CAPÍTULO
X
LAS VIRTUDES Y DONES DEL ESPIRITU SANTO
LAS VIRTUDES Y DONES DEL ESPIRITU SANTO
¿Qué es virtud? ¿Eres virtuoso? Si
te hicieran esta pregunta, tu modestia te haría contestar: «No, no de un modo
especial». Y, sin embargo, si estás bautizado y vives en estado de gracia
santificante, posees las tres virtudes más altas: las virtudes divinas de fe,
esperanza y caridad. Si cometieras un pecado mortal, perderías la caridad (o el
amor de Dios), pero aún te quedarían la fe y la esperanza.
Pero antes de seguir adelante, quizás sería conveniente repasar el
significado de «virtud». En religión la virtud se define como «el hábito o
cualidad permanente del alma que da inclinación, facilidad y prontitud para
conocer y obrar el bien y evitar el mal». Por ejemplo, si tienes el hábito de
decir siempre la verdad, posees la virtud de la veracidad o sinceridad. Si
tienes el hábito de ser rigurosamente honrado con los derechos de los demás,
posees la virtud de la justicia.
Si adquirimos una virtud por nuestro propio esfuerzo, desarrollando
conscientemente un hábito bueno, denominamos a esa virtud natural. Supón que
decidimos desarrollar la virtud de la veracidad. Vigilaremos nuestras palabras,
cuidando de no decir nada que altere la verdad. Al principio quizás nos cueste,
especialmente cuando decir la verdad nos cause inconvenientes o nos avergüence.
Un hábito (sea bueno o malo) se consolida por la repetición de actos. Poco a
poco nos resulta más fácil decir la verdad, aunque sus consecuencias nos
contraríen. Llega un momento en que decir la verdad es para nosotros como una
segunda naturaleza, y para mentir tenemos que ir a contrapelo. Cuando sea así
podremos decir en verdad que hemos adquirido la virtud de la veracidad. Y
porque la hemos conseguido con nuestro propio esfuerzo, esa virtud se llama
natural.
Dios, sin embargo, puede infundir en el alma una virtud directamente, sin
esfuerzo por nuestra parte. Por su poder infinito puede conferir a un alma el
poder y la inclinación de realizar ciertas acciones que son buenas
sobrenaturalmente. Una virtud de este tipo -el hábito infundido en el alma
directamente por Dios- se llama sobrenatural. Entre estas virtudes las más
importantes son las tres que llamamos teologales: fe, esperanza y caridad. Y se
llaman teologales (o divinas) porque atañen a Dios directamente: creemos en
Dios, en Dios esperamos y a El amamos.
Esta tres virtudes, junto con la gracia santificante, se infunden en
nuestra alma en el sacramento del Bautismo. Incluso un niño, si está bautizado,
posee las tres virtudes, aunque no sea capaz de ejercerlas hasta que no llegue
al uso de razón. Y, una vez recibidas, no se pierden fácilmente. La virtud de
la caridad, la capacidad de amar a Dios con amor sobrenatural, se pierde sólo
cuando deliberadamente nos separamos de El por el pecado mortal. Cuando se
pierde la gracia santificante también se pierde la caridad.
Pero aun habiendo perdido la caridad, la fe y la esperanza permanecen. La
virtud de la esperanza se pierde sólo por un pecado directo contra ella, por la
desesperación de no confiar más en la bondad y misericordia divinas. Y, por
supuesto, si perdemos la fe, la esperanza se pierde también, pues es evidente
que no se puede confiar en Dios si no creemos en El. Y la fe a su vez se pierde
por un pecado grave contra ella, cuando rehusamos creer lo que Dios ha
revelado.
Además de las tres grandes virtudes que llamamos teologales o divinas, hay
otras cuatro virtudes sobrenaturales que, junto con la gracia santificante, se
infunden en el alma por el Bautismo. Como estas virtudes no miran directamente
a Dios, sino más bien a las personas y cosas en relación con Dios, se llaman
virtudes morales. Las cuatro virtudes morales sobrenaturales son: prudencia,
justicia, fortaleza y templanza.
Poseen un nombre especial, pues se les llama virtudes cardinales. El
adjetivo «cardinal» se deriva del sustantivo latino «cardo», que significa
«gozne», y se les llama así por ser virtudes «gozne», es decir que sobre ellas
dependen las demás virtudes morales. Si un hombre es realmente prudente, justo,
fuerte y templado espiritualmente, podemos afirmar que posee también las otras
virtudes morales. Podríamos decir que estas cuatro virtudes contienen la
semilla de las demás. Por ejemplo, la virtud de la religión, que nos dispone a
dar a Dios el culto debido, emana de la virtud de la justicia. Y de paso diremos
que la virtud de la religión es la más alta de las virtudes morales.
Resulta interesante señalar dos diferencias notables entre virtud natural y
sobrenatural.
Una virtud natural, porque se adquiere por la práctica frecuente y la
autodisciplina habitual, nos hace más fáciles los actos de esa determinada
virtud. Llegamos a un punto en que, por dar un ejemplo, nos resulta más
placentero ser sinceros que insinceros. Por otra parte, una virtud
sobrenatural, por ser directamente infundida y no adquirirse por la repetición
de actos, no hace más fácil necesariamente la práctica de la virtud. No nos
resulta difícil imaginar una persona que, poseyendo la virtud de la fe en grado
eminente, tenga tentaciones de duda durante toda su vida.
