CAPÍTULO
XIV LA RESURRECCION DE LA CARNE Y LA VIDA PERDURABLE
Es consolador recordar que el sufrimiento de las almas del purgatorio es un
sufrimiento gozoso, aunque sea tan intenso que no podamos imaginarlo a este
lado del Juicio. La gran diferencia que hay entre el sufrimiento del infierno y
el del purgatorio reside en la certeza de la separación eterna contra la
seguridad de la liberación. El alma del purgatorio no quiere aparecer ante Dios
en su estado de imperfección, pero tiene el gozo en su agonía de saber que al
fin se reunirá con El.
Es evidente que nadie sabe «cuánto tiempo» dura el purgatorio para un alma.
He puesto tiempo entre comillas porque, aunque hay duración más allá de la
muerte, no hay «tiempo» según lo conocemos; no hay días o noches, horas o
minutos. Sin embargo, tanto si medimos el purgatorio por duración o intensidad
(un instante de tortura intensa puede ser peor que un año de ligera
incomodidad), lo cierto es que el alma del purgatorio no puede disminuir o
acortar sus sufrimientos. Los que aún vivimos en la tierra sí podemos ayudarle
con la misericordia divina; la frecuencia e intensidad de nuestra petición, sea
para un alma determinada o para todos los fieles difuntos, dará la medida de
nuestro amor.
Si de una cosa estamos seguros es de desconocer cuándo acabará el mundo.
Puede que sea mañana o dentro de un millón de años. Jesús mismo, según leemos
en el capítulo XXIV del Evangelio de San Juan, ha señalado algunos de los
portentos que precederán al fin del mundo. Habrá guerras, hambres y pestes;
vendrá el reino del Anticristo; el sol y la luna se oscurecerán y las estrellas
caerán del cielo; la cruz aparecerá en el firmamento.
Sólo después de estos acontecimientos «veremos al Hijo del Hombre venir
sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad» (Mt 24,30). Pero todo esto
nos dice bien poco: ya ha habido guerras y pestes. La dominación comunista
fácilmente podría ser el reino del Anticristo, y los espectáculos celestiales
pudieran suceder en cualquier momento. Por otro lado, las guerras, hambres y
pestes que el mundo ha conocido pudieran ser nada en comparación con las que
precederán al final del mundo. No lo sabemos. Solamente podemos estar
preparados.
Durante siglos, el capítulo XX del Apocalipsis de San Juan (Libro de la
Revelación para los protestantes) ha sido para los estudiosos de la Biblia una
fuente de fascinante material. En él, San Juan, describiendo una visión
profética, nos dice que el diablo estará encadenado y prisionero durante mil
años, y que en ese tiempo los muertos resucitarán y reinarán con Cristo; al
cabo de estos mil años el diablo será desligado y definitivamente vencido, y
entonces vendrá la segunda resurrección. Algunos, como los Testigos de Jehová,
interpretan este pasaje literalmente, un modo siempre peligroso de interpretar
las imágenes que tanto abundan en el estilo profético. Los que toman este
pasaje literalmente y creen que Jesús vendrá a reinar en la tierra durante mil
años antes del fin del mundo se llaman «milenaristas», del latín «millenium»,
que significa «mil años». Esta interpretación, sin embargo, no concuerda con
las profecías de Cristo, y el milenarismo es rechazado por la Iglesia Católica
como herético.
Algunos exegetas católicos creen que «mil años» es una figura de dicción
que indica un largo período antes del fin del mundo, en que la Iglesia gozará
de gran paz y Cristo reinará en las almas de los hombres. Pero la
interpretación más común de los expertos bíblicos católicos es que este milenio
representa todo el tiempo que sigue al nacimiento de Cristo, cuando Satanás,
ciertamente, fue encadenado. Los justos que viven en ese tiempo tienen una
primera resurrección y reinan con Cristo mientras permanecen en estado de
gracia, y tendrán una segunda resurrección al final del mundo. Paralelamente,
la primera muerte es el pecado, y la segunda, el infierno.
