CAPÍTULO
IX
EL ESPIRITU SANTO Y LA GRACIA
EL ESPIRITU SANTO Y LA GRACIA
La Persona Desconocida En Los Hechos de los Apóstoles (19,2) leemos que San
Pablo fue a la ciudad de Efeso, en Asia. Encontró allí un pequeño grupo que ya
creía en las enseñanzas de Jesús. Pablo les preguntó: «¿Recibisteis el Espíritu
Santo cuando creísteis?». A lo que respondieron: «Ni siquiera sabíamos que
había Espíritu Santo».
Hoy día ninguno de nosotros ignora al Espíritu Santo. Sabemos bien que es
una de las tres Personas divinas que, con el Padre y el Hijo, constituyen la
Santísima Trinidad.
Sabemos también que se le llama el Paráclito (palabra griega que significa
«Consolador»), el Abogado (que defiende la causa de los hombres ante Dios), el
Espíritu de Verdad, el Espíritu de Dios y el Espíritu de Amor. Sabemos también
que viene a nosotros al bautizarnos, y que continúa morando en nuestra alma
mientras no lo echemos por el pecado mortal.
Y éste es el total de los conocimientos sobre el Espíritu Santo para muchos
católicos, y, sin embargo, no podremos tener más que una comprensión somera del
proceso interior de nuestra santificación si desconocemos la función del
Espíritu Santo en el plan divino.
La existencia del Espíritu Santo -y, por supuesto, la doctrina de la
Santísima Trinidad- era desconocida hasta que Cristo reveló esta verdad. En
tiempos del Viejo Testamento los judíos estaban rodeados de naciones idólatras.
Más de una vez cambiaron el culto al Dios único que les había constituido en
pueblo elegido, por el culto a los muchos dioses de sus vecinos. En
consecuencia, Dios, por medio de sus profetas, les inculcaba insistentemente la
idea de la unidad de Dios. No complicó las cosas revelando al hombre
precristiano que hay tres Personas en Dios. Había de ser Jesucristo quien nos
comunicara este vislumbre maravilloso de la naturaleza íntima de la Divinidad.
Sería oportuno recordar aquí brevemente la esencia de la naturaleza divina
en la medida en que estamos capacitados para entenderla. Sabemos que el
conocimiento que Dios tiene de Sí mismo es un conocimiento infinitamente
perfecto. Es decir, la «imagen» que Dios tiene de Sí en su mente divina es una
representación perfecta de Sí mismo. Pero esa representación no sería perfecta
si no fuera una representación viva. Vivir, existir, es propio de la naturaleza
divina. Una imagen mental de Dios que no viviera, no sería una representación
perfecta.
La imagen viviente de Sí mismo que Dios tiene en su mente, la idea de Sí
que Dios está engendrando desde toda la eternidad en su mente divina, se llama
Dios Hijo. Podríamos decir que Dios Padre es Dios en el acto eterno de
«pensarse a Sí mismo»; Dios Hijo es el «pensamiento» vivo (y eterno) que se
genera en ese pensamiento. Y ambos, el Pensador y el Pensado, son en una y la
misma naturaleza divina. Hay un solo Dios, pero en dos Personas.
Pero no acaba así. Dios Padre y Dios Hijo con templan cada uno la
amabilidad infinita del otro. Y fluye así entre estas dos Personas un Amor
divino. Es un amor tan perfecto, de tan infinito ardor, que es un amor
viviente, al que llamamos Espíritu Santo, la tercera Persona de la Santísima
Trinidad. Como dos volcanes que intercambian una misma corriente de fuego, el
Padre y el Hijo se corresponden eternamente con esta Llama Viviente de Amor.
Por eso decimos, en el Credo Niceno, que el Espíritu Santo procede del
Padre y del Hijo.
Esta es la vida interior de la Santísima Trinidad: Dios que conoce, Dios
conocido y Dios amante y amado. Tres divinas Personas, cada una distinta de las
otras dos en su relación con ellas y, a la vez, poseedoras de la misma y única
naturaleza divina en absoluta unidad. Al poseer por igual la naturaleza divina,
no hay subordinación de una Persona a otra. Dios Padre no es más sapiente que
Dios Hijo. Dios Hijo no es más poderoso que Dios Espíritu Santo.
