LA FE
EXPLICADA
CAPÍTULO IX
EL ESPIRITU SANTO Y LA GRACIA
Es también importante que incrementemos la gracia santificante de nuestra
alma, que puede crecer. Cuanto más se purifica un alma de sí, mejor responde a
la acción de Dios.
Cuanto mengua el yo, aumenta la gracia santificante. Y el grado de nuestra
gracia santificante determinará el grado de nuestra felicidad en el cielo. Dos
personas pueden contemplar el techo de la Capilla Sixtina y tener un goce
completo a la vista de la obra maestra de Miguel Angel. Pero el que tenga mejor
formación artística obtendrá un placer mayor que el otro, de gusto menos
cultivado. El de menor apreciación artística quedará totalmente satisfecho; ni
siquiera se dará cuenta de que pierde algo, aunque esté perdiendo mucho. De un
modo parecido, todos seremos perfectamente felices en el cielo.
Pero el grado de nuestra felicidad dependerá de la agudeza espiritual de
nuestra visión. Y ésta, a su vez, depende del grado en que la gracia
santificante impregne nuestra alma.
Estas son, pues, las tres condiciones en relación con la gracia santificante:
primera, que la conservemos permanentemente hasta el fin; segunda, que la
recuperemos inmediatamente si la perdiéramos por el pecado mortal; tercera, que
busquemos crecer en gracia con el afán del que ve el cielo como meta.
Pero ninguna de estas condiciones resulta fácil de cumplir, ni siquiera
posible. Como la víctima de un bombardeo vaga débil y obnubilada entre las
ruinas, así la naturaleza humana se ha arrastrado a través de los siglos desde
la explosión que la rebelión del pecado original produjo: su juicio
permanentemente torcido, su voluntad permanentemente debilitada. ¡Cuesta tanto
reconocer el peligro a tiempo; es tan difícil admitir con sinceridad el bien
mayor que debemos hacer; tan duro apartar nuestra mirada de la hipnótica
sugestión del pecado! Por estas razones la gracia santificante, como un rey
rodeado de servidores, va precedida y acompañada de un conjunto de especiales
ayudas de Dios. Estas ayudas son las gracias actuales. Una gracia actual es el
impulso transitorio y momentáneo, la descarga de energía espiritual con que
Dios toca al alma, algo así como el golpe que un mecánico da con la mano a la
rueda para mantenerla en movimiento.
Una gracia actual puede actuar sobre la mente o la voluntad, corrientemente
sobre las dos. Y Dios la concede siempre para uno de los tres fines que
mencionamos antes: preparar el camino para infundir la gracia santificante (o
restaurarla si la hubiéramos perdido), conservarla en el alma o incrementarla.
El modo de operar la gracia actual nos podría quedar más claro si
describiéramos su actuación en una persona imaginaria que hubiera perdido la
gracia santificante por el pecado mortal.
Primeramente, Dios ilumina la mente del pecador para que vea el mal que ha
cometido. Si acepta esta gracia, admitirá para sí: «He ofendido a Dios en
materia grave; he cometido un pecado mortal.» El pecador puede, por supuesto,
rechazar esta primera gracia y decir: «Eso que hice no fue tan malo; mucha
gente hace cosas peores.» Si rechaza la primera gracia, probablemente no habrá
una segunda. En el curso normal de la providencia divina, una gracia genera la
siguiente. Este es el significado de las palabras de Jesús: «Al que tiene se le
dará y abundará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará» (Mt 25,29).
Pero supongamos que el pecador acepta la primera gracia. Entonces vendrá la
segunda.
Esta vez será un fortalecimiento de la voluntad que permitirá al pecador
hacer un acto de contrición: «Dios mío -gemirá por dentro-, si muriera así
perdería el cielo e iría al infierno.
¡Con qué ingratitud he pagado tu amor! ¡Dios mío, no lo haré nunca más!» Si
la contrición del pecador es perfecta (si su motivo principal es el amor a
Dios), la gracia santificante vuelve inmediatamente a su alma; Dios reanuda en
seguida su unión con esta alma. Si la contrición es imperfecta, basada
principalmente en el temor a la justicia divina, habrá un nuevo impulso de la
gracia. Con su mente iluminada, el pecador dirá: «Debo ir a confesarme.» Su
voluntad fortalecida decidirá: «Iré a confesarme». Y en el sacramento de la
Penitencia, su alma recobrará la gracia santificante. He aquí un ejemplo
concreto de cómo la gracia actual opera.
Sin la ayuda de Dios no podríamos alcanzar el cielo. Así de sencilla es la
función de la gracia. Sin la gracia santificante no somos capaces de la visión
beatífica. Sin la gracia actual no somos capaces, en primer lugar, de recibir
la gracia santificante (una vez se ha alcanzado el uso de razón). Sin la gracia
actual no somos capaces de mantenernos en gracia santificante por un período
largo de tiempo. Sin la gracia actual no podríamos recuperar la gracia
santificante si la hubiéramos perdido.
En vista de la absoluta necesidad de la gracia, es confortador recordar
otra verdad que también es materia de fe: que Dios da a cada alma la gracia
suficiente para alcanzar el cielo. Nadie se condena si no es por su culpa, por
no utilizar las gracias que Dios le da.
Porque podemos, ciertamente, rechazar la gracia. La gracia de Dios actúa en
y por medio de la voluntad humana. No destruye nuestra libertad de elección. Es
cierto que la gracia hace casi todo el trabajo, pero Dios requiere nuestra
cooperación. Por nuestra parte, lo menos que podemos hacer es no poner obstáculos
a la operación de la gracia en nuestra alma.
Leo G. Terese
(Cont)
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