LA FE
EXPLICADA
CAPÍTULO
V
CREACION Y CAIDA DEL HOMBRE
CREACION Y CAIDA DEL HOMBRE
En toda la creación no hay mal mayor que un pecado venial, a excepción del
pecado mortal. El pecado venial no es, de ningún modo, una debilidad inocua.
Cada uno de ellos trae un castigo aquí o en el purgatorio. Cada pecado venial
disminuye un poco el amor a Dios en nuestro corazón y debilita nuestra
resistencia a las tentaciones.
Por numerosos que sean los pecados veniales, la simple multiplicación de
los mismos, aun cuando sean muchos, nunca acaban sumando un pecado mortal,
porque el número no cambia la especie del pecado, aunque por acumulación de
materia de muchos pecados veniales sí podría llegar a ser mortal; en cualquier
caso, su descuido habitual abre la puerta a éste. Si vamos diciendo «sí» a
pequeñas infidelidades, acabaremos diciendo «sí» a la tentación grande cuando
ésta se presente. Para' el que ame a Dios sinceramente, su propósito habitual
será evitar todo pecado deliberado, sea éste venial o mortal.
También es conveniente señalar que igual que un pecado objetivamente mortal
puede ser venial subjetivamente, debido a especiales condiciones de ignorancia
o falta de plena advertencia, un pecado que, a primera vista, parece venial,
puede hacerse mortal en circunstancias especiales.
Por ejemplo, si creo que es pecado mortal robar unas pocas pesetas, y a
pesar de ello las robo, para mí será un pecado mortal. O si esta pequeña
cantidad se la quito a un ciego vendedor de periódicos, corriendo el riesgo de
atraer mala fama para mí o mi familia, esta potencialidad de mal que tiene mi
acto lo hace pecado mortal. O si continúo robando pocas cantidades hasta
hacerse una suma considerable, digamos cinco mil pesetas, mi pecado sería
mortal.
Pero si nuestro deseo y nuestra intención es obedecer en todo a Dios, no
tenemos por qué preocuparnos de estas cosas.
CAPÍTULO VI EL PECADO ACTUAL
¿Puede morir mi alma? Si un hombre se clava un cuchillo en el corazón,
muere físicamente. Si un hombre comete un pecado mortal, muere espiritualmente.
La descripción de un pecado mortal es así de simple y así de real.
Por el Bautismo somos rescatados de la muerte espiritual en que el pecado
de Adán nos sumió. En el Bautismo Dios unió a Sí nuestra alma. El Am orde Dios
-el Espíritu Santo- se vertió en ella, llenando el vacío espiritual que el
pecado original había producido. Como consecuencia de esta íntima unión con
Dios, nuestra alma se eleva a un nuevo tipo de vida, la vida sobrenatural que
se llama «gracia santificante», y que es nuestra obligación preservar; y no
sólo preservarla, sino incrementarla e intensificarla.
Dios, después de unirnos a Sí por el Bautismo, nunca nos abandona. Tras el
Bautismo, el único modo de separarnos de Dios es rechazándole deliberadamente.
Y esto ocurre cuando, plenamente conscientes de nuestra acción, deliberada
y libremente rehusamos obedecer a Dios en materia grave. Cuando así hacemos,
cometemos un pecado mortal, que, claro está, significa que causa la muerte del
alma. Esta desobediencia a Dios, consciente y voluntaria en materia grave, es a
la vez el rechazo de Dios. Secciona nuestra unión con El tan rotundamente como
unas tijeras la instalación eléctrica de nuestra casa de los generadores de la
compañía eléctrica si se aplicaran al cable que la conecta. Si lo hicieras, tu
casa se sumiría instantáneamente en la oscuridad; igual ocurriría a nuestra
alma con un pecado mortal, pero con consecuencias mucho más terribles, porque
nuestra alma no se sumiría en la oscuridad, sino en la muerte.
Es una muerte más horrible porque no se muestra al exterior: no hay hedor
de corrupción ni frigidez rígida. Es una muerte en vida por la que el pecador
queda desnudo y aislado en medio del amor y abundancia divinos. La gracia de
Dios fluye a su alrededor, pero no puede entrar en él; el amor de Dios le toca,
pero no le penetra. Todos los méritos sobrenaturales que el pecador había
adquirido antes de su pecado se pierden. Todas las buenas obras hechas, todas
las oraciones dichas, todas las misas ofrecidas, los sufrimientos conllevados
por Cristo, absolutamente todo, es barrido en el momento de pecar.
