CAPÍTULO
XI
LA IGLESIA CATÓLICA
LA IGLESIA CATÓLICA
La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo. Yo soy miembro de ese Cuerpo.
¿Qué representa eso para mí? Sé que en el cuerpo humano cada parte tiene una
función que realizar: el ojo, ver; el oído, oír; la mano, asir; el corazón,
impulsar la sangre. ¿Hay en el Cuerpo Místico de Cristo una función que me esté
asignada? Todos sabemos que la respuesta a esa pregunta es «SI». Sabemos también
que hay tres sacramentos por los que Cristo nos asigna nuestros deberes.
Primero, el sacramento del Bautismo, por el que nos hacemos miembros del
Cuerpo Místico tenemos derecho a cualquier gracia que podamos necesitar para
ser fuertes en la fe, y cualquier iluminación que necesitemos para hacer
nuestra fe inteligible a los demás, siempre dando, por supuesto, claro está,
que hagamos lo que esté de nuestra parte para aprender las verdades de la fe y
nos dejemos guiar por la autoridad docente de la Iglesia, que reside en los
obispos. Una vez confirmados tenemos como una doble responsabilidad de ser
laicos apóstoles y doble fuente de gracia y fortaleza para cumplir este deber.
Finalmente, el tercero de los sacramentos «partícipes del sacerdocio» es el
Orden Sagrado. Esta vez Cristo comparte plenamente su sacerdocio -completamente
en los obispos, y sólo un poco menos en los sacerdotes-. En el sacramento del
Orden no hay sólo una llamada, no hay sólo una gracia, sino, además, un poder.
El sacerdote recibe el poder de consagrar y perdonar, de santificar y bendecir.
El obispo, además, recibe el poder de ordenar a otros obispos y sacerdotes, y
la jurisdicción de regir las almas y de definir las verdades de fe.
Pero todos somos llamados a ser apóstoles. Todos recibimos la misión de
ayudar al Cuerpo Místico de Cristo a crecer y mantenerse sano. Cristo espera
que cada uno de nosotros contribuya a la salvación del mundo, la pequeña parte
de mundo en que vivimos: nuestro hogar, nuestra comunidad, nuestra parroquia,
nuestra diócesis. Espera que, por medio de nuestras vidas, le hagamos visible a
aquellos con quienes trabajamos y nos recreamos. Espera que sintamos un sentido
pleno de responsabilidad hacia las almas de nuestros prójimos, que nos duelan
sus pecados, que nos preocupe su descreimiento.
Cristo espera de cada uno de nosotros que prestemos nuestra ayuda y nuestro
activo apoyo a obispos y sacerdotes en su gigantesca tarea.
Y esto es sólo un poco de lo que significa ser apóstol laico, puesto que
cabe también la posibilidad de enrolarse en asociaciones de naturaleza
apostólica con una clara finalidad de santificación personal y ajena, sin dejar
por eso de ser laicos.
CAPÍTULO
XII LAS NOTAS Y ATRIBUTOS DE LA IGLESIA
¿Dónde la encontramos? «No es producto genuino si no lleva esta marca.»
Encontramos a menudo este lema en los anuncios de los productos. Quizá no nos
creamos toda la cháchara sobre «productos de calidad» y «los entendidos lo
recomiendan», pero muchos, cuando vamos de compras, insistimos en que nos sirvan
determinada marca, y casi nadie compra un artículo de plata sin darle la vuelta
para comprobar si lleva el contraste que garantiza que es plata de ley, y muy
pocos compran un anillo sin mirar antes la marca de los quilates.
Al ser la sabiduría de Cristo la misma sabiduría de Dios, es de esperar
que, al establecer su Iglesia, haya previsto unos medios para reconocerla no
menos inteligentes que los de los modernos comerciantes, unas «marcas» para que
todos los hombres de buena voluntad puedan reconocerla fácilmente. Esto era de
esperar, especialmente si tenemos en cuenta que Jesús fundó su Iglesia al costo
de su propia vida. Jesús no murió en la cruz «por el gusto de hacerlo». No dejó
a los hombres la elección de pertenecer o no a la Iglesia, según sus preferencias.
Su Iglesia es la Puerta del Cielo, por la que todos (al menos con deseo
implícito) debemos entrar.