Otra diferencia entre virtud natural y sobrenatural es la forma de crecer
de cada una. Una virtud natural, como la paciencia adquirida, aumenta por la
práctica repetida y perseverante. Una virtud sobrenatural, sin embargo, aumenta
sólo por la acción de Dios, aumento que Dios concede en proporción a la bondad
moral de nuestras acciones. En otras palabras, todo lo que acrecienta la gracia
santificante, acrecienta también las virtudes infusas. Crecemos en virtud
cuanto crecemos en gracia.
¿Qué queremos decir exactamente cuando afirmamos «creo en Dios», «espero en
Dios», o «amo a Dios»? En nuestras conversaciones ordinarias es fácil utilizar
estas expresiones con poca precisión; es bueno recordar de vez en cuando el
sentido estricto y original de las palabras que utilizamos.
Comencemos por la fe. De las tres virtudes teologales infusas por el
Bautismo, la fe es la fundamental. Es evidente que «podemos esperar en Dios,
quien no puede engañarse ni engañarnos». Hay aquí dos frases clave: «creer
firmemente» y «la autoridad del mismo Dios» que merecen ser examinadas.
Creer significa admitir algo como verdadero. Creemos cuando damos nuestro
asentimiento definitiva e incuestionablemente. Ya vemos la poca precisión de
nuestras expresiones cuando decimos: «Creo que va a llover», o «Creo que ha
sido el día más agradable del verano». En ambos casos expresamos simplemente
una opinión: suponemos que lloverá; tenemos la impresión de que hoy ha sido el
día más agradable del verano. Este punto conviene tenerlo presente: una opinión
no es una creencia. La fe implica certeza.
Pero no toda certeza es fe. No digo que creo algo cuando lo veo y comprendo
claramente.
No creo que dos y dos son cuatro porque es algo evidente, puedo
comprenderlo y probarlo satisfactoriamente. El tipo de conocimiento que se
refiere a hechos que puedo percibir y demostrar es comprensión y no creencia.
Creencia -o fe- es la aceptación de algo como verdadero basándose en la
autoridad de otro. Yo nunca he estado en China, pero muchas personas que han
estado allí me aseguran que ese país existe. Porque confío en ellos, creo que
China existe. Igualmente sé muy poco de física y absolutamente nada de fisión
nuclear. Y, a pesar de que nunca he visto un átomo, creo en su fisión porque
confío en la competencia de los que aseguran que puede hacerse y que se ha
hecho.
Este tipo de conocimiento es el de la fe: afirmaciones que se aceptan por
la autoridad de otros en quienes confiamos. Habiendo tantas cosas en la vida
que no comprendemos, y tan poco tiempo libre para comprobarlas personalmente,
es fácil ver que la mayor parte de nuestros conocimientos se basan en la fe. Si
no tuviéramos confianza en nuestros semejantes, la vida se pararía. Si la
persona que dice: «Si no lo veo, no lo creo» o «Si no lo entiendo, no lo creo»,
actuara de acuerdo con sus palabras, bien poco podría hacer en la vida.
A este tipo de fe -a nuestra aceptación de una verdad basados en la palabra
de otro- se le denomina fe humana. El adjetivo «humana» la distingue de la fe
que acepta una verdad por la autoridad de Dios. Cuando nuestra mente se adhiere
a una verdad porque Dios nos la ha manifestado, nuestra fe se llama divina. Se
ve claramente que la fe divina implica un conocimiento mucho más seguro que la
fe meramente humana. No es corriente, pero sí posible que todas las autoridades
humanas se engañen en una afirmación, como ocurrió, por ejemplo, con la
universal enseñanza de que la tierra era plana. No es corriente, pero sí
posible, que todas las autoridades humanas traten de engañar, pero esto ocurre,
por ejemplo, con los dictadores comunistas que engañan al pueblo ruso. Pero
Dios no puede engañarse ni engañar; El es la Sabiduría infinita y la Verdad
infinita. Nunca puede haber ni la sombra de una duda en las verdades que Dios
nos ha revelado, y, por ello, la verdadera fe es siempre una fe firme. Plantearse
dudas sobre una verdad de fe es dudar de la sabiduría infinita de Dios o de su
infinita veracidad. Especular: «¿Habrá tres Personas en Dios?» o «¿Estará Jesús
realmente presente en la Eucaristía?», es cuestionar la credibilidad de Dios o
negar su autoridad. En realidad es rechazar la fe divina.
Por la misma razón, la fe verdadera debe ser completa. Sería una estupidez
pensar que podemos escoger y tomar las verdades que nos gustan de entre las que
Dios ha revelado.
Decir «Yo creo en el cielo, pero no en el infierno», o «Creo en el Bautismo,
pero no en la Confesión», es igual que decir «Dios puede equivocarse». La
conclusión que lógicamente seguiría es: «¿Por qué creer a Dios en absoluto?».
Leo G. Terese
(Cont)
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