A leitura tem feito muitos santos.
(S. josemaria, Caminho 116)
Está aconselhada a leitura espiritual diária de mais ou menos 15 minutos. Além da leitura do novo testamento, (seguiu-se o esquema usado por P. M. Martinez em “NOVO TESTAMENTO” Editorial A.
O. - Braga) devem usar-se textos devidamente aprovados. Não deve ser leitura apressada, para “cumprir horário”, mas com vagar, meditando, para que o que lemos seja alimento para a nossa alma.
Para ver, clicar SFF.
O. - Braga) devem usar-se textos devidamente aprovados. Não deve ser leitura apressada, para “cumprir horário”, mas com vagar, meditando, para que o que lemos seja alimento para a nossa alma.
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Evangelho:
Mc
1, 1-22
1 Princípio do Evangelho de
Jesus Cristo, Filho de Deus. 2 Conforme está escrito na profecia de
Isaías: “Eis que envio o Meu mensageiro diante de Ti, o qual preparará o Teu
caminho”. 3 Voz do que brada no deserto: “Preparai o caminho do
Senhor, endireitai as Suas veredas”. 4 Apareceu João Baptista no
deserto, pregando o baptismo de penitência para remissão dos pecados. 5
E ia ter com ele toda a região da Judeia e todos os habitantes de Jerusalém, e
eram baptizados por ele no rio Jordão, confessando os seus pecados. 6
Andava João vestido de pêlo de camelo, trazia um cinto de couro atado à volta
dos rins e alimentava-se de gafanhotos e mel silvestre. 7 E pregava,
dizendo: «Depois de mim vem Quem é mais forte do que eu, a Quem eu não sou
digno de me inclinar para Lhe desatar as correias das sandálias. 8
Eu tenho-vos baptizado em água, Ele, porém, baptizar-vos-á no Espírito Santo». 9
Ora aconteceu naqueles dias que Jesus veio de Nazaré da Galileia e foi
baptizado por João no Jordão. 10 No momento de sair da água, viu os
céus abertos e o Espírito Santo que descia sobre Ele em forma de pomba; 11
e ouviu-se dos céus uma voz: «Tu és o Meu Filho amado, em Ti pus as Minhas
complacências». 12 Imediatamente o Espírito impeliu Jesus para o deserto.
13 E permaneceu no deserto quarenta dias, sendo tentado por Satanás.
Vivia entre os animais selvagens, e os anjos O serviam. 14 Depois
que João foi preso, Jesus foi para a Galileia, pregando o Evangelho de Deus 15
e dizendo: «Completou-se o tempo e aproxima-se o reino de Deus; arrependei-vos
e acreditai no Evangelho». 16 Passando junto do mar da Galileia, viu
Simão e André, seu irmão, que lançavam as redes ao mar, pois eram pescadores. 17
Jesus disse-lhes: «Vinde após Mim e Eu vos farei pescadores de homens». 18
Imediatamente, deixadas as redes, seguiram-n'O. 19 Prosseguindo um
pouco, viu Tiago, filho de Zebedeu, e João, seu irmão, que estavam também numa
barca a consertar as redes. Chamou-os logo. 20 Eles, tendo deixado
na barca seu pai Zebedeu com os jornaleiros, seguiram-n'O. 21 Depois
foram a Cafarnaum; e Jesus, tendo entrado no sábado na sinagoga, ensinava. 22
Os ouvintes ficavam admirados com a Sua doutrina, porque os ensinava como quem
tem autoridade e não como os escribas.
Del consentimiento al ser:
Antropología de la boda
En términos de ser, de
estricta filosofía primera, se intenta comprender y exponer el acto de casarse
o matrimonio in fieri, o la causa eficiente del matrimonio in actu ese, el
consentimiento: ¿qué sucede al ser del varón y de la mujer en el momento en que
contraen matrimonio?; ¿por qué resulta correcto afirmar que uno y otra dejan de
ser novio y novia y comienzan a ser esposo y esposa?