Esta alma en pecado mortal ha perdido el cielo ciertamente; si muriera así,
separado de Dios, no podría ir allí, pues no hay modo de restablecer la unión
con Dios después de la muerte.
El fin esencial de nuestra vida es probar a Dios nuestro amor por la
obediencia. La muerte termina el tiempo de nuestra prueba, de nuestra
oportunidad. Después no hay posibilidad de cambiar nuestro corazón. La muerte
fija al alma para siempre en el estado en que la encuentra: amando a Dios o
rechazándole.
Si el cielo se pierde, no queda otra alternativa al alma que el infierno.
Al morir desaparecen las apariencias, y el pecado mortal que al cometerlo se
presentó como una pequeña concesión al yo, a la luz fría de la justicia divina
se muestra como es en realidad: un acto de soberbia y rebeldía, como el acto de
odio a Dios que está implícito en todo pecado mortal. Y en el alma irrumpen las
tremendas, ardientes, torturantes sed y hambre de Dios, para Quien fue creada,
de ese Dios que nunca encontrará. Esa alma está en el infierno.
Y esto es lo que significa, un poco de lo que significa, desobedecer a Dios
voluntaria y conscientemente en materia grave, cometer un pecado mortal.
Pecar es rehusar a Dios nuestra obediencia, nuestro amor. Dado que cada
partecita nuestra pertenece a Dios, y que el fin todo de nuestra existencia es
amarle, resulta evidente que cada partecita nuestra debe obediencia a Dios.
Así, esta obligación de obedecer se aplica no sólo a las obras o palabras
externas, sino también a los deseos y pensamientos más íntimos.
Es evidente que podemos pecar no sólo haciendo lo que Dios prohíbe (pecado
de comisión), sino dejando de hacer lo que El ordena (pecado de omisión). Es
pecado robar, pero es también pecado no pagar las deudas justas. Es pecado
trabajar servil e innecesariamente en domingo, pero lo es también no dar el
culto debido a Dios omitiendo la Misa en día de precepto.
La pregunta «¿Qué es lo que hace buena o mala una acción?» casi puede
parecer insultante por lo sencilla. Y, sin embargo, la he formulado una y otra
vez a niños, incluso a bachilleres, sin recibir la respuesta correcta. Es la
voluntad de Dios. Una acción es buena si es lo que Dios quiere que hagamos; es
mala si es algo que Dios no quiere que hagamos. Algunos niños me han respondido
que tal acción es mala «porque lo dice el cura, o el Catecismo, o la Iglesia, o
las Escrituras».
No está, pues, fuera de lugar señalar a los padres la necesidad de que sus
hijos adquieran este principio tan pronto alcancen la edad suficiente para
distinguir el bien del mal, y sepan que la bondad o maldad de algo dependen de
que Dios lo quiera o no; y que hacer lo que Dios quiere es nuestro modo,
nuestro único modo, de probar nuestro amor a Dios. Esta idea será tan sensata
para un niño como lo es para nosotros. Y obedecerá a Dios con mejor disposición
y alegría que si tuviera que hacerlo a un simple padre, sacerdote o libro.
Por supuesto, conocemos la Voluntad de Dios por la Escritura (Palabra
escrita de Dios) y por la Iglesia (Palabra viva de Dios). Pero ni las
Escrituras ni la Iglesia causan la Voluntad de Dios. Incluso los llamados
«mandamientos de la Iglesia» no son más que aplicaciones particulares de la
voluntad de Dios, interpretaciones detalladas de nuestros deberes, que, de otro
modo, podrían no parecernos tan claros y evidentes.
Los padres deben tener cuidado en no exagerar a sus hijos las dificultades
de la virtud. Si agrandan cada pecadillo del niño hasta hacerlo un pecado muy
feo y muy grande, si al niño que suelta el «taco» que ha oído o dice «no
quiero» se le riñe diciendo que ha cometido un pecado mortal y que Dios ya no
lo quiere, es muy probable que crezca con la idea de que Dios es un preceptor
muy severo y arbitrario. Si cada faltilla se le describe como un pecado
«gordo», el niño crecerá desanimado ante la clara imposibilidad de ser bueno, y
dejará de intentarlo. Y esto ocurre.
Leo G Trese
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