CAPÍTULO
XI
LA IGLESIA CATÓLICA
LA IGLESIA CATÓLICA
Dios modeló a Adán del barro de la tierra, y luego, según la bella imagen
bíblica, insufló un alma a ese cuerpo, y Adán se convirtió en ser vivo. Dios
creó la Iglesia de una manera muy parecida. Primero diseñó el Cuerpo de la
Iglesia en la Persona de Jesucristo. Esta tarea abarcó tres años, desde el
primer milagro público de Jesús en Caná hasta su ascensión al cielo. Jesús,
durante este tiempo, escogió a sus doce Apóstoles, destinados a ser los primeros
obispos de su Iglesia. Por tres años los instruyó y entrenó en sus deberes, en
la misión de establecer el reino de Dios. También durante este tiempo Jesús diseñó
los siete canales, los siete sacramentos, por los que las gracias que iba a
ganar en la cruz fluirían a la almas de los hombres.
A la vez, Jesús impartió a los Apóstoles una triple misión, que es la
triple misión de la Iglesia. Enseñar: «Id, pues, enseñad a todas las gentes...,
enseñándoles a observar cuanto Yo os he mandado» (Mt 28,19-20). Santificar:
«Bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt
28,19); «Este es mi Cuerpo..., haced esto en memoria mía» (Lc 22,19); «A quien
perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis,
les serán retenidos» (Io 20,23). Y gobernar en su nombre: «Si los desoyere,
comunícalo a la Iglesia, y si la Iglesia desoye, sea para ti como gentil o
publican...; cuanto atareis en la tierra será atado en el cielo, y cuanto
desatareis en la tierra será desatado en el cielo» (Mt 18,17-18); «El que a vosotros
oye, a mí me oye, y el que a vosotros desecha, a mí me desecha» (Lc 10,16).
Otra misión de Jesús al formar el Cuerpo de su Iglesia, fue la de proveer
una autoridad para su Reino en la tierra. Asignó este cometido al Apóstol
Simón, hijo de Juan, y al hacerlo le impuso un nombre nuevo, Pedro, que quiere
decir roca. He aquí la promesa: «Bienaventurado tú, Simón Bar Jona... Y yo te
digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré Yo mi Iglesia, y las
puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del
reino de los cielos» (Mt 16, 17,18-19). Esta fue la promesa que Jesús cumplió
después de su resurrección, según leemos en el capítulo 21 del Evangelio de San
Juan. Tras conseguir de Pedro una triple manifestación de amor («Simón, hijo de
Juan, ¿me amas?»), Jesús hizo a Pedro el pastor supremo de su rebaño.
«Apacienta mis corderos», le dice Jesús, «apacienta mis ovejas». El. entero
rebaño de Cristo -ovejas y corderos; obispos, sacerdotes y fieles- se ha puesto
bajo la jurisdicción de Pedro y sus sucesores, porque, resulta evidente, Jesús
no vino a la tierra para salvar sólo a las almas contemporáneas de los
Apóstoles. Jesús vino para salvar a todas ?as almas, mientras haya almas que
salvar.
El triple deber (y poder) de los Apóstoles -enseñar, santificar y gobernar
-lo transmitieron a otros hombres, a quienes, por el sacramento del Orden,
ordenarían y consagrarían para continuar su misión. Los obispos actuales son
sucesores de los Apóstoles. Cada uno de ellos ha recibido su poder episcopal de
Cristo, por medio de los Apóstoles, en continuidad ininterrumpida. Y el poder
supremo de Pedro, a quien Cristo constituyó cabeza de todo, reside hoy en el
Obispo de Roma, a quien llamamos con amor el Santo Padre. Esto se debe a que,
por los designios de la Providencia, Pedro fue a Roma, donde murió siendo el
primer obispo de la ciudad. En consecuencia, quien sea obispo de Roma, es
automáticamente el sucesor de Pedro y, por tacto, posee el especial poder de
Pedro de enseñar y regir a la Iglesia entera.
