LA FE
EXPLICADA
CAPÍTULO
VII
LA ENCARNACIÓN
LA ENCARNACIÓN
¿Quién es Jesucristo? El mayor don de nuestra vida es la fe cristiana.
Nuestra vida entera, la cultura incluso de todo el mundo occidental, están
basadas en el firme convencimiento de que Jesucristo vivió y murió. Lo normal
sería que procuráramos poner los medios para conocer lo más posible sobre la
vida de Aquel que ha influido tanto en nuestras personas como en el mundo.
Y, sin embargo, hay católicos que han leído extensas biografías de'
cualquier personaje más o menos famoso y todavía no han abierto un libro sobre
la vida de Jesucristo.
Sabiendo la importancia que El tiene para nosotros, da pena que nuestro
conocimiento de Jesús se limite, en muchos casos, a los fragmentos de Evangelio
que se leen los domingos en la Misa.
Por lo menos tendríamos que haber leído la historia completa de Jesús tal
como la cuentan Mateo, Marcos, Lucas y Juan en el Nuevo Testamento. Y cuando lo
hayamos hecho, la narración de los Evangelios adquirirá más relieve si la
completamos con un buen libro sobre la biografía de Jesús.
Hay muchos en las librerías y bibliotecas públicas. En estos libros los
autores se apoyan en su docto conocimiento de la época y costumbres en que
vivió Jesús, para dar cuerpo a la escueta narración evangélica (*).
Para nuestro propósito, bastará aquí una muy breve exposición de algunos
puntos más destacados de la vida terrena de Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo del
hombre. Tras el nacimiento de Jesús en la cueva de Belén la primera Navidad, el
siguiente acontecimiento es la venida de los Magos de Oriente, guiados por una
estrella, para adorar al Rey recién nacido.
Fue un acontecimiento de gran significación para nosotros que no somos
judíos. Fue el medio que Dios utilizó para mostrar, pública y claramente, que
el Mesías, el Prometido, no venía a salvar a los judíos solamente. Según su
general creencia, el Mesías que habría de venir sería exclusiva pertenencia de
los hijos de Israel, y llevaría a su nación a la grandeza y la gloria. Pero con
su llamada a los Magos para que acudieran a Belén, Dios manifestó que Jesús
venía a salvar tanto a los gentiles o no judíos como a su pueblo elegido. Por
eso, la venida de los Magos se conoce con el nombre griego de «Epifanía», que
significa «manifestación». Por eso también, este acontecimiento tiene tanta
importancia para ti y para mí. Aunque la fiesta de Epifanía no es de precepto
en algunos países por dispensa de la ley general, la Iglesia le concede igual e
incluso mayor dignidad que a la fiesta de Navidad.
Después de la visita de los Magos y consiguiente huida de la Sagrada
Familia a Egipto para escapar del plan de muerte de Herodes, y su retorno a Nazaret,
la siguiente ocasión en que vemos a Jesús es acompañando a María y José a
Jerusalén para celebrar la gran fiesta judía de la Pascua. La historia de la
pérdida de Jesús y su encuentro en el Templo, tres días más tarde, nos es bien
conocida. Luego, el evangelista San Lucas deja caer un velo de silencio sobre
la adolescencia y juventud de Jesús, que resume en una corta frase: «Jesús
crecía en sabiduría y edad ante Dios y ante los hombres» (2,52).
Esta frase, «Jesús crecía en sabiduría», plantea una cuestión que vale la
pena que consideremos un momento: la cuestión de si Jesús, al crecer, tenía que
aprender las cosas como los demás niños. Para responder, recordemos que Jesús
tenía dos naturalezas, la humana y la divina. Por ello, tenía dos clases de conocimiento:
el infinito que Dios tiene, el conocimiento de todo que Jesús, está claro,
poseía desde el principio de su existencia en el seno de María; y, como hombre,
Jesús tenía también otro tipo de conocimiento, el humano. A su vez, este
conocimiento humano de Jesús era de tres clases.
Jesús, en primer lugar, tenía el conocimiento beatífico desde el momento de
su concepción, consecuencia de la unión de su naturaleza humana a una
naturaleza divina.
Este conocimiento es similar al que tú y yo tendremos cuando veamos a Dios
en el cielo.
Luego, Jesús poseía también la ciencia infusa, un conocimiento como el que
Dios dio a los ángeles y a Adán de todo lo creado, conferido directamente por
Dios, y que no hay (*) Entre muchas y muy buenas biografías de Jesús, en
castellano pueden leerse desde la clásica Vida de Jesucristo, de Fray Luis de
Granada a las actuales Vida de Cristo, de Fray Justo Pérez de Urbe], El Cristo
de nuestra fe y Jesucristo de Karl Adam, La historia de Jesucristo, de R. L.
Bruckberger o Vida de Nuestro Señor Jesucristo, de Fillion.
que adquirir por razonamientos laboriosos partiendo de los datos que
proporcionan los sentidos. Además, Jesús poseía el conocimiento experimental
-el conocimiento por la experiencia-, que iba adquiriendo conforme crecía y se
desarrollaba.
Un navegante sabe que hallará determinada isla en un punto determinado del
océano gracias a sus mapas e instrumentos. Pero, al encontrarla, ha añadido el
conocimiento experimental a su previo conocimiento teórico. De modo parecido,
Jesús sabía desde el principio cómo sería el andar, por ejemplo. Pero adquirió
el conocimiento experimental solamente cuando sus piernas fueron lo
suficientemente fuertes para sostenerle... Y así, cuando el Niño tenía doce
años, San Lucas nos lo deja oculto en Nazaret dieciocho años más.
