LA FE
EXPLICADA
CAPÍTULO
V
CREACION
Y CAIDA DEL HOMBRE
Cuando era niño y oí hablar por primera vez de «la mancha del pecado
original», mi mente infantil imaginaba ese pecado como un gran borrón negro en
el alma. Había visto muchas manchas en manteles, ropa y cuadernos; manchas de
café, moras o tinta, así que me resultaba fácil imaginar un feo manchón negro
en una bonita alma blanca.
Al crecer, aprendí (como todos) que la palabra «mancha» aplicada al pecado
original es una simple metáfora. Dejando aparte el hecho de que un espíritu no
puede mancharse, comprendí que nuestra herencia del pecado original no es algo
que esté «sobre» el alma o «dentro» de ella. Por el contrario, es la carencia
de algo que debía estar allí, de la vida sobrenatural que llamamos gracia
santificante.
En otras palabras, el pecado original no es una cosa, es la falta de algo,
como la oscuridad es falta de luz.
No podemos poner un trozo de oscuridad en un frasco y meterlo en casa para
verlo bien bajo la luz. La oscuridad no tiene entidad propia; es, simplemente,
la ausencia de luz.
Cuando el sol sale, desaparece la oscuridad de la noche.
De modo parecido, cuando decimos que «nacemos en estado de pecado original»
queremos decir que, al nacer, nuestra alma está espiritualmente a oscuras, es
un alma inerte en lo que se refiere a la vida sobrenatural. Cuando somos
bautizados, la luz del amor de Dios se vierte en ella a raudales, y nuestra
alma se vuelve radiante y hermosa, vibrantemente viva con la vida sobrenatural
que procede de nuestra unión con Dios y su inhabitación en nuestra alma, esa
vida que llamamos gracia santificarte.
Aunque el bautismo nos devuelve el mayor de los dones que Dios dio a Adán,
el don sobrenatural de la gracia santificante, no restaura los dones
preternaturales, como es librarnos del sufrimiento y la muerte. Están perdidos
para siempre en esta vida. Pero eso no debe inquietarnos. Más bien debemos
alegrarnos al considerar que Dios nos devolvió el don que realmente importa, el
gran don de la vida sobrenatural.
Si su justicia infinita no se equilibrara con su misericordia infinita,
después del pecado de Adán Dios hubiera podido decir fácilmente: «Me lavo las
manos del género humano.
Tuvisteis vuestra oportunidad. ¡Ahora, apañaos como podáis!».
Alguna vez me han hecho esta pregunta: «¿Por qué tengo yo que sufrir por lo
que hizo Adán? Si yo no he cometido el pecado original, ¿por qué tengo que ser
castigado por él?».
Basta un momento de reflexión, y la pregunta se responde sola. Ninguno
hemos perdido algo a lo que tuviéramos derecho. Esos dones sobrenaturales y
preternaturales que Dios confirió a Adán no son unas cualidades que nos fueran
debidas por naturaleza. Eran dones muy por encima de lo que nos es propio, eran
unos regalos de Dios que Adán podía habernos transmitido si hubiera hecho el
acto de amor, pero en ellos no hay nada que podamos reclamar en derecho.
Si antes de nacer yo, un hombre rico hubiera ofrecido a mi padre un millón
de dólares a cambio de un trabajillo, y mi padre hubiera rehusado la oferta, en
verdad yo no podría culpar al millonario de mi pobreza. La culpa sería de mi
padre, no del millonario.
Del mismo modo, si vengo a este mundo desposeído de los bienes que Adán
podría haberme ganado tan fácilmente, no puedo culpar a Dios por el fallo de
Adán. Al contrario, tengo que bendecir su misericordia infinita porque, a pesar
de todo, restauró en mí el mayor de sus dones por los méritos de su Hijo
Jesucristo.
De Adán para acá un solo ser humano (sin contar a Cristo) poseyó una
naturaleza humana perfectamente reglada: la Santísima Virgen María. Al ser
María destinada a ser la Madre del Hijo de Dios, y porque repugna que Dios
tenga contacto, por indirecto que sea, con el pecado, fue preservada DESDE EL
PRIMER INSTANTE DE SU EXISTENCIA de la oscuridad espiritual del pecado
original.
Desde el primer momento de su concepción en el seno de Ana, María estuvo en
unión con Dios, su alma se llenó de su amor: tuvo el estado de gracia
santificante. Llamamos a este privilegio exclusivo de María, primer paso en
nuestra redención, la Inmaculada Concepción de María.
Y después de Adán, ¿qué? Una vez, un hombre paseaba por una cantera abandonada.
Distraído, se acercó demasiado al borde del pozo, y cayó de cabeza en el agua
del fondo. Trató de salir, pero las paredes eran tan lisas y verticales que no
podía encontrar donde apoyar mano o pie.
Era buen nadador, pero igual se habría ahogado por cansancio, si un
transeúnte no le hubiera visto en apuros y le hubiera rescatado con una cuerda.
Ya fuera, se sentó para vaciar de agua sus zapatos mientras filosofaba un poco:
«Es sorprendente lo imposible que me era salir de allí y lo poco que me costó
entrar».
La historieta ilustra bastante bien la desgraciada condición de la humanidad
después de Adán. Sabemos que cuanto mayor es la dignidad de una persona, más
seria es la injuria que contra ella se cometa. Si alguien arroja un tomate
podrido a su vecino, seguramente no sufrirá más consecuencias que un ojo
morado. Pero si se lo arroja al Presidente de los Estados Unidos, los del F. B.