Debemos precavernos también para no imaginar a la Santísima Trinidad en
términos temporales. Dios Padre no «vino» el primero, y luego, un poco más
tarde, Dios Hijo, y Dios Espíritu Santo el último en llegar. Este proceso de
conocimiento y amor que constituye la vida íntima de la Trinidad existe desde
toda la eternidad; no tuvo principio.
Antes de comenzar el estudio particular del Espíritu Santo, hay otro punto
que convendría tener presente, y es que las tres Personas divinas no solamente
están unidas en una naturaleza divina, sino que están también unidas una a
otra. Cada una de ellas está en cada una de las otras en una unidad
inseparable, en cierto modo igual que los tres colores primarios del espectro
están (por naturaleza) unidos inseparablemente en la radiación una e incolora
que llamamos luz. Es posible, por supuesto, romper un rayo de luz por medios
artificiales, como un prisma, y hacer un arco iris. Pero, si se deja el rayo
como es, el rojo está en el azul, el azul en el amarillo y el rojo en los dos:
es un solo rayo de luz.
Ningún ejemplo resulta adecuado si lo aplicamos a Dios. Pero, por analogía,
podríamos decir que igual que los tres colores del espectro están
inseparablemente presentes, cada uno en el otro, en la Santísima Trinidad el
Padre está en el Hijo, el Hijo en el Padre y el Espíritu Santo en ambos. Donde
uno está, están los tres. Por si alguno tuviera interés en conocer los términos
teológicos, a la inseparable unidad de las tres Personas divinas se le llama
«circumincesión».
Muchos de nosotros estudiamos fisiología y biología en la escuela. Como
resultado tenemos una idea bastante buena de lo que pasa en nuestro cuerpo.
Pero no es tan clara sobre lo que pasa en nuestra alma. Nos referimos con
facilidad a la gracia -actual y santificante-, a la vida sobrenatural, al
crecimiento en santidad. Pero ¿cómo responderíamos si nos preguntaran el
significado de estos términos? Para contestar adecuadamente tendríamos que
comprender antes la función que el Espíritu Santo desempeña en la santificación
de un alma. Sabemos que el Espíritu Santo es el Amor infinito que fluye eternamente
entre el Padre y el Hijo. Es el Amor en persona, un amor viviente. Al ser el
amor de Dios por los hombres lo que le indujo a hacernos partícipes de su vida
divina, es natural que atribuyamos al Espíritu de Amor -al Espíritu Santo- las
operaciones de la gracia en el alma.
Sin embargo, debemos tener presente que las tres Personas divinas son
inseparables. En términos humanos (pero teológicamente no exactos) diríamos
que, fuera de la naturaleza divina, ninguna de las tres Personas actúa
separadamente o sola. Dentro de ella, dentro de Dios, cada Persona tiene su
actividad propia, su propia relación particular a las demás.
Dios Padre es Dios conociéndose a Sí mismo, Dios «viéndose» a Sí mismo; y
Dios Espíritu Santo es Dios amor a Sí mismo.
Pero «fuera de Sí mismo» (si se nos permite expresarnos tan latamente),
Dios actúa solamente en su perfecta unidad; ninguna Persona divina hace nada
sola. Lo que una Persona divina hace, lo hacen las tres. Fuera de la naturaleza
divina siempre actúa la Santísima Trinidad.
Utilizando un ejemplo muy casero e inadecuado, diríamos que el único sitio
en que mi cerebro, corazón y pulmones actúan por sí mismos es dentro de mí;
cada uno desarrolla allí su función en beneficio de los demás. Pero fuera de
mí, cerebro, corazón y pulmones actúan inseparablemente juntos. Donde quiera
que vaya y haga lo que haga, los tres funcionan en unidad. Ninguno se ocupa en
actividad aparte.
Pero muchas veces hablamos como si lo hicieran. Decimos de un hombre que
tiene «buenos pulmones» como si su voz dependiera sólo de ellos; que está
«descorazonado», como si el valor fuera cosa exclusiva del corazón; que tiene
«buena cabeza», como si el cerebro que contiene pudiera funcionar sin sangre y
oxígeno. Atribuimos una función a un órgano determinado cuando la realizan
todos juntos.
Leo G. Terese
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