Quizás un buen conocedor de Forest se
sorprenda al encontrar, bajo el título de uno de los más conocidos libros del
filósofo francés[1], un escrito que, por su tema, se aleja aparentemente de los
cánones metafísicos. Para sacarlo de su asombro, bastaría apelar a otro de los
tratados del mismo autor, en el que refiere la metafísica a lo concreto[2].
En cualquier caso, las páginas que siguen
se pretenden de estricta filosofía primera. Intentan comprender y exponer, en
términos de ser, uno de los acontecimientos más relevantes de la vida de gran
parte de los varones y mujeres. Un suceso que los mejores filósofos
occidentales, tal vez sin proponérselo, trataron desde la perspectiva
metafísica y que más tarde fue perdiendo consistencia, hasta encerrarse de
forma casi exclusiva en el ámbito administrativo y legal, que hoy menos que
nunca habría que confundir con lo jurídico, en la plena acepción del
término[3].
Como el lector supondrá, me estoy
refiriendo al acto de casarse o matrimonio in fieri; o, tal vez mejor, a la
causa eficiente del matrimonio in actu esse, es decir, al consentimiento.
El punto de vista desde el que me
propongo abordar la cuestión queda reflejado mediante este par de preguntas:
¿qué sucede al ser del varón y de la mujer en el momento en que contraen
matrimonio?; ¿por qué resulta correcto afirmar que uno y otra dejan de ser
novio y novia y comienzan a ser esposo y esposa?
Una primera respuesta de conjunto, que
contiene en germen futuros desarrollos, la ofrece Tomás de Aquino al
especificar el matrimonio como realidad natural. Frente a otras, que reclaman
tal adjetivo porque proceden de manera necesaria de los principios de la
naturaleza, el matrimonio debe denominarse natural por cuanto también lo es —y,
para el hombre, de manera prioritaria y más propia— aquello a lo que la
naturaleza inclina, pero cuya perfección tan solo se alcanza con el libre
ejercicio de la voluntad, como sucede con los actos de virtud[4].
Tomado en toda su universalidad, el texto
da sintéticamente razón de las relaciones que ligan, entre los hombres,
naturaleza y cultura o naturaleza y educación. Y se apoya en la profunda
concepción de la persona humana como ser libre y, por lo tanto, como causa sui.
O, con otras palabras, en la libertad humana como capacidad de autoconstruirse
o de conducirse por sí mismo hacia la propia plenitud.
Además —y tal vez por este motivo el
texto aludido las traiga a colación—, en todo ello está en juego la percepción
de las virtudes como instrumentos de autopotenciación de la libertad,
eminentemente dinámica.
Huelga decir que me estoy refiriendo al
matrimonio como realidad natural, aunque cuanto vengo afirmando ha de
mantenerse, sublimemente fortalecido, en el sacramento[5].
1. Apuntes sobre la
naturaleza del consentimiento
1.1. Un “acto activo” de libertad
A tenor de las circunstancias actuales
—en las que la libertad se considera probablemente el valor supremo e
indiscutido, por encima incluso del amor—, parece necesario subrayar que la
única causa del matrimonio es el consentimiento[6] y que este no constituye
sino un particularísimo acto de libertad de los dos contrayentes, que redunda
en beneficio de esa misma libertad.
Además, habría que recordar que tal acto
versa sobre la totalidad de la persona de los futuros cónyuges, con especial
referencia a su capacidad de amar sexualmente y, así, unirse al otro cónyuge.
Los futuros esposos se entregan recíprocamente —y recíprocamente reciben— la
propia persona sexuada, en cuanto sexuada y apta para amar sexuada y
sexualmente y, de este modo, conformar cierta unidad con la persona del otro
cónyuge[7].