Nos hemos ocupado ahora en este breve comentario del milenio porque es un
punto que puede surgir en nuestras conversaciones con amigos no católicos. Pero
tienen mayor interés práctico las cosas que conocemos con certeza sobre el fin
del mundo. Una de ellas es que, cuando la historia de los hombres acabe, los
cuerpos de todos los que vivieron se alzarán de los muertos para unirse
nuevamente a sus almas. Puesto que el hombre completo, cuerpo y alma, ha amado
a Dios y le ha servido, aun a costa de dolor y sacrificio, es justo que el
hombre completo, alma y cuerpo, goce de la unión eterna con Dios, que es la
recompensa del Amor. Y puesto que el hombre completo rechaza a Dios al morir en
pecado, impenitente, es justo que el cuerpo comparta con el alma la separación
eterna de Dios, que todo el hombre ha escogido. Nuestro cuerpo resucitado será
constituido de una manera que estará libre de las limitaciones físicas que le
caracterizan en este mundo. No necesitará ya más alimento o bebida, y, en
cierto modo, será «espiritualizado». Además, el cuerpo de los bienaventurados
será «glorificado»; poseerá una belleza y perfección que será participación de
la belleza y perfección del alma unida a Dios.
Como el cuerpo de la persona en que ha morado la gracia ha sido ciertamente
templo de Dios, la Iglesia ha mostrado siempre gran reverencia hacia los
cuerpos de los fieles difuntos. Así, los sepulta con oraciones llenas de afecto
y reverencia en tumbas bendecidas especialmente para este fin. La única persona
dispensada de la corrupción de la tumba ha sido la Madre de Dios. Por el
especial privilegio de su Asunción, el cuerpo de la Bienaventurada Virgen
María, unido a su alma inmaculada, fue glorificado y asunto al cielo. Su divino
Hijo, que tomó su carne de ella, se la llevó consigo al cielo. Este acontecimiento
lo conmemoramos el 15 de agosto, fiesta de la Asunción de María.
El mundo acaba, los muertos resucitan, luego vendrá el Juicio General. Este
Juicio verá a Jesús en el trono de la justicia divina, que reemplaza a la cruz,
trono de su infinita misericordia. El Juicio Final no ofrecerá sorpresas en
relación con nuestro eterno destino.
Ya habremos pasado el Juicio Particular; nuestra alma estará ya en el cielo
o en el infierno. El objeto del Juicio Final es, en primer lugar, dar gloria a
Dios, manifestando su justicia, sabiduría y misericordia a la humanidad entera.
El conjunto de la vida -que tan a menudo nos parece un enrevesado esquema de
sucesos sin relación entre sí, a veces duros y crueles, a veces incluso
estúpidos e injustos- se desenrollará ante nuestros ojos.
Veremos que el titubeante trozo de vida que hemos conocido casa con el
magno conjunto del plan magnífico de Dios para los hombres. Veremos que el
poder y la sabiduría de Dios, su amor y su misericordia, han sido siempre el
motor del conjunto. «¿Por qué permite Dios que suceda esto?», nos quejamos
frecuentemente. «¿Por qué hace Dios esto o aquello?», nos preguntamos. Ahora
conoceremos las respuestas. La sentencia que recibimos en el Juicio Particular
será ahora confirmada públicamente. Todos nuestros pecados -y todas nuestras
virtudes- se expondrán ante las gentes. El sentimental superficial, que afirma
«yo no creo en el infierno; Dios es demasiado bueno para permitir que un alma
sufra eternamente», verá ahora que, después de todo, Dios no es un abuelito
complaciente. La justicia de Dios es tan infinita como su misericordia. Las
almas de los condenados, a pesar de ellos mismos, glorificarán eternamente la
justicia de Dios, como las almas de los justos glorificarán para siempre su
misericordia. Para lo demás, abramos el Evangelio de San Mateo en su capítulo
XXV (versículos 34,36), y dejemos que el mismo Jesús nos diga cómo prepararnos
para aquel día terrible.
Y así termina la historia de la salvación del hombre, esa historia que la
tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo, ha escrito. Con el
fin del mundo, la resurrección de los muertos y el juicio final acaba la obra
del Espíritu Santo. Su labor santificadora comenzó con la creación del alma de
Adán. Para la Iglesia, el principio fue el día de Pentecostés. Para ti y para
mí, el día de nuestro bautizo. Al acabarse el tiempo y permanecer sólo la
eternidad, la obra del Espíritu Santo encontrará su fruición en la comunión de
los santos, ahora un conjunto reunido en la gloria sin fin.
FIN
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