Al constituir la Iglesia prerrequisito para nuestra felicidad eterna,
nuestro Señor no dejó de estamparla claramente con su marca, con la señal de su
origen divino, y tan a la vista que no podemos dejar de reconocerla en medio de
la mezcolanza de mil sectas, confesiones y religiones del mundo actual. Podemos
decir que la «marca» de la Iglesia es un cuadrado, y que el mismo Jesucristo
nos ha dejado dicho que debíamos mirar en cada lado de ese cuadrado.
Primero, la unidad. «Tengo otras ovejas que no son de este aprisco, y es
preciso que yo las traiga, y oirán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo
pastor» (lo 10,16). Y también: «Padre santo, guarda en tu nombre a estos que me
has dado, para que sean uno como nosotros» (Io 17,11).
Luego, la santidad. «Santifícalos en la verdad... Yo por ellos me santifico,
para que ellos sean santificados en verdad» (Io 17,17-19). Esta fue la oración
del Señor por su Iglesia, y San Pablo nos recuerda que Jesucristo «se entregó
por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo
propio, celador de buenas obras» (Tit 2,14).
El tercer lado del cuadrado es la catolicidad o universalidad. La palabra
«católico» viene del griego, como «universal» del latín, pero ambas significan
lo mismo: «todo». Toda la enseñanza de Cristo, a todos los hombres, en todos
los tiempos y en todos los lugares.
Escuchemos las palabras del Señor: «Será predicado este Evangelio del reino
en todo el mundo, como testimonio para todas las naciones» (Mt 24,14). «Id por
todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). «Seréis mis
testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta el extremo de la tierra»
(Act 1,8).
El cuadrado se completa con la nota de apostolicidad. Esta palabra parece
un poco trabalenguas, pero significa sencillamente que la Iglesia que clame ser
de Cristo debe ser capaz de remontar su linaje, en línea ininterrumpida, hasta
los Apóstoles. Debe ser capaz de mostrar su legítima descendencia de Cristo por
medio de los Apóstoles. De nuevo habla Jesús: «Y yo te digo a ti que tú eres
Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del infierno
no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18). Dirigiéndose a todos los Apóstoles:
«Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues; enseñad a
todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con
vosotros hasta la consumación del mundo» (Mt 28,18-20). San Pablo asegura esta
nota de la catolicidad cuando escribe a los efesios. «Por tanto, ya no sois
extranjeros y huéspedes, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios,
edificados sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas, siendo
piedra angular el mismo Cristo Jesús» (Eph 2,19- 20).
Cualquier Iglesia que clame ser de Cristo debe mostrar estas cuatro notas.
Hay muchas «iglesias» en el mundo de hoy que se llaman cristianas. Abreviemos
nuestra labor de escrutinio tomando nuestra propia iglesia, la Iglesia
Católica, y si encontramos en ella la marca de Cristo no necesitaremos examinar
las demás.
Por muy errado que estés sobre alguna cosa, siempre resulta molesto que
alguien te lo diga sin ambages. Y mientras ese alguien te explica
cuidadosamente por qué estás equivocado, es probable que tú te muestres más y
más terco. Quizá no siempre te suceda así, quizá tú seas muy santo y no te
suceda nunca. Pero, en general, los humanos somos así. Por esa razón, raras
veces es bueno discutir sobre religión. Todos debemos estar dispuestos a
exponer nuestra religión en cualquier ocasión, pero nunca a discutir sobre
ella. En el instante en que decimos a alguien «tu religión es falsa y yo te
diré por qué» hemos cerrado de un portazo la mente de esa persona, y nada de lo
que consigamos decir después conseguirá abrirla. Por otra parte, si conocemos
bien nuestra religión podemos explicarla inteligente y amablemente al vecino
que no es católico o no practica: hay bastantes esperanzas en que nos escuche.
Si podemos demostrarle que la Iglesia Católica es la verdadera Iglesia
establecida por Jesucristo, no hay por qué decirle que su «iglesia» es falsa.
Puede que sea terco, pero no estúpido, y uno puede confiar en que sacará sus
propias conclusiones. Teniendo esto en la mente procedamos a examinar la Iglesia
Católica para ver si lleva la marca de Cristo, si Jesús la ha señalado como
suya, sin posibilidades de error.
Primero, veamos la unidad, que nuestro Señor afirmó debía ser característica
de su rebaño.