Por eso, los mueve justamente la
intención de constituir una nueva unidad de vida y amor —de amor íntimamente
vivo y unitivo—, que trasciende la individualidad de las personas respectivas,
pero no las anula, sino que las potencia, también en su singularidad.
En resumen, se trata de un ejercicio
sumamente activo de libertad, de algo que uno y otra realizan libremente porque
(se) quieren. Y, desde tal punto de vista, el término “consentimiento”, que en
el lenguaje común connota cierta pasividad, no resultaría el más adecuado.
Y escribo “resultaría” —en condicional—
porque el descubrimiento de la libre aceptación del amor como acto radicalmente
activo no se ha encarnado aún en el conjunto de nuestra cultura ni, a veces,
entre los especialistas, dedicados durante años, y con motivo, a resaltar sobre
todo la necesidad del acto de entrega.
No obstante, como sugiere Aristóteles al
afirmar que la acción del agente se cumple —o está— en el paciente[8], sin la
libre acogida de este último la pretendida entrega sería imposible y vana,
quedaría abortada. Por lo que el consentimiento, en el sentido que acabo de
indicar, resulta asimismo activo[9].
1.2. Gozoso consentimiento al ser
Lo es también —y se trata de una cuestión
capital—, por cuanto pone de manifiesto otra propiedad irrenunciable del
“hacerse” o “constituirse” del matrimonio. A saber, la aceptación consciente y
consentida, por parte de los cónyuges, de su propio ser como mujer y varón: es
decir, de su condición de persona femenina y persona masculina, destinados al
amor.
Dicho de otro modo, que explicita la
última frase: el sí conyugal es también ratificación de que no existe ningún
otro modo en que puedan amarse cabalmente un varón y una mujer, justo en cuanto
tales. O, con palabras un tanto diferentes, manifiesta la conciencia de que, en
virtud de la grandeza de su condición personal, y también de la corporeidad que
ponen en juego, solo es posible y fidedigna la entrega y unión recíprocas de un
único varón (persona masculina) con una única mujer (persona femenina). Además,
para ser verdadera, semejante entrega ha de llevarse a cabo con carácter irrevocable:
para siempre; una supuesta entrega temporal o condicionada no concuerda con la
sublimidad y el carácter absoluto (del ser) de la persona.
Desde tal punto de vista, el ejercicio
activo de la libertad por el que se entregan mutuamente es a la vez
consentimiento gozoso —también sublimemente activo— al único modo posible de
entregarse-acogerse de manera íntegra y propia: un modo que no procede del
arbitrio, sino que se encuentra inscrito en su ser como varón y como mujer[10].
Por eso, cualquier hipotético ejercicio
de la libertad que pretendiera establecer un “matrimonio” prescindiendo de los
caracteres constitutivos de la persona masculina y femenina y del amor que como
tales les corresponde —es decir, sin “consentir” a las reales posibilidades y
exigencias del matrimonio: a su ser—, carecería de vigor constitutivo, ya que,
en última instancia, no sería un auténtico acto de libertad, al menos de una
libertad desarrollada y madura.
1.3. Un querer conjunto
El término “consentimiento” pone asimismo
de relieve, como antes apunté, que en el origen del matrimonio no se sitúan
“las libertades” de los cónyuges, en plural, actuando separadamente.
Al contrario, la validez del matrimonio
exige que, como fruto de su amor mutuo, las dos voluntades se unan y,
recíprocamente potenciadas, establezcan para siempre la comunidad de vida y
amor que en ese mismo instante están alumbrando. Resulta del todo
imprescindible una acción conjunta, en la que las dos voluntades, unidas entre
sí, realicen el mismo y único acto: con-sientan.
Pero también bajo este prisma sería
oportuna una corrección terminológica. “Consentimiento”, de cum-sentire o
sentir-con, resulta más propio de los dominios afectivos, reactivos por
naturaleza. De ahí la conveniencia de emplear términos como “con-volición”,
cum-velle o querer-con, en los que se pone de manifiesto el acto supremamente
libre de la voluntad, el querer, entendido como amor; y, entonces, resultaría
aún más correcto acudir a expresiones como “con-dilección”, cum-diligere o
amar-con.