Este es, pues, el Cuerpo de su Iglesia tal como Cristo la creó: no una mera
hermandad invisible de hombres unidos por lazos de gracia, sino una sociedad
visible de hombres, bajo una cabeza constituida en autoridad y gobierno. Es lo
que llamamos una sociedad jerárquica con las sólidas y admirables proporciones
de una pirámide. En su cima el Papa, el monarca espiritual con suprema
autoridad espiritual. Inmediatamente bajo él, los otros obispos, cuya
jurisdicción, cada uno en su diócesis, dimana de su unión con el sucesor de
Pedro. Más abajo, los sacerdotes, a quienes el sacramento del Orden ha dado
poder de santificar (como así hacen en la Misa y los sacramentos), pero no el
poder de jurisdicción (el poder de enseñar y gobernar). Un sacerdote posee el
poder de jurisdicción sólo en la medida en que lo tenga delegado por el obispo,
quien lo ordenó para ayudarle.
Finalmente, está la amplia base del pueblo de Dios, las almas de todos los
bautizados, para quienes los otros existen.
Este es el Cuerpo de la Iglesia tal como lo constituyó Jesús en sus tres
años de vida pública. Como el cuerpo de Adán, yacía en espera del alma. Esta
alma había sido prometida por Jesús cuando dijo a sus Apóstoles antes de la
Ascensión: «Pero recibiréis el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre
vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta
el extremo de la tierra» (Act 1,8). Conocemos bien la historia del Domingo de
Pentecostés, décimo día de la Ascensión y quincuagésimo de la Pascua
(Pentecostés significa «quincuagésimo»): «Aparecieron, como divididas, lenguas
de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos (de los Apóstoles), quedando
todos llenos del Espíritu Santo» (Act 2,3-4). Y, en ese momento, el cuerpo tan
maravillosamente diseñado por Jesús durante tres pacientes años, vino
súbitamente a la vida. El Cuerpo Vivo se alza y comienza su expansión. Ha
nacido la Iglesia de Cristo.
Nosotros somos la Iglesia ¿Qué es un ser humano? Podríamos decir que es un
animal que anda erecto sobre sus extremidades posteriores, que puede razonar y
hablar. Nuestra definición sería correcta, pero no completa. Nos diría sólo lo
que es el hombre visto desde el exterior, pero omitiría su parte más
maravillosa: el hecho de que posee un alma espiritual e inmortal.
¿Qué es la Iglesia? También podríamos responder dando una visión externa de
la Iglesia.
Podríamos definir la Iglesia (y de hecho lo hacemos frecuentemente) como la
sociedad de los bautizados, unidos en la misma fe verdadera, bajo la autoridad
del Papa, sucesor de San Pedro.
Pero, al describir la Iglesia en estos términos, cuando hablamos de su
organización jerárquica compuesta de Papa, obispos, sacerdotes y laicos,
debemos tener presente que estamos describiendo lo que se llama Iglesia
jurídica. Es decir, miramos a la Iglesia como una organización, como una
sociedad pública cuyos miembros y directivos están ligados entre sí por lazos
de unión visibles y legales. En cierta manera es parecido al modo en que los
ciudadanos de una nación están unidos entre sí por lazos de ciudadanía,
visibles y legales. Los Estados Unidos de América, por ejemplo, es una sociedad
jurídica.
Jesucristo, por supuesto, estableció su Iglesia como sociedad jurídica.
Para cumplir su misión de enseñar, santificar y regir a los hombres, debía
tener una organización visible.
El Papa Pío XII, en su encíclica sobre «El Cuerpo Místico de Cristo», nos
señaló este hecho. El Santo Padre también nos hizo notar que, como organización
visible, la Iglesia es la sociedad jurídica más perfecta que existe. Y esto es
así porque tiene el más noble de los fines: la santificación de sus miembros
para gloria de Dios.