Se nos puede ocurrir preguntarnos por qué Jesucristo «desperdició» tantos
años de su vida en la humilde oscuridad de Nazaret. De los doce a los treinta
años, el Evangelio no nos dice absolutamente nada de Jesús, excepto que «crecía
en sabiduría, edad y gracia ante Dios y ante los hombres».
Luego, al considerarlo más despacio, vemos que Jesús, con sus años ocultos
de Nazaret, está enseñando una de las lecciones más importantes que el hombre
pueda necesitar.
Dejando transcurrir tranquilamente año tras año, nos explicita la enseñanza
de que ante Dios no hay persona sin importancia ni trabajo que sea trivial.
Dios no nos mide por la importancia de nuestro trabajo, sino por la
fidelidad con que procuramos cumplir lo que ha puesto en nuestras manos, por la
sinceridad con que nos dedicamos a hacer nuestra su voluntad.
Efectivamente, los callados años que pasó en Nazaret son tan redentores
como los tres de vida activa con que acabó su ministerio. Cuando clavaba clavos
en el taller de José, Jesús nos redimía tan realmente como en el Calvario,
cuando otros le atravesaban las manos con ellos.
«Redimir» significa recuperar algo perdido, vendido o regalado. Por el
pecado el hombre había perdido -arrojado- su derecho de herencia a la unión
eterna con Dios, a la felicidad perenne en el cielo. El Hijo de Dios hecho
hombre asumió la tarea de recuperar ese derecho para nosotros. Por eso se le
llama Redentor, y a la tarea que realizó, redención.
Y del mismo modo que la traición del hombre a sí mismo se realiza por la
negativa a dar su amor a Dios (negativa expresada en el acto de desobediencia
que es el pecado), así la tarea redentora de Cristo asumió la forma de un acto
de amor infinitamente perfecto, expresado en el acto de obediencia infinitamente
perfecta que abarcó toda su vida en la tierra. La muerte de Cristo en la Cruz
fue la culminación de su acto de obediencia; pero lo que precedió al Calvario y
lo que le siguió es parte también de su Sacrificio.
Todo lo que Dios hace tiene valor infinito. Por ser Dios, el más pequeño de
los sufrimientos de Cristo era suficiente para pagar el rechazo de Dios por los
hombres. El más ligero escalofrío que el Niño Jesús sufriera en la cueva de
Belén bastaba para satisfacer por todos los pecados que los hombres pudieran
apilar en el otro platillo de la balanza.
Pero, en el plan de Dios, esto no era bastante. El Hijo de Dios realizaría
su acto de obediencia infinitamente perfecta hasta el punto de «anonadarse»
totalmente, hasta el punto de morir en el Calvario o Gólgota, que significa
«Lugar de la Calavera». El Calvario fue la cima, la culminación del acto
redentor. Nazaret, como Belén, son parte del camino que conduce a él. Por el
hecho de que la pasión y muerte de Cristo superaran tanto el precio realmente
preciso para satisfacer por el pecado, Dios nos hace patente de un modo
inolvidable las dos lecciones paralelas de la infinita maldad del pecado y del
infinito amor que El nos tiene.
Cuando Jesús tenía treinta años de edad, emprendió la fase de su tarea que
llamamos comúnmente su vida pública. Tuvo comienzo con su primer milagro
público en las bodas de Caná, y se desarrolló en los tres años siguientes.
Durante estos años Jesús viajó a lo largo y ancho del territorio palestino,
predicando al pueblo, enseñándoles las verdades que debían conocer y las
virtudes que debían practicar si querían beneficiarse de su redención.
Aunque los sufrimientos de Cristo bastan para pagar por todos los pecados
de todos los hombres, esto no quiere decir que cada uno, automáticamente, quede
liberado del pecado. Aún es necesario que cada uno, individualmente, se aplique
los méritos del sacrificio redentor de Cristo, o, en el caso de los niños, que
otro se los aplique por el Bautismo.
Mientras viajaba y predicaba, Jesús obró milagros innumerables. No sólo
movido por su infinita compasión, sino también (y principalmente) para probar
su derecho a hablar como lo hacía. Pedir a sus oyentes que le creyeran Hijo de
Dios era pedir mucho. Por ello, al verle limpiar leprosos, devolver la vista a
ciegos y resucitar a muertos, no les dejaba lugar para dudas sinceras.
Además, durante estos tres años, Jesús les recordaba continuamente que el
reino de Dios estaba próximo. Este reino de Dios en la tierra -que nosotros
llamamos Iglesia- sería la preparación del hombre para el reino eterno del
cielo. La vieja religión judaica, establecida por Dios para preparar la venida
de Cristo, iba a terminar. La vieja ley del temor iba a ser reemplazada por la
nueva ley del amor.
Muy al principio de su vida pública, Jesús escogió los doce hombres que
iban a ser los primeros en regir su reino, los primeros obispos y sacerdotes de
su Iglesia. Durante tres años instruyó y preparó a sus doce Apóstoles para la
tarea que les iba a encomendar: establecer sólidamente el reino que El estaba
fundando.
Leo G. Terese
(Cont)
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