Un querer conjunto —el amor conyugal,
ahora iniciado—, que habrá que desarrollar a lo largo de toda la vida como esposos,
ya que, según la afirmación clásica, aquello mismo que ha dado origen a una
realidad debe hacerla crecer y llevarla a plenitud. En este caso, estamos ante
un formidable acto de amor conjunto que, en virtud de su peculiarísima
naturaleza, puede calificarse como amor de amores y cuya maduración reclama
asimismo el querer-conjunto de ambos esposos.
1.4. El surgir de la institución
Ese acto egregio y sublime de libertad
origina la institución y el vínculo exclusivo y de por vida[11], ya que, a
través de él, este varón particular ordena, individualiza y liga toda su
capacidad de amar sexualmente a esta mujer también singular, y viceversa. Si es
propio de la condición de persona masculina el ser potencialmente para la
persona femenina —y viceversa—, en el momento de la boda se actualiza de manera
radical y definitiva esa notabilísima virtualidad, haciendo crecer a uno y otra
e incrementando su libertad o capacidad de autoconstruirse y, trascendiéndose,
autoconducirse al propio Fin.
El novio se convierte en varón para su
propia mujer (esta en particular, única e irrepetible, y ninguna otra) y la
novia en mujer para su propio varón (este en particular, único e irrepetible, y
ningún otro); y, por lo mismo, como fruto del vigor de la libertad puesta en
juego, excluyen del ámbito de su amor sexual-sexuado a cualquier otra mujer y a
cualquier otro varón.
De esta manera, despliegan y hacen
madurar su sexualidad, al personalizarla —individualizarla y así poder
entregarla plenamente, asumiéndola en la esfera del amor—[12], lo que implica
asimismo un desarrollo (del ser) de su persona-sexuada y de su libertad.
2. El crecimiento de los
novios: su transformación en esposos
2.1. Transformación real
Resumo. En los dominios naturales y como
fruto de la libertad de los cónyuges, el “sí” de la boda produce una real
transformación en ellos y los capacita, al menos en parte, para llevar a
término aquello a lo que se están obligando. En el momento mismo en que redimen
recíprocamente su amor pasado y anticipan y comprometen también de manera
recíproca todo su amor futuro, los antiguos novios se transforman o convierten
realmente en marido y mujer.
Es decir, el novio se transforma
realmente en algo que antes no era: deja de ser simple varón para comenzar a
ser esposo. Con otras palabras, que agregan nuevos matices a lo visto hasta
ahora, se convierte en un varón ya parcialmente capaz de ser fiel de por vida a
su esposa, es decir, apto para comenzar a quererla con una intensidad
impensable al margen de la boda; y, de manera simultánea, en un varón
libremente obligado a ese amor: en el esposo de esa mujer, que, con todo
derecho, puede llamarlo mi marido.
Y la novia se transforma, también
realmente, en algo que antes tampoco era, en esposa: esto es, en una mujer ya
parcialmente capaz de ser fiel de por vida a su esposo o, si se prefiere, de
empezar a amarlo con una intensidad asimismo impensable al margen de la boda;
y, de manera simultánea, en una mujer libremente obligada a ese amor: en la esposa
de ese varón, que, también con todo derecho, puede llamarla mi mujer.
Cosa que, interesa repetirlo, ni uno ni
otra eran en absoluto y nunca lo serían sin el acto de libertad que modifica su
ser, en el que se apoya el sacramento y sin el que el propio sacramento no
podría existir, pues sería inválido: es decir, no sería.
