LA FE
EXPLICADA
CAPÍTULO
V
CREACION
Y CAIDA DEL HOMBRE
Y la búsqueda del «eslabón perdido» continúa. De vez en cuando se descubren
unos huesos antiguos en cuevas y excavaciones. Por un rato hay gran excitación,
pero luego se ve que aquellos huesos eran o claramente humanos o claramente de
mono. Tenemos «el hombre de Pekín», «el hombre mono de Java», «el hombre de
Foxhall» y una colección más. Pero estas criaturas, un poquito más que los
monos y un poquito menos que el hombre, están aún por desenterrar.
Pero, al final, nuestro interés es relativo. En lo que concierne a la fe,
no importa en absoluto. Dios pudo haber moldeado el cuerpo del hombre por medio
de un proceso evolutivo, si así lo quiso. Pudo haber dirigido el desarrollo de
una especie determinada de mono hasta que alcanzara el punto de perfección que
quería. Dios entonces crearía almas espirituales para un macho y una hembra de
esa especie, y tendríamos el primer hombre y la primera mujer, Adán y Eva.
Sería igualmente cierto que Dios creó al hombre del barro de la tierra.
Lo que debemos creer y lo que el Génesis enseña sin calificaciones es que
el género humano desciende de una pareja original, y que las almas de Adán y
Eva (como cada una de las nuestras) fueron directa e inmediatamente creadas por
Dios. El alma es espíritu; no puede «evolucionar» de la materia, como tampoco
puede heredarse de nuestros padres.
Marido y mujer cooperan con Dios en la formación del cuerpo humano. Pero el
alma espiritual que hace de ese cuerpo un ser humano ha de ser creada
directamente por Dios, e infundida en el cuerpo embriónico en el seno materno.
(*) En castellano pueden consultarse sobre este tema: Luis ARNALBICH, El
origen del mundo y del hombre según la Biblia, Ed. Rialp, Madrid 1972; XAVIER
ZUBIRI, El origen del hombre, Ed. Revista de Occidente, Madrid 1964; REMY
COLLIN, La evolución: hipótesis y problemas, Ed. Casal i Vall, Andorra 1962;
NICOLÁS CORTE, Los orígenes del hombre, Ed. Casal i Vall, Andorra 1959; PmRo
LEONAROI, Carlos Darwin y el evolucionismo, Ed. Fax, Madrid, 1961; CLAUDIO
TRESMONTAN, Introducción al pensamiento de Teilhard de Chardin, Ed. Taurus,
Madrid 1964.
La búsqueda del «eslabón perdido» continuará, y científicos católicos
participarán en ella.
Saben que, como toda verdad viene de Dios, no puede haber conflicto entre
un dato religioso y otro científico. Mientras tanto, los demás católicos
seguiremos imperturbados.
Sea cuál fuere la forma que Dios eligió para hacer nuestro cuerpo, es el
alma lo que importa más. Es el alma la que alza del suelo los ojos del animal
-de su limitada búsqueda de alimento y sexo, de placer y evitación de dolor-.
Es el alma la que alza nuestros ojos a las estrellas para que veamos la
belleza, conozcamos la verdad y amemos el bien(*).
A algunas personas les gusta hablar de sus antepasados. Especialmente si en
el árbol familiar aparece un noble, un gran estadista o algún personaje de
algún modo famoso, les gusta presumir un poco.
Si quisiéramos, cada uno de nosotros se podría jactar de los antepasados de
su árbol familiar, Adán y Eva. Al salir de las manos de Dios eran personas
espléndidas. Dios no los hizo seres humanos corrientes, sometidos a las
ordinarias leyes de la naturaleza, como las del inevitable decaimiento y la
muerte final, una muerte a la que seguiría una mera felicidad natural, sin
visión beatífica. Tampoco los hizo sujetos a las normales limitaciones de la
naturaleza humana, como son la necesidad de adquirir sus conocimientos por
estudio e investigación laboriosos, y la de mantener el control del espíritu
sobre la carne por una esforzada vigilancia.
Con los dones que Dios confirió a Adán y Eva en el primer instante de su
existencia, nuestros primeros padres eran inmensamente ricos. Primero, contaban
con los dones que denominamos «preternaturales» para distinguirlos de los
«sobrenaturales». Los dones preternaturales son aquellos que no pertenecen por
derecho a la naturaleza humana, y, sin embargo, no está enteramente fuera de la
capacidad de la naturaleza humana el recibirlos y poseerlos.
