto prohibido, Dios ha permitido que le siguieran el
dolor y la muerte, más como remedio que como castigo. Para que no ocurriera
que, siguiendo a rienda suelta su egoísmo y su instinto, el hombre se
destruyera del todo a sí mismo y a su prójimo. (¡Hoy, con la droga y las
consecuencias de ciertos desórdenes sexuales, vemos cómo es posible destruir la
propia vida por el placer de un instante!). Así al placer vemos que se le
adhiere, como su sombra, el sufrimiento.
Cristo por fin ha roto esta cadena. Él, «en lugar
del gozo que se le proponía, soportó la cruz» (Hb 12,2). Hizo, en resumen, lo
contrario de lo que hizo Adán y de lo que hace cada hombre. Resurgiendo de la
muerte, Él inauguró un nuevo tipo de placer: el que no precede al dolor, como
su causa, sino que le sigue como su fruto; el que halla en la cruz su fuente y
su esperanza de no acabar ni siquiera con la muerte.
Y no sólo el placer puramente espiritual, sino todo
placer honesto, también el que el hombre y la mujer experimentan en el don
recíproco, en la generación de la vida y al ver crecer a los propios hijos o
nietos, el placer del arte y de la creatividad, de la belleza, de la amistad,
del trabajo felizmente llevado a término. Todo gozo. La diferencia esencial es
que es el placer en este caso, no el sufrimiento, el que tiene la última
palabra.
¿Qué hacer entonces? No se trata de ir en busca del
sufrimiento, sino de acoger con ánimo nuevo el que hay en la vida. Podemos
comportarnos con la cruz como la vela con el viento. Si lo toma por el lado
adecuado, el viento la hincha e impulsa la barca por las olas; si en cambio la
vela se atraviesa, el viento parte el mástil y vuelca todo. Bien tomada, la
cruz nos conduce; mal tomada, nos aplasta.
REL - Rainiero Cantalamessa
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