Desde tal punto de vista, por tanto, el
derecho y los usos sociales no hacen sino sancionar y reconocer lo que el varón
y la mujer, artífices del matrimonio natural y ministros del sacramental,
realizan (tornan real y actual) al casarse, con el ejercicio de su libertad. Y
el sacramento potencia sublime e inefablemente esa única y misma realidad[13].
2.2. Capacitación
En semejante sentido —que cabría
denominar “ontológico”, por cuanto mira a una transformación del (modo de)
ser—, el matrimonio es fundamental y esencialmente una notable habilitación
para el amor mutuo y, así entendido, un crecimiento y maduración de la propia
libertad: fruto de la libertad, entendida como capacidad de autoconstruirse, y,
al mismo tiempo, incremento de la libertad, concebida complementaria y
consiguientemente como capacidad de autoconstruirse a través del amor, según
vengo repitiendo.
Se entiende, entonces, que Benedicto XVI,
con particular referencia a los jóvenes, anime a «fomentar la valentía de tomar
decisiones definitivas, que en realidad son las únicas que permiten crecer,
caminar hacia adelante y lograr algo importante en la vida, son las únicas que
no destruyen la libertad, sino que le indican la justa dirección en el
espacio»[14] y, de este modo, la potencian y desarrollan.
Así ocurre en el caso que estamos
considerando: al casarse, como resultado del ejercicio de su libertad, los
antiguos novios transforman y enriquecen su ser y, consecuentemente —operari
sequitur esse—, incrementan y dilatan su libertad o capacidad de
obrar-y-autoconstruirse.
Con palabras, del sumo pontífice,
“crecen”, se habilitan para amarse entre sí de un modo inédito y muy superior
y, en esa misma proporción, de cumplirse como personas; y son asimismo capaces
de hacer que su amor rebose en los futuros miembros de su familia y, desde su
familia, en las familias del entorno y en la humanidad entera.
Esta es la “gran noticia” que conviene transmitirles
y con la que sería muy oportuno entusiasmarles[15].
Es, asimismo, lo que responde al
interrogante que muchos se plantean: ¿casarse o convivir? Por los motivos
señalados, es decir, por la real transformación ontológica y la consiguiente capacitación
llevadas a cabo mediante la boda, no es en absoluto indiferente optar por
casarse o por la mera convivencia. Más aún, justo porque el amor es lo
importante —no sólo en el matrimonio, sino en toda la vida humana, pero muy
particularmente en el matrimonio—, es preciso y vale la pena casarse: solo,
cabría sostener para quien así lo desee, para poder amar más y mejor.
El matrimonio, entonces, me obliga, sí,
como recuerdan habitualmente los canonistas; pero “me obliga porque me
capacita”, que es un aspecto que suele quedar en sordina y goza no obstante de
una importancia excepcional en los dominios ontológicos y, derivadamente, en
los psicológicos.
2.3. Su “reflejo” en el cuerpo
Además, o más bien como elemento
fundamental de esa capacitación, y apoyado en la real e intimísima unidad en el
ser de toda persona humana, el matrimonio convierte los cuerpos de los cónyuges
en vehículo adecuado para expresar y llevar a cumplimiento la entrega mutua de
sus respectivas personas completas, en las que ocupa un puesto de honor la
propia sexualidad.
Pues, al margen de la boda, por su
naturaleza intrínseca, y con total inde-pendencia de las intenciones, incluso
sinceras, de uno y otra, los cuerpos de un varón y una mujer nunca podrían ser
expresión de su entrega recíproca, entre otros motivos —y no como el menos
relevante—, porque tal donación no se ha llevado a cabo: ¿cómo servir de
vehículo o manifestar una entrega que no existe?