Por usar un ejemplo casero sobre un orden inferior de la creación, digamos
que si a un caballo se le diera el poder de volar, esa habilidad sería un don
preternatural. Volar no es propio de la naturaleza del caballo, pero hay otras
criaturas capaces de hacerlo. La palabra «preternatural» significa, pues,
«fuera o más allá del curso ordinario de la naturaleza».
(*) En su encíclica Humani Generis el Papa Pío XII nos indica la cautela
necesaria en la investigación de estas materias científicas. «El Magisterio de
la Iglesia -dice el Papa Pío XII- no prohíbe el que -según el estado actual de
las ciencias y de la teología-, en las investigaciones y disputas, entre los
hombres más competentes de entrambos campos sea objeto de estudio la doctrina
del evolucionismo, en *canto busca el origen del cuerpo humano en una materia
viva preexistente -pero la fe católica manda defender que las almas son creadas
inmediatamente por Dios-. Pero todo ello ha de hacerse de modo que las razones
de una y otra opinión -es decir, la defensora y la contraria al evolucionismo-
sean examinadas y juzgadas seria, moderada y templadamente; y con tal que todos
se muestren dispuestos a someterse al juicio de la Iglesia, a quien Cristo
confirió el encargo de interpretar auténticamente las Sagradas Escrituras y
defender los dogmas de la fe.» (Colección de Encíclicas y documentos
pontificios, ed. A.C.E., volumen 1, 7 ed., Madrid 1967, pág. 1132).
Pero si a un caballo se le diera el poder de PENSAR y comprender verdades
abstractas, eso no sería preternatural; sería, en cierto modo, SOBRENATURAL.
Pensar no sólo está más allá de la naturaleza del caballo, sino absoluta y
enteramente POR ENCIMA de su naturaleza. Este es exactamente el significado de
la palabra «sobrenatural»: algo que está totalmente sobre la naturaleza de la
criatura; no sólo de un caballo o un hombre, sino de cualquier criatura.
Quizá ese ejemplo nos ayude un poco a entender las dos clases de don que
Dios concedió a Adán y Eva. Primero, tenían los dones preternaturales, entre
los que se incluían una sabiduría de un orden inmensamente superior, un
conocimiento natural de Dios y del mundo, claro y sin impedimentos, que de otro
modo sólo podrían adquirir con una investigación y estudio penosos. Luego,
contaban con una elevada fuerza de voluntad y el perfecto control de las
pasiones y de los sentidos, que les proporcionaban perfecta tranquilidad
interior y ausencia de conflictos personales. En el plano espiritual, estos dos
dones preternaturales eran los más importantes con que estaban dotadas su mente
y su voluntad.
En el plano físico, sus grandes dádivas fueron la ausencia de dolor y de
muerte. Tal como Dios había creado a Adán y Eva, éstos habrían vivido en la
tierra el tiempo asignado, libres de dolor y sufrimiento, que de otro modo eran
inevitables a un cuerpo físico en un mundo físico. Cuando hubieran acabado sus
años de vida temporal, habrían entrado en la vida eterna en cuerpo y alma, sin
experimentar la tremenda separación de 'alma y cuerpo que llamamos muerte.
Pero un don mayor que los preternaturales era el sobrenatural que Dios
confirió a Adán y Eva. Nada menos que la participación de su propia naturaleza
divina. De una manera maravillosa que no podremos comprender del todo hasta que
contemplemos a Dios en el cielo, permitió que su amor (que es el Espíritu
Santo) fluyera y llenara las almas de Adán y Eva. Es, por supuesto, un ejemplo
muy inadecuado, pero me gusta imaginar este flujo del amor de Dios al alma como
el de la sangre en una transfusión. Así como el paciente se une a la sangre del
donante por el flujo de ésta, las almas de Adán y Eva estaban unidas a Dios por
el flujo de su amor.
La nueva clase de vida que, como resultado de su unión con Dios, poseían
Adán y Eva es la vida sobrenatural que llamamos «gracia santificante». Más
adelante la trataremos con más extensión, pues desempeña una función en nuestra
vida espiritual de importancia absoluta.
Pero ya nos resulta fácil deducir que si Dios se dignó hacer partícipe a
nuestra alma de su propia vida en esta tierra temporal, es porque quiere
también que participe de su vida divina eternamente en el cielo.
Como consecuencia del don de la gracia santificante, Adán y Eva ya no
estaban destinados a una felicidad meramente natural, o sea a una felicidad
basada en el simple conocimiento natural de Dios, a quien seguirían sin ver. En
cambio, con la gracia santificante, Adán y Eva podrían conocer a Dios tal como
es, cara a cara, una vez terminaran su vida en la tierra. Y al verle cara a
cara le amarían con un éxtasis de amor de tal intensidad que nunca el hombre
hubiera podido aspirar a él por propia naturaleza.
