A leitura tem feito muitos santos.
(S. josemaria, Caminho 116)
Está aconselhada a leitura espiritual diária de mais ou menos 15 minutos. Além da leitura do novo testamento, (seguiu-se o esquema usado por P. M. Martinez em “NOVO TESTAMENTO” Editorial A.
O. - Braga) devem usar-se textos devidamente aprovados. Não deve ser leitura apressada, para “cumprir horário”, mas com vagar, meditando, para que o que lemos seja alimento para a nossa alma.
Para ver, clicar SFF.
O. - Braga) devem usar-se textos devidamente aprovados. Não deve ser leitura apressada, para “cumprir horário”, mas com vagar, meditando, para que o que lemos seja alimento para a nossa alma.
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Evangelho:
Mc 1, 23-45
23 Na sinagoga estava um
homem possesso dum espírito imundo, que começou a gritar: 24 «Que
tens que ver connosco, Jesus de Nazaré? Vieste para nos perder? Sei Quem és, o
Santo de Deus». 25 Mas Jesus o ameaçou dizendo: «Cala-te, e sai
desse homem!». 26 Então o espírito imundo, agitando-o violentamente
e dando um grande grito, saiu dele. 27 Ficaram todos tão admirados,
que se interrogavam uns aos outros: «Que é isto? Que nova doutrina é esta? Ele
manda com autoridade até nos espíritos imundos, e eles obedecem-Lhe». 28
E divulgou-se logo a Sua fama por toda a região da Galileia. 29 Logo que saíram da sinagoga, foram a casa de Simão e
de André, com Tiago e João. 30 A sogra de Simão estava de cama com
febre. Falaram-Lhe logo dela. 31 Jesus, aproximando-Se e tomando-a
pela mão, levantou-a. Imediatamente a deixou a febre, e ela pôs-se a servi-los.
32 Ao anoitecer, depois do sol-posto, traziam-Lhe todos os enfermos
e possessos, 33 e toda a cidade se tinha juntado diante da porta. 34
Curou muitos que se achavam atacados com várias doenças, expulsou muitos
demónios, e não permitia que os demónios dissessem quem Ele era. 35
Levantando-Se muito antes de amanhecer, saiu e foi a um lugar solitário e lá
fazia oração. 36 Simão e os seus companheiros foram procurá-l'O. 37
Tendo-O encontrado, disseram-Lhe: «Todos Te procuram». 38 Ele
respondeu: «Vamos para outra parte, para as aldeias vizinhas, a fim de que Eu
também lá pregue, pois para isso é que Eu vim». 39 E andava pregando
nas sinagogas, por toda a Galileia, e expulsava os demónios. 40 Foi ter com Ele um leproso que, suplicando e pondo-se de joelhos, Lhe
disse: «Se quiseres podes limpar-me». 41 Jesus, compadecido dele,
estendeu a mão e, tocando-o, disse-lhe: «Quero, fica limpo». 42
Imediatamente desapareceu dele a lepra e ficou limpo. 43 E logo
mandou-o embora, dizendo-lhe com tom severo: 44 «Guarda-te de o
dizer a alguém, mas vai, mostra-te ao sacerdote, e oferece pela purificação o
que Moisés ordenou, para que lhes sirva de testemunho». 45 Ele,
porém, retirando-se, começou a contar e a divulgar o sucedido, de modo que
Jesus já não podia entrar abertamente numa cidade, mas ficava fora nos lugares
desertos, e de toda a parte vinham ter com Ele.
Amor y sexualidade 1
La
grandeza de la sexualidad humana
Desde que comencé a ocuparme de estos
temas, he sentido una inclinación irresistible a unir a la palabra “sexualidad”
algún término o expresión enérgicamente ponderativos, hablando así del
prodigio, de la grandeza, del vigor, de la maravilla, de la sublimidad… de la
sexualidad humana[1].
Y es que, lejos de esas visiones
empobrecedoras que pretenden reducirla a mera genitalidad o a sentimentalismo o
difuso o apasionado, lejos también de las aberraciones que tienden a
animalizarla mediante representaciones gráficas de varones o mujeres con
denigrantes y provocadoras posturas infrahumanas, la caracterización
fundamental de la sexualidad, desde el punto de vista que ahora quiero dibujarla,
que es el de su ejercicio, puede realizarse mediante dos afirmaciones.
a) Por un lado, se configura como una
participación inefable en el poder creador e infinitamente amoroso de Dios;
algo, por tanto, que nos identifica notablemente con Él y nos torna más amables
y más amantes.
b) Por otro, compone un medio
privilegiado, tal vez el más específico, para despertar, instaurar,
incrementar, consolidar, enardecer, madurar y hacer fructificar más y más[2] el
amor entre un varón y una mujer precisamente en cuanto tales, en cuanto
sexuados.
¿Cuestión de prioridades?
