Nossa
Senhora de Lourdes
Evangelho: Mc 7 14-23
14 Convocando novamente o povo, dizia-lhes:
«Ouvi-Me todos e entendei: 15 não há coisas fora do homem que,
entrando nele, o possam manchar; mas as que saem do homem, essas são as que
tornam o homem impuro. 16 Se alguém tem ouvidos para ouvir, oiça». 17
Tendo entrado em casa, deixada a multidão, os Seus discípulos interrogaram-n'O
sobre esta parábola. 18 Ele respondeu-lhes: «Também vós sois
ignorantes? Não compreendeis que tudo o que de fora entra no homem não o pode
contaminar, 19 porque não entra no seu coração, mas vai ter ao
ventre e lança-se num lugar escuso?». Com isto declarava puros todos os
alimentos. 20 E acrescentava: «O que sai do homem, isso é que mancha
o homem. 21 Porque do interior, do coração do homem, é que procedem
os maus pensamentos, os furtos, as fornicações, os homicídios, 22 os
adultérios, as avarezas, as perversidades, as fraudes, as libertinagens, a
inveja, a maledicência, a soberba, a insensatez. 23 Todos estes
males procedem de dentro e contaminam o homem».
Comentário:
Jesus Cristo continua a desmistificar a
interpretação da Lei de Moisés que os chefes do povo, nomeadamente os Príncipes
dos Sacerdotes e os Escribas, se foram atribuindo o direito de impor.
O que não passava de normas e recomendações de
cariz meramente social, de comportamento básico como a higiene e os cuidados a
ter com o próprio corpo, passaram, assim, a ser regras rígidas de carácter religioso
cuja observância era obrigatória desvirtuando completamente não só o sentido da
Lei mas, o que era mais grave, esquecendo o verdadeiramente importante a ter em
conta
(ama,
comentário sobre Mc 7, 14-23, 2014.02.12)
Leitura espiritual
Al
encuentro de Jesús
Como
en Emaús, tantas veces nos gustaría que Jesús se quedara junto a nosotros, para
darnos consejo, consuelo y afecto. En este artículo se anima a buscar a ese
Cristo en la Eucaristía.
Quédate
con nosotros, porque ya está anocheciendo y va a caer el día [1]. «Ésta fue la
invitación apremiante que, la tarde misma del día de la resurrección, los dos
discípulos que se dirigían hacia Emaús hicieron al Caminante que a lo largo del
trayecto se había unido a ellos. Abrumados por tristes pensamientos, no se
imaginaban que aquel desconocido fuera precisamente su Maestro, ya resucitado.
No obstante, habían experimentado cómo “ardía” su corazón (cfr. Lc 24, 32)
mientras él les hablaba explicando las Escrituras. La luz de la Palabra
ablandaba la dureza de su corazón y “se les abrieron los ojos” (cfr. Ibid. 31).
Entre la penumbra del crepúsculo y el ánimo sombrío que les embargaba, aquel
Caminante era un rayo de luz que despertaba la esperanza y abría su espíritu al
deseo de la plena luz. “Quédate con nosotros”, suplicaron, y Él aceptó. Poco
después el rostro de Jesús desaparecería, pero el Maestro se había quedado
veladamente en el “pan partido”, ante el cual se habían abierto sus ojos» [2].
Así
comienza la carta que Juan Pablo II escribió con motivo del Año de la
Eucaristía. La escena de los discípulos de Emaús es de gran actualidad: Dios
que se hace el encontradizo para acompañar al hombre en el camino de la vida;
siempre acude a confortarlo y, en el momento malo, devuelve a los corazones la
alegría y la esperanza perdidas.
Una
vez logrado su propósito, el Señor desaparece y deja solos a aquellos dos
discípulos de Emaús; pero es una soledad aparente, para quien mira únicamente
con los ojos del cuerpo. En realidad, se ha quedado, para todos y para siempre,
en la Eucaristía; de tal manera que la escena de Emaús se repite una y otra vez
en nuestras vidas, siempre que lo necesitemos.
