De lo que se trata
ahora es de imponer desde el poder político una determinada visión
antropológica con una batería de coacciones que producen perplejidad y
comprensible preocupación.
En un memorable artículo de hace pocas semanas, el expresidente
del Foro de la Familia acuñaba el término “confesionalismo de género” para
definir el conjunto de leyes que se están aprobando en las Comunidades
Autónomas sobre la identidad sexual de las personas. Se trata, supuestamente,
de combatir cualquier rastro de discriminación por motivos de orientación
sexual, pero semejante pretexto no resiste un mínimo análisis. Afortunadamente
nuestras leyes ya disponen de los instrumentos necesarios para proteger a las
personas frente a esos abusos, que ciertamente han existido y deben ser
completamente erradicados. De lo que se trata ahora es de imponer desde el
poder político una determinada visión antropológica (la ideología de género),
con una batería de coacciones que producen perplejidad y comprensible preocupación.
Lo sucedido estos días en el colegio Juan Pablo II de
Alcorcón, cuyo director ha sido sancionado tras exponer severas críticas al
contenido de la correspondiente ley en Madrid, y en Valencia, donde se amenaza
a los padres que no reconozcan la identificación sexual expresada por sus hijos
con ser denunciados por maltrato infantil, es solo una mínima consecuencia de
la aplicación de este aparato jurídico delirante.
No estamos aquí ante una evolución social decantada de
forma natural, fruto del debate libre o del desgaste de anteriores presupuestos
culturales. Estamos ante una verdadera obra de ingeniería social ajena al
sentir de la gran mayoría de la sociedad pero amparada en una férrea protección
de los grandes centros de poder cultural (especialmente, aunque no sólo, los
medios de comunicación), que han conseguido generar una auténtica espiral de
silencio. De hecho, oponerse públicamente a los dogmas de la ideología de
género implica en muchos casos poner en riesgo la propia carrera profesional o
académica, así como afrontar un verdadero estigma social. Así se explica la
cortina de silencio que rodea a un asunto en el que la inmensa mayoría de la
gente no se siente reconocida, pero ante el que la mayoría prefiere ponerse de
perfil.
La violencia (porque es propiamente una violencia) que se
exhibe contra quienes disienten de esta nueva confesión forzosa sería
inimaginable en cualquier otro campo de la vida civil. Pensemos, por ejemplo,
en la dureza de las críticas a las leyes laborales, o las que se relacionan con
temas de seguridad pública: como es natural en una sociedad pluralista el
debate es muy vivo, y a nadie se le ocurriría condenar al ostracismo a quienes
denuncian la reforma laboral o la ley de seguridad ciudadana.
Y es que el nuevo “confesionalismo de género” es una
peligrosa novedad en el ámbito jurídico-político de las democracias
occidentales. Tampoco nos engañemos, España no es el primer escenario. Es
conocida la violencia con que fueron reprimidas algunas manifestaciones contra
el matrimonio homosexual en Francia, o las penas de cárcel contra padres que se
han negado a que sus hijos sean adoctrinados en algunos Länder alemanes, o la
forma en que han perdido su trabajo funcionarios británicos que no han aceptado
el rodillo.
Naturalmente el aparato jurídico es sólo el bisturí (o
los fórceps) para que la ideología penetre en el tejido social. Por desgracia
estamos ante una verdadera inversión de los factores: aquí no es la cultura
compartida la que genera un nuevo ordenamiento jurídico, sino unas leyes
introducidas a machamartillo (aunque respetando los procedimientos
parlamentarios, bien es cierto) las que propician una aceleración vertiginosa
del cambio cultural en una dirección predeterminada por el poder.
En un reciente diálogo le planteé a Benigno Blanco cuáles
serían las líneas fundamentales para afrontar este desafío en el marco de una
convivencia civil de la que ninguno deseamos salirnos y en la que aspiramos a
ser protagonistas como el que más. Señaló en primer lugar que, frente a un
ataque a la libertad, lo primero que debemos hacer es ejercerla. En este caso
tomando postura pública sobre el significado de la sexualidad, siempre con
razones adecuadas y con respeto a las personas. Añado que la forma propia de
este ejercicio es el testimonio, que implica nuestra propia experiencia en el
discurso público que realizamos y, naturalmente, asumiendo el coste que
conlleva.
Una segunda línea se refiere al trabajo educativo de
fondo. Este desafío nos mueve a educar sin descanso en el campo afectivo-sexual,
y por tanto en el significado de la vida humana en su horizonte total. Educar
en la familia, en la escuela, en los lugares de ocio, en las relaciones de
amistad. Sin este trabajo educativo que requiere corazón, inteligencia,
paciencia y apertura a la libertad de los otros, todo sería inútil. Educar
sería imposible sin comunidades vivas donde se hace experiencia del valor de la
diferencia sexual, por tanto, sin una red viva de familias. Y no olvidemos que
es más sencillo agitar la calle que educar día a día, contra viento y marea.
Por último, el expresidente del Foro de la Familia
hablaba de ejercer nuestros derechos como ciudadanos, apelando a las garantías
constitucionales cuando se vean amenazados. Aquí también será necesario
explorar la vía de la objeción de conciencia, que recientemente señalaba el
cardenal Scola como una institución trascendental para evitar cualquier deriva
totalitaria en Europa. A pesar de todo lo dicho, Europa (y dentro de ella
España) sigue siendo un espacio donde es posible el debate público y rigen las
leyes. Y ese espacio debe ser aprovechado incansablemente para favorecer el
testimonio de la verdad y la construcción de una vida buena.
José Luis Restán29 diciembre 2016
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