Y no es que una caracterización preceda
sin más a la otra ni, mucho menos, que se sitúe al margen de ella o simplemente
se le yuxtaponga. Ni siquiera que estén coordinadas.
Muy al contrario, existe una íntima
conexión entre la sexualidad como participación en el infinito amor creador de
Dios y su condición de medio para instaurar relaciones también amorosas entre
varón y mujer. Y si hubiera que sugerir alguna prioridad, esta correspondería a
lo señalado en segundo término.
Con otras palabras: la sexualidad puede
configurarse como trasunto del inefable Amor de Dios, que crea a cada hombre
para encaminarlo hacia la dicha sin fin en el interior de Su propia Vida felicísima,
porque es capaz de establecerse como acto y expresión portentosos del amor
humano, y no a la inversa.
Según explica Caffarra: «El hecho de que
la sexualidad humana esté en condiciones de dar origen a una nueva vida humana
se debe, a su vez, al hecho de que la sexualidad está en condiciones de poner
en la existencia una comunión de amor»[3].
Me interesa subrayar este extremo, porque
con relativa frecuencia se ha pretendido que la tradición católica reduce la
sexualidad a mero instrumento de procreación. Y no es así o, al menos, no total
ni principalmente.
Sin duda, frente a cierta mentalidad
difundida en nuestros días, contribuir a la venida al mundo de una nueva
persona constituye una de los más grandes prodigios que el varón y la mujer
pueden llevar a cabo.
Con palabras de Caffarra: «El que una
persona comience a existir constituye sin duda el mayor acontecimiento del
universo creado, después de la Encarnación del Verbo»[4].
Pero semejante posibilidad se apoya a su
vez en la aptitud de la sexualidad para instituir entre ambos una sublime
relación de amor: es el amor el que hace posible la fecundidad, y no al
contrario.
Se entiende, entonces, por qué Soloviev
se empeña en poner de manifiesto que la sexualidad no guarda una relación
unívoca, bilateral y exclusiva con la procreación, sino que encierra
necesariamente, también, otro sentido más hondo[5].
Solo a modo de ilustración:
Por tanto, el significado de la diferencia
sexual (y del amor sexual) debe buscarse no en relación con la idea de la vida
de la especie y su reproducción, sino únicamente con la idea del organismo
superior […]. Por último, parangonado a todo el reino animal, el hombre tiene
la capacidad reproductiva más limitada, y sin embargo el amor sexual alcanza en
él su mayor altura y su fuerza más intensa, uniendo en su grado má¬ximo la
constancia de las relaciones (típica de los pájaros) con la intensidad de la
pasión (típica de los mamíferos). Y así, resulta que el amor sexual y la reproducción
de la especie tienen una relación inversamente proporcional: cuanto más fuerte
es el uno, tanto más débil es la otra […]. Al mismo resultado se llega si se
considera el amor sexual solo en el mundo humano, donde asume más agudamente
que en el mundo animal este carácter individual gracias al cual una persona
específica y concretamente determinada del otro sexo viene a asumir para el
amante un valor absoluto como ser único e insustituible, como fin en sí[6].
Consideremos más detenidamente la cuestión.
La
sexualidad humana puede dar origen a una nueva vida humana
por
estar en condiciones de poner en la existencia una comunión de amor
Toda
persona es un fin, término del amor humano
Aunque tal vez se quedara un poco corto y
no lo justificara ontológicamente, Kant acertó al sostener que ningún ser
humano debe nunca ser tratado como simple medio, sino siempre también como fin.
Y Soloviev lo expone ajustadamente, en
relación al tema que nos ocupa. Tras sostener de forma explícita que «el amor
sexual es, tanto para los animales como para el hombre, el momento de máximo
esplendor de la existencia individual»; y tras aclarar que eso «no significa
que la atracción sexual sea solo un medio para la simple reproducción o
multiplicación de los organismos, sino más bien que está finalizada a través de
la rivalidad y la selección sexual a la producción de organismos cada vez más
perfectos», afirma sin la menor vacilación que tal cosa no puede afirmarse del
ser humano. Y da la razón oportuna:
De hecho, en la humanidad, el principio
individual [personal] tiene un valor autónomo y no puede ser, en su más alta
manifestación, un mero instrumento para fines como el del proceso histórico,
que le son extraños. O más bien habría que decir que el auténtico fin del
proceso histórico no es tal que la persona humana pueda servirle exclusivamente
como instrumento pasivo o transitorio[7].
Con palabras más certeras, quiere esto
decir que la única actitud definitivamente adecuada respecto a una persona, a
cualquiera, es la de amarla, procurando su bien, perfectamente compatible con
la búsqueda simultánea de bienes distintos, pero dotado de cierta y clara
prioridad de naturaleza respecto a esos otros.