Jesús
se ha quedado en la Eucaristía para remediar nuestra flaqueza, nuestras dudas,
nuestros miedos, nuestras angustias; para curar nuestra soledad, nuestras
perplejidades, nuestros desánimos; para acompañarnos en el camino; para
sostenernos en la lucha. Sobre todo, para enseñarnos a amar, para atraernos a
su Amor [3] .
¡Qué
fácil resulta acercarse al Sagrario cuando contemplamos la maravilla de un Dios
que se ha hecho hombre, que se ha quedado con nosotros! Vamos a su encuentro
para abrir nuestro corazón y ser confortados como los discípulos de Emaús.
Entonces, cuando acudimos al Señor con esta confianza, la Eucaristía pasa a ser
una necesidad; se sitúa como centro y raíz de nuestra vida interior, y
–consecuencia inseparable– como alma de nuestro apostolado.
¿ACASO NO ARDÍA NUESTRO
CORAZÓN?
La
fecundidad del apostolado depende de nuestra unión con Cristo. Nosotros solos
no podemos hacer nada: sine me nihil potestis facere [4] . Cada uno conoce su
poquedad y experimenta con frecuencia las propias miserias. Además, alguna vez
podrán darse situaciones concretas en las que, debido al cansancio de la
intensa jornada de trabajo o a las dificultades que encontramos en la labor
apostólica, perdamos de vista la grandeza de nuestra vocación de cristianos y
se apague en nosotros la llama que nos inflama para el apostolado.
En
la Eucaristía encontramos la fuerza que nos sostiene porque le encontramos a
Él. Es un encuentro personal en el que Jesús se dona y nos concede su eficacia.
Cada vez que acudimos necesitados a rezar delante del Sagrario, Cristo, al
igual que hizo con los discípulos de Emaús, da sentido a nuestra vida, nos devuelve
la visión sobrenatural, nos conforta en nuestras dificultades y nos llena de
ansias de apostolado. Omnia possum in eo qui me confortat [5] , con el Señor lo
podemos todo quia tu es Deus fortitudo mea [6] . En este Sacramento, queda
patente que la sangre de Cristo redime y a la vez alimenta y deleita. Es sangre
que lava todos los pecados (cfr. Mt 26, 28) y vuelve pura el alma (cfr. Ap 7,
14). Sangre que engendra mujeres y hombres de cuerpo casto y de corazón limpio
(cfr. Zac 9, 17). Sangre que embriaga, que emborracha con el Espíritu Santo y
que desata las lenguas para cantar y narrar las magnalia Dei (Hch 2, 11), las
maravillas de Dios [7].
La
unión con Cristo nos embriaga con el Espíritu Santo, nos llena el corazón – ¿no
es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros mientras nos hablaba por
el camino y nos explicaba las Escrituras? [8] – y nos lanza a proclamar las
grandezas del Señor, a comunicar a los demás nuestra alegría, con el celo del
mismo Cristo. “Nonne cor nostrum ardens erat in nobis, dum loqueretur in via?”
—¿Acaso nuestro corazón no ardía en nosotros cuando nos hablaba en el camino?
Estas palabras de los discípulos de Emaús debían salir espontáneas, si eres
apóstol, de labios de tus compañeros de profesión, después de encontrarte a ti
en el camino de su vida [9].
El
cristiano puede recibir la buena semilla siguiendo los numerosos actos de
piedad que forman parte de la tradición de la Iglesia: la Santa Misa, la
oración delante del Tabernáculo –siempre que sea posible–, la visita al
Santísimo, la meditación frecuente del canto Adoro te devote , las comuniones
espirituales, la alegría de descubrir Sagrarios cuando vamos por la calle...
Todo esto es un verdadero encuentro con Cristo del que salimos renovados para
la lucha interior y el apostolado.