2.4. La belleza del matrimonio
Matrimonio, por tanto, como capacitación,
como despliegue y perfeccionamiento de la propia libertad, como elevación de la
capacidad de querer…
Estas y bastantes otras verdades
enormemente alentadoras, que salen a la luz como fruto de una reflexión pausada
sobre lo que es el matrimonio ya en el ámbito natural, permiten a los futuros
esposos tener una visión positiva de él, frente a la percepción básicamente
negativa que reina en el ambiente: pérdida o disminución de la libertad,
aburrimiento y tedio, cargas derivadas de los hijos…
Por eso, y teniendo en cuenta el riesgo de
desesperación y desaliento que acecha hoy a los futuros cónyuges, conviene
descubrir la enorme belleza que encierra el matrimonio —también y muy
singularmente el acto específico de la unión conyugal— y las posibilidades de
crecimiento personal recíproco que lleva consigo y que podrían condensarse,
según vengo afirmando, como un incremento formidable de la capacidad de amar y,
como consecuencia no buscada, de ser feliz.
Además, si es cierto que el núcleo de la
boda es la transformación de quienes se casan, que los hace capaces de empezar
a amarse más y mejor y de difundir su amor en su familia y en las restantes,
cabe concluir que, en el ámbito natural, el matrimonio es la única institución
cuyo fin u objetivo primario y directo es “crear” o “hacer surgir” nuevo amor,
incrementarlo y perfeccionarlo: cada matrimonio habría de ser hontanar —fuente
de fuentes— de un inédito, más intenso y mejor amor.
Ninguna otra institución natural tiende a
tal fin. Ninguna goza de semejante grandeza.
Tal vez estas reflexiones ayuden a
comprender, entre otras, las siguientes palabras de Juan Pablo II,
aparentemente excesivas: «Toda la gran red de las relaciones humanas nace y se
regenera continuamente a partir de la relación con la cual un hombre y una mujer
se reconocen hechos el uno para el otro, y deciden unir sus existencias en un
único proyecto de vida»[16].
3. ¿Una nueva virtud?
Basta sacar la suma de lo esbozado para
descubrir en qué consiste, en los dominios predicamentales, el incremento del
ser y de la libertad que los esposos conquistan al casarse: en función de lo ya
apuntado y del conjunto de la antropología metafísica en que se sustenta, no
puede ser sino una virtud, inédita hasta el momento de la boda.
¿Razones? La virtud, que Agustín de
Hipona describe de forma genérica como ordo amoris, no es en fin de cuentas
sino la capacidad de amar más y mejor… y de autohabilitarse exponencialmente
para seguir siempre elevándose en la escala de los amores.
Lo que especifica a cada virtud es el
concreto ámbito del amor que hace posible o para el que es necesaria. La que
ordena y vigoriza el amor entre un varón y una mujer, precisamente en cuanto
varón y mujer, tiene un nombre muy conocido: santa pureza o castidad conyugal.
Y esa es precisamente, si no me equivoco,
la virtud que se incoa con el mutuo y conjunto consentimiento y que habrá que
seguir desarrollando durante toda la existencia como cónyuges. Semejante virtud
compone asimismo el fundamento próximo de la relación —el vínculo— que une y
ordena, recíprocamente y de por vida, a los esposos[17].
La real transformación originada con la
boda adopta, pues, la forma de una particular virtud: un fortalecimiento y una
concreción de la capacidad de amar, mediante la que se canaliza la
correspondiente intensificación del acto personal de ser de cada cónyuge.
¿No habría de constituirse como
“afirmación gozosa”[18] del amor recíproco el resultado del sí incondicional a
la persona del cónyuge? ¿No habría de ser su acto primordial durante todo el
matrimonio el constante empeño por ser fiel, es decir, por incrementar minuto a
minuto un amor que, como todo lo vivo creado, no puede simplemente
“conservarse”, pues o se lo hace crecer o se lo mata?
tomás melendo
Catedrático
de Filosofía (Metafísica) Universidad de Málaga
______________________________________________
Notas:
[1] Cf. A. Forest, Du consentement à l’être,
Aubier, Paris, 1936.
[2] Cf. A. Forest, La structure métaphysique
du concret selon Saint Thomas d’Aquin, Vrin, Paris, 1956.
