CAPÍTULO
X
LAS VIRTUDES Y DONES DEL ESPIRITU SANTO
LAS VIRTUDES Y DONES DEL ESPIRITU SANTO
«Bienaventurados los que lloran», continúa Jesús en la tercera bienaventuranza,
«porque ellos serán consolados». De nuevo, como en las dos bienaventuranzas
anteriores, nos impresiona la infinita compasión de Jesús hacia los pobres,
infortunados, afligidos y atribulados. Los que saben ver en el dolor la justa
suerte de la humanidad pecadora, y saben aceptarlo sin rebeliones ni quejas,
unidos a la misma cruz de Cristo, encuentran predilección en la mente y el
corazón de Jesús. Son los que dicen con San Pablo, «Tengo por cierto que los
padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que
ha de manifestarse en nosotros» (Rom 8,18).
Pero, por muy bueno que sea llevar nuestras cargas animosos y esperanzados,
no lo es aceptar indiferentemente las injusticias que se hacen a otros. Por muy
generosamente que sepamos entregar a Dios nuestra felicidad terrena, estamos
obligados, por paradoja divina, a procurar la felicidad de los demás. La
injusticia no sólo destruye la felicidad temporal del que la sufre; también
pone en peligro su felicidad eterna. Y esto es tan verdad si se trata de una
injusticia económica que oprime al pobre (el emigrante sin recursos, el
bracero, el chabolista son ejemplos que vienen fácilmente a la mente), como de
una injusticia racial que degrada a nuestro prójimo (¿qué opinas tú de los
negros y la segregación?), o de una injusticia moral que ahoga la acción de la
gracia (¿ te perturba ver ciertas publicaciones en la librería del amigo?).
Debemos tener celo por la justicia, tanto si es la justicia en el trato con los
demás, como en la más elevada del trato con Dios, tanto nuestro como de los
otros. He aquí algunas implicaciones de la cuarta bienaventuranza:
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán
hartos» con una satisfacción que encontrarán en el cielo, nunca aquí en la
tierra.
« Bienaventurados los misericordiosos», continúa Cristo, «porque alcanzarán
misericordia». ¡Es tan difícil perdonar a quienes nos ofenden, tan duro
conllevar pacientemente al débil, ignorante y antipático! Pero aquí está la
esencia misma del espíritu cristiano. No podrá haber perdón para el que no perdona.
«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios». La
sexta bienaventuranza no se refiere principalmente a la castidad, como muchos
piensan, sino al olvido de sí, a verlo todo desde el punto de vista de Dios y
no del nuestro. Quiere decir unidad de fines: Dios primero, sin engaños ni
componendas.
«Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios». Al
oír estas palabras de Cristo, tengo que preguntarme si soy foco de paz y
armonía en mi hogar, centro de buena voluntad en mi comunidad, componedor de
discordias en mi trabajo. Es senda directa al cielo.
«Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia, porque de
ellos es el reino de los cielos». Y con la octava bienaventuranza bajamos la
vista avergonzados por la poca generosidad con que llevamos las insignificantes
molestias que nuestra religión nos causa, y compararnos (y rezar) con las almas
torturadas de nuestros hermanos tras el telón de acero y el telón de bambú.
CAPÍTULO XI LA IGLESIA CATÓLICA
El Espíritu Santo y la Iglesia
Cuando el sacerdote instruye a un posible converso, generalmente en las
primeras etapas de sus explicaciones le enseña el significado del perfecto amor
a Dios. Explica qué quiere decir hacer un acto de contrición perfecta. Aunque
ese converso debe aguardar varios meses la recepción del Bautismo, no hay razón
para que viva ese tiempo en pecado. Un acto de perfecto amor a Dios -que
incluye el deseo de bautizarse- le limpia el alma antes del Bautismo.
El posible converso, naturalmente, se alegra de saberlo, y yo estoy seguro
de haber vertido el agua bautismal en la cabeza de muchos adultos que poseían
ya el estado de gracia santificante. Por haber hecho un acto de perfecto amor
de Dios, habían recibido el bautismo de deseo. Y, sin embargo, en todos y cada
uno de los casos, el converso ha manifestado gran gozo y alivio al recibir el
sacramento, porque hasta este momento no podían tener certeza de que sus
pecados habían sido perdonados. Por mucho que nos esforcemos en hacer un acto
de amor a Dios perfecto, nunca podemos estar seguros de haberlo logrado. Pero
cuando el agua salvífica se vierte en su cabeza, el neófito está seguro de que
Dios ha venido a él.