A ello he apuntado tantas veces al
sostener que todo hombre es término de amor. En las circunstancias que fueren,
si no lo amo, si no persigo su bien de manera decidida, estoy atentando contra
su dignidad. Siempre.
Con todo, hay momentos en una biografía
donde esa exigencia se torna más perentoria. Por ejemplo, cuando el cónyuge, un
hijo o un amigo vuelven a uno, arrepentidos por la injuria más o menos grave
que le hayan podido infligir… o por cualquier barbaridad llevada a cabo. En esa
coyuntura, más conforme mayores fueran la afrenta y el arrepentimiento, nuestro
amor hacia quien viene a nosotros debe alcanzar cotas que rozan con lo
inefable: ante un alma compungida que se acerca en busca de perdón, deberíamos
incrementar nuestro cariño hasta el punto de que, con un deje de metáfora que
no aleja sin embargo de la auténtica disposición interior, la única actitud
coherente sería la de acogerla de rodillas. Algo muy similar ocurre en las
cercanías de la muerte o en el momento de contraer matrimonio: resultaría vil y
canallesco que en tales circunstancias nuestra conducta incluyera algún móvil
distinto del más noble y limpio amor. Y lo mismo podría sostenerse de casos
análogos.
Pero si existe un instante privilegiado
en que las disposiciones amorosas han de llevarse al extremo, este es
precisamente el de la concepción, condición de condiciones de todo desarrollo
humano, justo por estar situada en su mismo inicio. De ahí que cualquier modo
de dar entrada al mundo a un hombre que no sea el explícito y directísimo acto
de amor entre un varón y una mujer constituya una afrenta grave contra la
dignidad de la persona a la que se va a otorgar la vida… con independencia
absoluta de las intenciones subjetivas y de la imputabilidad de la acción.
Cualquier
modo de dar entrada al mundo a un hombre que
no
sea el explícito y directísimo acto de amor entre
un
varón y una mujer constituye una afrenta grave
contra
la dignidad de la persona a la que se va a otorgar la vida Y, más todavía,
término del Amor de Dios
A la misma conclusión cabe llegar desde
un punto de vista complementario. Lo definitivamente decisivo en la irrupción
al mundo de cualquier persona humana es el infinito Acto de Amor con el que
Dios le confiere el ser, volcándose sin reservas sobre ella.
Con lenguaje figurado, ese Amor
insondable es el “Texto” con que se escribe la concepción de una nueva vida
personal. Y el único “contexto” proporcionado a ese Amor sin límites es justo
un también exquisito acto de amor entre los hombres: a saber, el que dentro del
matrimonio llevan a término un varón y una mujer cuando se entregan en una
unión sin reservas, abierta a la fecundidad.
Siguiendo con el símil utilizado,
cualquier otro procedimiento provoca una ruptura insalvable y desgarradora
entre “Texto” y “contexto” y, por ese motivo, atenta contra la nobleza de quien
se pretende engendrar.
De ahí la atrocidad de las tácticas que
aspiran a sustituir la maravillosa expresión del amor sexual entre varón y
mujer por un acto de dominio técnico sobre la persona que ha de ser procreada y
la radical ilicitud de todos estos procedimientos.
Pero de ahí también que, aunque
cualquiera de estas prácticas —fecundación artificial homóloga o heteróloga,
cualquier otra técnica de instrumentación genética, eventual clonación…— se
opongan materialmente a la grandeza de quien va a ser concebido, la dignidad de
esa persona quede radical y absolutamente salvada, ¡plenamente intacta!, por el
inconmensurable Amor de Dios en virtud del cual la persona recién engendrada
entra siempre en el banquete de la existencia.
Ese Amor divino —el “Texto” de nuestra
metáfora— sana de raíz las circunstancias y disposiciones más adversas, de modo
que la persona surgida por los medios menos convenientes posee una dignidad
absoluta, como fruto inmediato de la amorosa acción divina creadora.
Se entiende entonces que San Agustín, en
uno de los más entrañables momentos de sus Confesiones, elevando su corazón a
Dios, le dé gracias sincerísimas por su hijo Adeodato, surgido como se sabe de
una relación extramatrimonial, «en la que yo —confiesa el santo— no puse sino
el pecado».
El
amor es siempre “lo primero” y lo más definidor
Pero hay más. Incluso del propio Dios
podría afirmarse que, al crear a cada persona humana, el Amor precede en cierto
modo a Su poder infinito: que es el Amor el que “pone en marcha” tal Poder.
Dios crea porque ama, porque quiere
comunicar su bien, en una medida inimaginable, a esas realidades a las que
pretende conducir hacia una plenitud y una felicidad sin límites: a las
personas. Por eso, al asociar a los hombres al surgimiento de lo que representa
el fin de su obra creadora —el incremento del número de mujeres y varones
destinados a gozar de Él por toda la eternidad—, la sexualidad se relaciona más
directa e íntimamente con el Amor que con el vigor creador… aun cuando la
manera de expresarnos sea muy imperfecta y necesariamente traicione la
simplicidad de la Vida y del Obrar divinos.