La
unión con Cristo alcanza su culmen cuando lo recibimos en la Sagrada Comunión.
En ese momento nos encontramos con Él de manera más plena, más íntima, nos va
haciendo cada vez más ipse Christus . Aprovechemos para hablar con Él de nuestros
amigos, y pedirle que les remueva. San Josemaría nos lo dejó grabado: ¡Jesús se
ha quedado en la Hostia Santa por nosotros!: para permanecer a nuestro lado,
para sostenernos, para guiarnos. —Y amor únicamente con amor se paga. —¿Cómo no
habremos de acudir al Sagrario, cada día, aunque sólo sea por unos minutos,
para llevarle nuestro saludo y nuestro amor de hijos y de hermanos? [10]
Esta
realidad es compatible con situaciones en las que no recibimos consuelo
sensible en el trato con Dios, o pasamos por un periodo de mayor sequedad en la
vida interior. Es entonces el momento de encontrarnos con el Señor en la Cruz,
elemento imprescindible del apostolado. Para convertirnos realmente en almas de
Eucaristía y almas de oración, no cabe prescindir de la unión habitual con la
Cruz, también mediante la mortificación buscada o aceptada [11].
LLEVAR AL ENCUENTRO DE LA
EUCARISTIA
«Los
dos discípulos de Emaús, tras haber reconocido al Señor, “se levantaron al
momento” (Lc 24,33) para ir a comunicar lo que habían visto y oído. Cuando se
ha tenido verdadera experiencia del Resucitado, alimentándose de su cuerpo y de
su sangre, no se puede guardar la alegría sólo para uno mismo. El encuentro con
Cristo, profundizado continuamente en la intimidad eucarística, suscita en la
Iglesia y en cada cristiano la exigencia de evangelizar y dar testimonio» [12].
Proceder
así es la reacción lógica de quien ha descubierto un bien –en este caso, el
Bien– del que se pueden beneficiar las personas queridas. Debemos conseguir
“contagiar” –en nuestra labor apostólica– a cuantos más mejor, para que también
miren y frecuenten esa amistad inigualable [13]. Hacer apostolado es poner a
los hombres delante de Cristo: llevarlos al encuentro del Maestro, como llevó
Andrés a Pedro o Felipe a Natanael [14]. Para esto, hemos de acercar a nuestros
amigos a los lugares por donde pasa Jesús ; provocar el encuentro en el camino
para que sean curados como el ciego de nacimiento, confortados como los
discípulos de Emaús o llamados como Mateo.
Se
llena nuestro corazón de alegría cuando realizamos un profundo apostolado de la
Confesión y de la Eucaristía con las personas que tenemos a nuestro alrededor.
Cuando hay amistad resulta fácil hablar de Dios a nuestros amigos. Se abren
nuestros ojos como lo de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y
aunque Él vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de
emprender de nuevo la marcha —anochece—, para hablar a los demás de Él, porque
tanta alegría no cabe en un pecho solo [15].
PROMOVER LA CULTURA DE LA
EUCARISTÍA
El
primer encuentro con Jesús para muchas personas será nuestro propio ejemplo,
nuestra vida que busca la identificación con Cristo, y seremos instrumentos
para llevarles al Maestro. El ejemplo de una vida cristiana coherente arrastra,
por eso no hemos de tener miedo a mostrarnos como cristianos y actuar como
tales en medio del mundo. Es una de las propuestas que Juan Pablo II realizó en
numerosas ocasiones: «los cristianos se han de comprometer más decididamente a
dar testimonio de la presencia de Dios en el mundo. No tengamos miedo de hablar
de Dios ni de mostrar los signos de la fe con la frente muy alta. La “cultura
de la Eucaristía” promueve una cultura del diálogo, que en ella encuentra
fuerza y alimento. Se equivoca quien cree que la referencia pública a la fe
menoscaba la justa autonomía del Estado y de las instituciones civiles, o que
puede incluso fomentar actitudes de intolerancia» [16].