El Papa continuaba su encíclica declarando que la Iglesia es mucho más que
una organización jurídica. Es el mismo Cuerpo de Cristo, un cuerpo tan
especial, que debe tener un nombre especial: el Cuerpo Místico de Cristo.
Cristo es la Cabeza del Cuerpo; cada bautizado es una parte viva, un miembro de
ese Cuerpo, cuya alma es el Espíritu Santo.
El Papa nos advierte: «Es éste un misterio oculto, que durante este exilio
terreno sólo podemos ver oscuramente.» Pero tratemos de verlo, aunque sea en
oscuridad. Sabemos que nuestro cuerpo físico está compuesto de millones de
células individuales, todas trabajando conjuntamente para el bien de todo el
cuerpo, bajo la dirección de la cabeza.
Las distintas partes del cuerpo no se ocupan en fines propios y privados,
sino que cada una labora todo el tiempo para el bien del conjunto. Los ojos,
los oídos y demás sentidos acopian conocimiento para utilidad de todo el
cuerpo. Los pies llevan al cuerpo entero a donde quiera ir. Las manos llevan el
alimento a la boca, el intestino absorbe la nutrición necesaria para todo el
cuerpo. El corazón y los pulmones envían sangre y oxígeno a todas las partes de
la anatomía. Todos viven y actúan para todos.
Y el alma da vida y unidad a todas las distintas partes, a cada una de las
células individuales. Cuando el aparato digestivo transforma el alimento en
sustancia corporal, las nuevas células no se agregan al cuerpo de forma
eventual, como el esparadrapo a la piel.
Las nuevas células se hacen parte del cuerpo vivo, porque el alma se hace
presente en ellas, de modo igual que en el resto del cuerpo.
Apliquemos ahora esta analogía al Cuerpo Místico de Cristo. Al bautizarnos,
el Espíritu Santo toma posesión de nosotros de modo muy parecido al que nuestra
alma toma posesión de las células que se van formando en el cuerpo. Este mismo
Espíritu Santo es, a la vez, el Espíritu de Cristo, que, para citar a Pío XII,
«se complace en morar en la amada alma de nuestro Redentor como en su santuario
más estimado; este Espíritu que Cristo nos mereció en la cruz por el derramamiento
de su sangre... Pero, tras la glorificación de Cristo en la cruz, su Espíritu
se vierte sobreabundantemente en la Iglesia, de modo que ella y sus miembros
individuales puedan hacerse día a día más semejantes a su Salvador». El
Espíritu de Cristo, en el Bautismo, se hace también nuestro Espíritu.
«El Alma del Alma» de Cristo se hace también Alma de nuestra alma. «Cristo
está en nosotros por su Espíritu», continúa el Papa, «a quien nos da y por
quien actúa en nosotros, de tal modo que toda la divina actividad del Espíritu
Santo en nuestra alma debe ser atribuida también a Cristo».
Así es, pues, la Iglesia vista desde «dentro». Es una sociedad jurídica,
sí, con una organización visible dada por Cristo mismo. Pero es mucho más, es
un organismo vivo, un Cuerpo viviente, cuya Cabeza es Cristo, nosotros los
bautizados, sus miembros, y el Espíritu Santo, su Alma. Es un Cuerpo vivo del
que podemos separarnos por herejía, cisma o excomunión, al modo que un dedo es
extirpado por el bisturí del cirujano. Es un Cuerpo en que el pecado mortal,
como el torniquete aplicado a un dedo, puede interrumpir temporalmente el flujo
vital hasta que es quitado por el arrepentimiento. Es un Cuerpo en que cada
miembro se aprovecha de cada Misa que se celebra, cada oración que se ofrece,
cada buena obra que se hace por cada uno de sus miembros en cualquier lugar del
mundo. Es el Cuerpo Místico de Cristo.
Leo G. Terese
(Cont)
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