[3] Tanto la pérdida de entidad del matrimonio
como la sustitución de lo jurídico por lo meramente legal constituyen una clara
manifestación del “olvido del ser”, rectamente entendido.
[4] «… aliquid dicitur esse naturale
dupliciter. Uno modo, sicut ex principiis naturae ex necessitate causatum […].
Alio modo dicitur naturale ad quod natura inclinat, sed mediante libero
arbitrio completur: sicut actus virtutum dicuntur naturales. Et hoc modo
matrimonium est naturale». S. Th. III, Sup., q. 41, a. 1 c. Por razones
conocidas, asumo como autor indirecto del Suplemento a Tomás de Aquino.
[5] Cf. Codex Iuris Canonici, c. 1055 § 1;
Juan Pablo II, Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 68.
[6] «Matrimonium facit partium consensus inter
personas iure habiles legitime manifestatus, qui nulla humana potestate
suppleri valet». Codex Iuris Canonici, c. 1057 § 1.
[7] «Non est directe consensus in virum, sed
in coniunctionem ad virum, ex parte uxoris: et similiter, ex parte viri,
consensus in coniunctionem ad uxorem». Tomás de Aquino, S. Th. III, Sup., q.
45, a. 1, ad 3.
[8] Un excelente comentario a
este principio, en S. L. Brock, Action and conduct. Thomas Aquinas and the
Theory of Action, T&T Clark, Edinburg, 1998, p. 52.
[9]
Lo resume con gran belleza, aplicado a uno de los momentos más sublimes de
nuestra historia, Benedicto XVI: «… “llena de gracia”, y la gracia no es más
que el amor de Dios; por eso, en definitiva, podríamos traducir esa palabra
así: “amada” por Dios (cfr. Lc. 1, 28). […]. Es un título expresado en voz
pasiva, pero esta “pasividad” de María, que desde siempre y para siempre es la
“amada” por el Señor, implica su libre consentimiento, su respuesta personal y
original: al ser amada, al recibir el don de Dios, María es plenamente activa,
porque acoge con disponibilidad personal la ola del amor de Dios que se derrama
en ella. También en esto ella es discípula perfecta de su Hijo, el cual realiza
totalmente su libertad en la obediencia al Padre y precisamente obedeciendo
ejercita su libertad». Benedicto XVI, Homilía, 25 de marzo de 2006.
[10]
Cf., por ejemplo, Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 11
[11] Cf. Codex Iuris Canonici,
c. 1134.
[12]
Cf. Benedicto XVI, Deus caritas est, 25-I-2006, n. 6.
[13]
Cf. Juan Pablo II, Carta a las familias, 2-II-1994, n. 18.
[14]
Benedicto XVI, Entrevista en Castelgandolfo, 5 de agosto de 2006.
[15]
De hecho, tras las palabras recogidas en la cita precedente, y sin solución de
continuidad, Benedicto XVI agrega: «Tener el valor de dar este salto —por así
decir— a algo definitivo y acoger así plenamente la vida, es algo que me
alegraría poder comunicar». Benedicto XVI, Entrevista en Castelgandolfo, 5 de
agosto de 2006.
[16]
Texto original en italiano: Giovanni Paolo II, Giubileo delle famiglie, “Omelia
del Santo Padre Giovanni Paolo II”, Domenica, 15 ottobre 20, Roma. Nn. 1-2.
[17]
«Relatio est secundum quam aliqua ad invicem referuntur. Sed secundum
matrimonium aliqua ad invicem referuntur: dicitur enim maritus vir uxoris, et
uxor mariti uxor. Ergo matrimonium est in genere relationis. Nec est aliud quam
coniunctio». Tomás de Aquino, S. Th. III, Sup., q. 44, a. 1 sc.
[18]
Cf. J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid, n. 5; Amigos de
Dios, Rialp, Madrid, 1980, n. 177.
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