Y ésta es la clase de antepasados que tú y yo hemos tenido. Así es como
Dios había hecho a Adán y Eva.
¿Qué es el pecado original? Un buen padre no se contenta cumpliendo sólo
los deberes esenciales hacia sus hijos. No le basta con alimentarles, vestirles
y darles el mínimo de educación que la ley prescribe.
Un padre amante tratará además de darles todo lo que pueda contribuir a su
bienestar y formación; les dará todo lo que sus posibilidades le permitan.
Así Dios. No se contentó simplemente con dar a su criatura, el hombre, los
dones que le son propios por naturaleza. No le bastó dotarle con un cuerpo, por
maravilloso que sea su diseño; y un alma, por prodigiosamente dotada que esté
por su inteligencia y libre voluntad. Dios fue mucho más allá y dio a Adán y
Eva los dones preternaturales que le libraban del sufrimiento y de la muerte, y
el don sobrenatural de la gracia santificante. En el plan original de Dios, si
así podemos llamarlo, estos dones hubieran pasado de Adán a sus descendientes,
y tú y yo los podríamos estar gozando hoy.
Para confirmarlos y asegurarlos a su posteridad, sólo una cosa requirió de
Adán: que, por un acto de libre elección, diera irrevocablemente su amor a
Dios. Para este fin creó Dios a los hombres, para que con su amor le dieran
gloria. Y, en un sentido, este amor a Dios era el sello que aseguraría su
destino sobrenatural de unirse a Dios cara a cara en el cielo.
Pertenece a la naturaleza del amor auténtico la entrega completa de uno
mismo al amado. En esta vida sólo hay un medio de probar el amor a Dios, que es
hacer su voluntad, obedecerle. Por esta razón dio Dios a Adán y Eva un mandato,
un único mandato: que no comieran del fruto de cierto árbol. Lo más probable es
que no fuera distinto (excepto en sus efectos) de cualquier otro fruto de los
que Adán y Eva podían coger. Pero debía haber un mandamiento para que pudiera
haber un acto de obediencia; y debía haber un acto de obediencia para que
pudiera haber una prueba de amor: la elección libre y deliberada de Dios en
preferencia a uno mismo.
Sabemos lo que pasó. Adán y Eva fallaron la prueba. Cometieron el primer
pecado, es decir, el pecado original. Y este pecado no fue simplemente una
desobediencia. Su pecado fue -como el de los ángeles caídos- un pecado de
soberbia. El tentador les susurró al oído que si comían de ese fruto, serían
tan grandes como Dios, serían dioses.
Sí, sabemos que Adán y Eva pecaron. Pero convencernos de la enormidad de su
pecado nos resulta más difícil. Hoy vemos ese pecado como algo que, teniendo en
cuenta la ignorancia y debilidad humanas, resulta hasta cierto punto
inevitable. El pecado es algo lamentable, sí, pero no sorprendente. Tendemos a
olvidarnos de que, antes de la caída, no había ignorancia o debilidad. Adán y
Eva pecaron con total claridad de mente y absoluto dominio de las pasiones por
la razón. No había circunstancias eximentes. No hay excusa alguna. Adán y Eva
se escogieron a sí mismos en lugar de Dios con los ojos bien abiertos,
podríamos decir.
Y, al pecar, derribaron el templo de la creación sobre sus cabezas. En un
instante perdieron todos los dones especiales que Dios les había concedido: la
elevada sabiduría, el señorío perfecto de sí mismos, su exención de
enfermedades y muerte y, sobre todo, el lazo de unión íntima con Dios que es la
gracia santificante.
Quedaron reducidos al mínimo esencial que les pertenecía por su naturaleza
humana.
Lo trágico es que no fue un pecado sólo de Adán. Al estar todos potencialmente
presentes en nuestro padre común Adán, todos sufrimos el pecado. Por decreto
divino, él era el embajador plenipotenciario del género humano entero. Lo que
Adán hizo, todos lo hicimos. Tuvo la oportunidad de ponernos a nosotros, su
familia, en un camino fácil.
Rehusó hacerlo, y todos sufrimos las consecuencias. Porque nuestra
naturaleza humana perdió la gracia en su mismo origen, decimos que nacemos «en
estado de pecado original».
(cont)
Leo J. Trese
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