San Pablo nos dice que nadie, ni siquiera el mejor de nosotros, puede tener
seguridad absoluta de estar en estado de gracia santificante. Pero todo lo que
pedimos es certeza moral, el tipo de certeza que tenemos cuando hemos sido
bautizados o (en el sacramento de la Penitencia) absueltos. La paz de mente, la
gozosa confianza que esta certeza proporciona, nos da una de las razones por
las que Jesucristo instituyó una Iglesia visible.
Las gracias que nos adquirió en el Calvario podía haberlas aplicado a cada
alma directamente e invisiblemente, sin recurrir a signos externos o ceremonias.
Sin embargo, conociendo nuestra necesidad de visible seguridad, Jesús escogió
canalizar sus gracias a través de símbolos sensibles. Instituyó los sacramentos
para que pudiéramos saber cuándo, cómo y qué clase de gracia recibimos. Y unos
sacramentos visibles necesitan una agencia visible en el mundo para que los
custodie y distribuya. Esta agencia visible es la Iglesia instituida por
Jesucristo.
La necesidad de una Iglesia no se limita, evidentemente, a la guarda de los
sacramentos.
Nadie puede querer los sacramentos si no los conoce antes. Y tampoco puede
nadie creer en Cristo, si antes no se le ha hablado de El. Para que la vida y
muerte de Cristo no sean en vano, ha de existir una voz viva en el mundo que
transmita las enseñanzas de Cristo a través de los siglos. Debe ser una voz
audible, ha de haber un portavoz visible en quien todos los hombres de buena
voluntad puedan reconocer la autoridad.
Consecuentemente, Jesús fundó su Iglesia no sólo para santificar a la
humanidad por medio de los sacramentos, sino, y ante todo, para enseñar a los
hombres las verdades que Jesucristo enseñó, las verdades necesarias para la
salvación. Basta un momento de reflexión para darnos cuenta de que, si Jesús no
hubiera fundado una Iglesia, incluso el nombre de Jesucristo nos sería hoy
desconocido.
Pero no nos basta tener la gracia disponible en los sacramentos visibles de
la Iglesia visible. No nos basta tener la verdad proclamada por la voz viva de
la Iglesia docente.
Además, necesitamos saber qué debemos hacer por Dios; necesitamos un guía
seguro que nos indique el camino que debemos seguir de acuerdo con la verdad
que conocemos y las gracias que recibimos. De igual manera que sería inútil
para los ciudadanos de un país tener una Constitución si no hubiera un gobierno
para interpretarla y hacerla observar con la legislación pertinente, el
conjunto de la Revelación cristiana necesita ser interpretada de modo
apropiado. ¿Cómo hacerse miembro de la Iglesia y cómo permanecer en ella?
¿Quién puede recibir este o aquel sacramento, cuándo y cómo? Cuando la Iglesia
promulga sus leyes, responde a preguntas como las anteriores, cumpliendo bajo
Cristo su tercer deber, además de los de enseñar y santificar: gobernar.
Conocemos la definición de la Iglesia: «la congregación de todos los
bautizados, unidos en la misma fe verdadera, el mismo sacrificio y los mismos
sacramentos, bajo la autoridad del Sumo Pontífice y los obispos en comunión con
él». Una persona se hace miembro de la Iglesia al recibir el sacramento del
Bautismo, y continúa siéndolo mientras no se segregue por cisma (negación o
contestación de la autoridad papal), por herejía (negación de una o más
verdades de fe proclamadas por la Iglesia) o por excomunión (exclusión de la
Iglesia por ciertos pecados graves no contritos). Pero estas personas, si han
sido bautizadas válidamente, permanecen básicamente súbditos de la Iglesia, y
están obligadas por sus leyes, a no ser que se les dispense de ellas
específicamente.
Al decir todo esto, ya vemos que consideramos la Iglesia desde fuera
exclusivamente. Del mismo modo que un hombre es más que su cuerpo físico,
visible, la Iglesia es infinitamente más que la mera visible organización
exterior. Es el alma lo que constituye al hombre en ser humano. Y es el alma de
la Iglesia lo que la hace, además de una organización, un organismo vivo. Igual
que la inhabitación de las tres Personas divinas da al alma la vida
sobrenatural que llamamos gracia santificante, la inhabitación de la Santísima
Trinidad da a la Iglesia su vida inextinguible, su perenne vitalidad. Ya que la
tarea de santificarnos (que es propia del Amor divino) se adscribe al Espíritu
Santo por apropiación, es a El a quien designamos el alma de la Iglesia, de
esta Iglesia cuya Cabeza es Cristo.
Leo G. Terese
(Cont)
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