Miremos esta unidad en sus tres dimensiones: unidad de credo, unidad de
autoridad y unidad de culto.
Sabemos que los miembros de la Iglesia de Cristo deben mostrar unidad de
credo. Las verdades que creen son las dadas a conocer por el mismo Cristo; son
verdades que proceden directamente de Dios. No hay verdades más «verdaderas»
que la mente humana pueda conocer y aceptar que las reveladas por Dios. Dios es
verdad; lo sabe todo y no puede errar; es infinita-mente verdadero y no puede
mentir. Es más fácil creer, por ejemplo, que no hay sol a pleno día que pensar
que Jesús pudo equivocarse al decirnos que hay tres Personas en un solo Dios.
Por este motivo reputamos el principio del «juicio privado» como absolutamente
ilógico.
Hay personas que mantienen el principio del juicio privado en materias
religiosas. Admiten que Dios nos ha dado a conocer ciertas verdades, pero,
dicen, cada hombre tiene que interpretar esas verdades según su criterio. Que
cada uno lea su Biblia, y lo que piense que la Biblia significa, ése es el
significado para él. Nuestra respuesta es que lo que Dios ha dicho que es, es
para siempre y para todos. No está en nuestra mano escoger y ajustar la
revelación de Dios a nuestras preferencias o a nuestras conveniencias.
Esta teoría del «juicio privado» ha llevado, naturalmente, a dar un paso
más: negar toda verdad absoluta. Hoy mucha gente pretende que la verdad y la
bondad son términos relativos. Una cosa es verdadera mientras la mayoría de los
hombres opine que es útil, mientras parezca que esa cosa «funciona». Si creer
en Dios te ayuda, entonces cree en Dios, pero está dispuesto a desechar esa
creencia si piensas que entorpece la marcha del progreso. Y lo mismo ocurre con
la bondad. Una cosa o una acción es buena si contribuye al bienestar y a la
dicha del hombre. Pero si la castidad, por ejemplo, parece que frena el avance
de un modo siempre en cambio, entonces, la castidad deja de ser buena. En
resumen, que lo que puede llamarse bueno o verdadero es lo que aquí y ahora es
útil para la comunidad, para el hombre como elemento constructivo de la
sociedad, y es bueno o verdadero solamente mientras continúa siendo útil. Esta
filosofía se llama pragmatismo.
Es muy difícil dialogar sobre la verdad con un pragmático, porque ha
socavado el terreno bajo tus pies al negar la existencia de verdad alguna real
y absoluta. Todo lo que un creyente puede hacer por él es rezar y demostrarle
con una vida cristiana auténtica que el cristianismo «funciona».
Quizá nos hayamos desviado un poco de nuestro tema principal, es decir, que
no hay iglesia que pueda clamar ser de Cristo si todos sus miembros no creen
las mismas verdades, ya que esas verdades son de Dios, eternamente inmutables,
las mismas para todos los pueblos. Sabemos que en la Iglesia Católica todos
creemos las mismas verdades. Obispos, sacerdotes o párvulos; americanos,
franceses y japoneses; blancos o negros; cada católico, esté donde esté, quiere
decir exactamente lo mismo cuando recita el Credo de los Apóstoles.
No sólo estamos unidos por lo que creemos, también porque todos estamos
bajo la misma autoridad. Jesucristo designó a San Pedro pastor supremo de su
rebaño, y tomó las medidas para que los sucesores del Apóstol hasta el fin de
los tiempos fueran cabeza de su Iglesia y custodios de sus verdades. La lealtad
al Obispo de Roma, a quien llamamos cariñosamente el Santo Padre, será siempre
el obligado centro de nuestra unidad y prueba de nuestra asociación a la
Iglesia de Cristo: «¡Donde está Pedro allí está la Iglesia!».
Estamos unidos también en el culto como ninguna otra iglesia. Tenemos un
solo altar, sobre el que Jesucristo renueva todos los días su ofrecimiento en
la cruz. Sólo un católico puede dar la vuelta al mundo sabiendo que,
dondequiera que vaya -África o India, Alemania o Sudamérica- se encontrará en
casa desde el punto de vista religioso. En todas partes la misma Misa, en todas
partes los mismos siete sacramentos.
Leo G. Terese
(Cont)
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