Testimoniar
nuestra fe exteriormente es un derecho como ciudadanos y un deber como
cristianos; es una conducta acorde a la dignidad de la persona y una respuesta
al ansia que todos los hombres tienen en su corazón de conocer la verdad. Nos
hiciste Señor para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Ti
[17]. Llevar a los hombres frente a la Verdad es el mayor bien que les podemos
hacer, un bien que libera, que nunca es intolerante: conoceréis la verdad y la
verdad os hará libres [18]. Nuestro testimonio de almas de Eucaristía dará la
luz que permita a otros acercarse a la Luz. Cuando, al llegar a aquella aldea,
Jesús hace ademán de seguir adelante, los dos discípulos le detienen, y casi le
fuerzan a quedarse con ellos. Le reconocen luego al partir el pan: El Señor,
exclaman, ha estado con nosotros. (... ) Cada cristiano debe hacer presente a
Cristo entre los hombres; debe obrar de tal manera que quienes le traten
perciban el bonus odor Christi, el buen olor de Cristo; debe actuar de modo
que, a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del
Maestro [19].
LA LLAMADA, FRUTO DEL
ENCUENTRO
Ante
la triste ignorancia que hay, incluso entre muchos católicos, pensemos, hijas e
hijos míos, en la importancia de explicar a las personas qué es la Santa Misa y
cuánto vale, con qué disposiciones se puede y se debe recibir al Señor en la
comunión, qué necesidad nos apremia de ir a visitarle en los sagrarios, cómo se
manifiestan el valor y el sentido de la urbanidad de la piedad . Ahí se nos
abre un campo inagotable y fecundísimo para el apostolado personal [20].
Si
nuestra vida es de verdad eucarística, si toda nuestra jornada gira en torno al
Santo Sacrificio y al Sagrario, nos saldrá como algo natural dar doctrina a las
personas que tenemos alrededor y llevarlas al encuentro de Cristo en la
Eucaristía. Cuando nos reunimos ante el altar mientras se celebra el Santo
Sacrificio de la Misa, cuando contemplamos la Sagrada Hostia expuesta en la
custodia o la adoramos escondida en el Sagrario, debemos reavivar nuestra fe,
pensar en esa existencia nueva, que viene a nosotros, y conmovernos ante el
cariño y la ternura de Dios [21] . La persona que se acerca a la Eucaristía,
encuentra personalmente a Cristo y se pone en situación de poder oír su
llamada, la misma que recibieron los primeros doce y tantos otros personajes
que, como narra el Evangelio, se cruzaron con Jesús en su camino: ven y
sígueme.
l. fernández
vaciero
--------------------------
[1]
Lc 24, 29.
[2]
Juan Pablo II, Litt. ap. Mane nobiscum Domine, 7-X-2004, n. 1.
[3]
Del Prelado, Carta 6-X-2004, n. 8.
[4]
Jn 15, 5.
[5]
Fil 4, 10.
[6]
Sal 43 [42], 2 (Vg).
[7]
Del Prelado, Carta, 6-X-2004, n. 33.
[8]
Lc 24, 32.
[9]
San Josemaría, Camino, n. 917
[10]
San Josemaría, Surco n. 686.
[11]
Del Prelado, Carta, 6-X-2004 , n. 36.
[12]
Juan Pablo II, Litt. ap. Mane nobiscum Domine, 7-X-2004, n. 23.
[13]
Del Prelado, Carta, 6-X-2004, n. 35.
[14]
Cfr. Jn 1, 40-45.
[15]
San Josemaría, Amigos de Dios, n. 314.
[16]
Juan Pablo II, Litt. ap. Mane nobiscum Dominum, 7-X-2004, n. 26.
[17]
San Agustín, Confesiones, 1, 1, 1.
[18]
Jn 8, 32.
[19]
San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 105
[20]
Del Prelado, Carta, 6-X-2004, n. 35.
[21]
San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 153.
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