Los seres humanos tenemos una vocación natural hacia
el prójimo, una necesidad de fundirnos en amor y dolor con quienes se hallan a
nuestro lado; pero somos prisioneros de formas de vida que reprimen, envenenan
y asfixian esa vocación natural, hasta hacerla irreconocible.
En la perversión denominada fetichismo se produce un
desplazamiento del objeto del deseo. Detrás de ella hay siempre algún tipo de
disfunción, a veces puramente fisiológica, pero en la mayoría de las ocasiones
de tipo afectivo. Incapaz de amar a una persona de carne y hueso, el fetichista
se inventa un circunloquio o subterfugio que le permite destinar su amor a un
objeto inanimado. Por supuesto, detrás de ese circunloquio o subterfugio hay
miedo a enfrentarse con el trauma que lo provoca; pero el fetiche sublima el
trauma, a la vez que brinda un sucedáneo satisfactorio.
Vivimos una época que disimula sus traumas con
multitud de fetichismos. Los seres humanos tenemos una vocación natural hacia
el prójimo, una necesidad de fundirnos en amor y dolor con quienes se hallan a
nuestro lado; pero somos prisioneros de formas de vida que reprimen, envenenan
y asfixian esa vocación natural, hasta hacerla irreconocible. El individualismo
a ultranza inspirado por las ideologías en boga; la competencia encarnizada que
convierte nuestra existencia laboral en una guerra sin cuartel; el consumismo
desaforado que sostiene la economía capitalista; la saturación tecnológica que
nos convierte en seres prendidos de una pantalla… Nuestra forma de vida, en
fin, conspira contra esa vocación natural. Y, como nos falta valor para renegar
de nuestra forma de vida (de los sobornos y comodidades que nos brinda),
necesitamos idear circunloquios y subterfugios que disimulen nuestro egoísmo y
nos procuren desahogos satisfactorios que anestesien siquiera por un rato el
dolor de una vida que ha renunciado a su vocación natural.
En algún artículo anterior nos hemos referido a la
filantropía como forma de fetichismo que nos permite destinar a una abstracta
Humanidad el amor que no dedicamos a las personas de carne y hueso que nos
rodean. Joseph Roth, en La cripta de los capuchinos (1938), nos advertía
proféticamente de otro fetichismo entonces naciente que hoy ha alcanzado cotas
desquiciadas: «Siempre me ha parecido que los hombres que aman demasiado a los
animales emplean en ellos una parte del amor que debieran dar a los seres
humanos; y me di cuenta de lo justa que era esta apreciación cuando comprobé
casualmente que los alemanes del Tercer Reich amaban a los perros lobos, a los
pastores alemanes. “¡Pobres ovejas!”, me dije». En general, podríamos afirmar
que en la adhesión a las causas de apariencia más noble puede esconderse, como
una serpiente entre la maleza, este veneno del fetichismo, la tentación de
sustituir el compromiso concreto con las cosas ciertas por entelequias muy
campanudas y rimbombantes que desplazan el objeto de nuestro amor. Todas las
ideologías contemporáneas son, en realidad, refinados fetichismos que nos
permiten sortear nuestras obligaciones concretas y suplantarlas por un
activismo ruidoso y vacuo.
Lo pensaba el otro día mientras escuchaba las
universales reacciones furibundas que había ocasionado la retirada de Estados
Unidos del Acuerdo de París para la reducción de gases de efecto ‘invernadero’.
Pero lo cierto es que si Trump ha decidido retirarse de semejante tratado es
porque ha percibido que hay una muchedumbre infinita, repartida por todo el
planeta, prisionera de formas de vida que demandan una mayor emisión de tales
gases. Una muchedumbre que compra bulímicamente trapos confeccionados en
talleres o ergástulas de Pakistán de los que se cansa a las pocas semanas; una
muchedumbre que, en lugar de fomentar el comercio local, lo adquiere todo por
internet; una muchedumbre que, en lugar de aguantar estoicamente los rigores
del verano, respira aire refrigerado las veinticuatro horas del día; una
muchedumbre que, en lugar de conformarse con la fruta autóctona propia de cada
estación, compra frutas exóticas transportadas desde las antípodas; una
muchedumbre que renueva constantemente sus teléfonos móviles, sus artilugios
electrónicos y automóviles; una muchedumbre incontable, en fin, que cultiva
todos los hábitos que aumentan los gases de efecto invernadero. Pero esa
muchedumbre consumista ha encontrado en el presidente de Estados Unidos el
fetiche sobre el que poder desaguar una indignación aspaventera que no siente
sinceramente; pues, si la sintiera, tendría que abominar de su forma de vida.
Mucho más sencillo que abominar de nuestra forma de vida resulta elegir un
fetiche sobre el que desaguar nuestra ira. En este caso, el botarate Trump, que
no ha hecho sino garantizarnos la forma de vida de la que somos prisioneros.
REL - Juan Manuel de Prada
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