Y algo similar hay que afirmar respecto a
la actividad humana. En contra de una opinión muy extendida en otros tiempos y
de la que todavía quedan residuos, debe sostenerse sin reparos que la
sexualidad entre los hombres se liga de manera inmediata, primaria y
formalmente, a la posibilidad de establecer entre ellos relaciones auténticas
de amor.
Así lo explica Brancatisano:
En el ethos social del pasado (tomado
superficialmente en bloque), la unión sexual era considerada más en su función
social de reproducción que como el aspecto peculiar de la relación entre los
cónyuges: es decir, ese modo especialísimo mediante el que la mujer y el varón
se comunican una vida nueva, entran en una dimensión de unidad, capaz de darles
mutuamente una existencia que los conduce —juntos y en reciprocidad— a
descubrir en plenitud el sentido de la vida.
La relación de amor, factor de crecimiento
y realización del ser humano, pasaba a un segundo plano, y de esta suerte,
también la dimensión de la unión mutua, dejando al varón y la mujer a la deriva
de un destino dividido, que podría sintetizarse, para la mujer, en una
maternidad vivida en ausencia —o en una presencia muy marginal— del padre y
compañero, y para el hombre en el trabajo y en el compromiso social[8].
Y como todo amor es fecundo, efusivo,
creativo…, y como aquel que pone en juego las dimensiones genésicas goza de una
fecundidad peculiar, capaz de introducir en el mundo un nuevo ser humano…, más
que un objetivo que se busque de forma expresa, aunque de ningún modo pueda
lícita y positivamente rechazarse, la procreación es la consecuencia natural y
al tiempo gratuita del amor inter-sexuado.
Con expresión decididamente poética y
femenina, lo afirma también Brancatisano: «En este sentido la llegada de un
hijo es el hecho más natural y sobrenatural que pueda existir. Cuando amamos,
rebosamos de vida, somos creativos: deseo de hacer, de emprender, que vence las
dificultades, el dolor y el miedo. Es imparable como el viento, al que no
puedes detener cerrando las verjas»[9].
Por eso, la categoría constitutiva y la
calidad existencial de la sexualidad y de su ejercicio —su grandeza y su
belleza— se encuentran determinadas por la relación que, en sí misma y en cada
acto concreto, instaure con el amor: primero con el amor humano y, a través de
él pero como incluido en su misma naturaleza, con el divino.
Cuanto mayor sea el amor del que deriva
la unión y el que se establece en ella, más fabuloso y bello es el ejercicio de
la sexualidad entre los esposos.
Dentro de este contexto, no es difícil
advertir que la sexualidad, profundamente considerada, “se resuelve” en amor:
que toda su valía y su maravilla derivan del amor al que sirve de vehículo y al
que ayuda a crecer.
La
procreación es la consecuencia natural y al tiempo
gratuita
del amor inter-sexuado
(cont.)
__________________________________
Notas:
[1]
Un tratamiento más amplio de la sexualidad humana puede encontrarse en MELENDO,
Tomás: La belleza de la sexualidad. EIUNSA, Madrid: 2007. Y también en MELENDO,
Tomás; MARTÍ, Gabriel: Felicidad y fecundidad en el matrimonio: metafísica del
amor conyugal. Madrid: Ediciones internacionales universitarias, 2010.
[2]
Los verbos no están escogidos al azar, sino que apuntan a una progresión,
aunque ciertamente no exacta ni lineal.
[3]
CAFFARRA, Carlo: Sexualidad a la luz de la antropología y de la Biblia. Madrid:
Rialp, 1990, p. 37.
[4]
CAFFARRA, Carlo: La sexualidad humana. Madrid: Encuentro, 1987, p. 52.
[5]
Cf. SOLOVIEV, Vladimir: Smysl lubvi (1892-1894); tr. cast.: El significado del
amor. Monte Carmelo, 2009, particularmente los capítulos I y II de la versión
castellana.
[6] SOLOVIEV, Vladimir: Smysl
lubvi, cit., tr. cast., pp. 33-35.
[7] SOLOVIEV, Vladimir: Smysl
lubvi, cit., tr. cast., p. 49.
[8]
BRANCATISANO, Marta: Approccio all’antropologia della differenza. Roma:
Edizioni Università della Santa Croce, 2004, p. 26. La traducción es mía.
[9]
BRANCATISANO, Marta: Fino alla mezzanotte di mai: Apologia del matrimonio.
Milano: Leonardo International, 2004 [1ª ed., 1997], p. 112; tr. cast.: La gran
aventura: Una apología del matrimonio. Barcelona: Grijalbo, 2000, p. 87.
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