I. lo rodearían en un instante y ese hombre no iría a cenar a casa durante una
larga temporada.
Está claro, pues, que la gravedad de una ofensa depende hasta cierto punto
de la dignidad del ofendido. Al ser la dignidad de Dios -el Ser infinitamente
perfecto- ilimitada, cualquier ofensa contra El tendrá malicia infinita, será
un mal sin medida.
A causa de esto, el pecado de Adán dejó a la humanidad en una situación
parecida a la del hombre en el pozo. Allí, en el fondo, estábamos, sin
posibilidades de salir por nuestros propios medios. Todo lo que el hombre puede
hacer, tiene un valor finito y mensurable. Si el mayor de los santos diera su
vida en reparación por el pecado, el valor de su sacrificio seguiría siendo
limitado.
También está claro que si todos los componentes del género humano, desde
Adán hasta el último hombre sobre la tierra, ofrecieran su vida como pago de la
deuda contraída con Dios por la humanidad, el pago sería insuficiente. Está
fuera del alcance del hombre hacer algo de valor infinito.
Nuestro destino tras el pecado de Adán hubiera sido irremisible si nadie
hubiera venido a lanzarnos una cuerda; Dios mismo tuvo que resolver el dilema.
El dilema era que siendo sólo Dios infinito, sólo El era capaz del acto de
reparación por la infinita malicia del pecado. Pero quien tratara de pagar por
el pecado del hombre debía ser humano si realmente tenía que cargar con
nuestros pecados, si de verdad iba a ser nuestro representante.
La solución de Dios nos es ya una vieja historia, sin resultar nunca una
historia trillada o cansada. El hombre de fe nunca termina de asombrarse ante
el infinito amor y la infinita misericordia que Dios nos ha mostrado,
decretando desde toda la eternidad que su propio Hijo Divino viniera a este
mundo asumiendo una naturaleza humana como la nuestra para pagar el precio por
nuestros pecados.
El Redentor, al ser verdadero hombre como nosotros, podía representarnos y
actuar realmente por nosotros. Al ser también verdadero Dios, la más
insignificante de sus acciones tendría un valor infinito, suficiente para
reparar todos los pecados cometidos o que se cometerán.
Al inicio mismo de la historia del hombre, cuando Dios expulsó a Adán y Eva
del Jardín del Edén, dijo a Satanás: «Pondré enemistad entre ti y la mujer,
entre tu descendencia y la suya; ella te aplastará la cabeza, y tú en vano te
revolverás contra su calcañar».
Muchos siglos tuvieron que transcurrir hasta que la descendencia de María,
Jesucristo, aplastara la cabeza de la serpiente. Pero el rayo de esperanza de
la promesa, como una luz lejana en las tinieblas, brillaría constantemente.
Cuando pecó Adán y Cristo, el segundo Adán, reparó su pecado, no acabó la
historia. La muerte de Cristo en la Cruz no implica que, en adelante, el hombre
sería necesariamente bueno. La satisfacción de Cristo no arrebata la libertad
de la voluntad humana. Si hemos de poder probar nuestro amor a Dios por la
obediencia, tenemos que conservar la libertad de elección que esa obediencia
requiere.
Además del pecado original, bajo cuya sombra todos nacemos, hemos de
enfrentarnos con otra clase de pecado: el que nosotros mismos cometemos. Este
pecado, que no heredamos de Adán, sino que es nuestro, se llama «actual». El
pecado actual puede ser mortal o venial, según su grado de malicia.
Sabemos que hay grados de gravedad en la desobediencia. Un hijo que
desobedece a sus padres en pequeñeces o comete con ellos indelicadezas, no es
que carezca necesariamente de amor a ellos. Su amor puede ser menos perfecto,
pero existe. Sin embargo, si este hijo les desobedeciera deliberadamente en
asuntos de grave importancia, en cosas que les hirieran y apenaran gravemente,
habría buenos motivos para concluir que no les ama. O, por lo menos, sacaríamos
la conclusión de que se ama a sí mismo más que a ellos.
Lo mismo ocurre en nuestras relaciones con Dios. Si le desobedecemos en
materias de menor importancia, esto no implica necesariamente que neguemos a
Dios en nuestro amor. Tal acto de desobediencia en que la materia no es grave,
es el pecado venial. Por ejemplo, si decimos una mentira que no daña a nadie:
«¿Dónde estuviste anoche?». «En el cine», cuando en realidad me quedé en casa
viendo la televisión, sería un pecado venial.
Incluso en materia grave mi pecado puede ser venial por ignorancia o falta
de consentimiento pleno.
Por ejemplo, es pecado mortal mentir bajo juramento. Pero si yo pienso que
el perjurio es pecado venial, y lo cometo, para mí sería pecado venial. O si
jurara falsamente porque el interrogador me cogió por sorpresa y me sobresaltó
(falta de reflexión suficiente), o porque el miedo a las consecuencias
disminuyó mi libertad de elección (falta de consentimiento pleno), también
sería pecado venial.
En todos estos casos podemos ver que falta la malicia de un rechazo de Dios
consciente y deliberado. En ninguno resulta evidente la ausencia de amor a
Dios.
Estos pecados se llaman «veniales» del latín «venia», que significa
«perdón». Dios perdona prontamente los pecados veniales aun sin el sacramento
de la Penitencia; un sincero acto de contrición y propósito de enmienda bastan
para su perdón.
Pero esto no implica que el pecado venial sea de poca importancia. Cualquier
pecado es, al menos, un fallo parcial en el amor, un acto de ingratitud hacia
Dios, que tanto nos ama.
(cont)
Leo J. Trese
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