LA FE
EXPLICADA
CAPÍTULO
IV
LA
CREACION Y LOS ANGELES
Si un simple ser humano puede inducirnos a pecar, si un compañero puede
decir «¡Hala!, Pepe, vámonos de juerga esta noche», si una vecina puede decir
«¿Por qué no pruebas esto, Rosa? También tú tienes derecho a descansar y no
tener más hijos en una temporada», el diablo puede más todavía, colocándonos
ante tentaciones más sutiles y mucho menos claras.
Pero no puede hacernos pecar. No hay poder en la tierra o en el infierno
que pueda hacemos pecar. Siempre tenemos nuestro libre albedrío, siempre nos
queda nuestra capacidad de elegir, y nadie puede imponemos esa decisión. Pepe
puede decir «¡No!» al compañero que le propone la juerga; Rosa puede decir
«¡No!» a la vecina que le recomienda el anticonceptivo. Y todas las tentaciones
que el diablo pueda ponernos en nuestro camino, por potentes que sean, pueden
ser rechazadas con igual firmeza. No hay pecado a no ser que, y hasta que,
nuestra voluntad se aparte de Dios y escoja un bien inferior en su lugar.
Nadie, nunca, podrá decir en verdad «Pequé porque no pude evitarlo».
Que todas las tentaciones no vienen del diablo es evidente. Muchas nos
vienen del mundo que nos rodea, incluso de amigos y conocidos, como en el
ejemplo anterior. Otras provienen de fuerzas interiores, profundamente
arraigadas en nosotros, que llamamos pasiones, fuerzas imperfectamente
controladas y, a menudo, rebeldes, que son resultado del pecado original. Pero,
sea cuál sea el origen de la tentación, sabemos que, si queremos, podemos
dominarla.
Dios a nadie pide imposibles. El no nos pediría amor constante y lealtad
absoluta si nos fuera imposible dárselos. Luego ¿debemos atribularnos o
asustarnos porque vengan tentaciones? No, es precisamente venciendo la
tentación como adquirimos mérito delante de Dios; por las tentaciones
encontradas y vencidas, crecemos en santidad. Tendría poco mérito ser bueno si
fuera fácil. Los grandes santos no fueron hombres y mujeres sin tentaciones; en
la mayoría de los casos las sufrieron tremendas, y se santificaron
venciéndolas.
Por supuesto, no podemos vencer en estas batallas nosotros solos. Hemos de
tener la ayuda de Dios para reforzar nuestra debilitada voluntad. «Sin Mí, no
podéis hacer nada» nos dice el Señor. Su ayuda, su gracia, está a nuestra
disposición en ilimitada abundancia, si la deseamos, si la buscamos. La
confesión frecuente, la comunión y oración habituales (especialmente a la hora
de la tentación) nos harán inmunes a la tentación, si hacemos lo que está en
nuestra parte.
No tenemos derecho a esperar que Dios lo haga todo. Si no evitamos peligros
innecesarios, si, en la medida que podamos, no evitamos las circunstancias -las
personas, lugares o cosas que puedan inducirnos a tentación-, no estamos
cumpliendo por nuestra parte. Si andamos buscando el peligro, atamos las manos
de Dios. Ahogamos la gracia en su mismo origen.
A veces decimos de una persona cuyas acciones son especialmente malvadas,
«Debe estar poseída del diablo». La mayoría de las veces cuando calificamos a
alguien de «poseso» no queremos ser literales; simplemente indicamos un anormal
grado de maldad.
Pero existe, real y literalmente, la posesión diabólica. Como indicábamos
antes, desconocemos la extensión total de los poderes del diablo sobre el
universo creado, en el que se incluye la humanidad. Sabemos que no puede hacer
nada si Dios no se lo permite.
Pero también sabemos que Dios, al realizar sus planes para la creación, no
quita normalmente (ni a los ángeles ni a los hombres) ninguno de los poderes
que concedió originalmente.
En cualquier caso, tanto la Biblia como la historia, además de la continua
experiencia de la Iglesia, muestran con claridad meridiana que existe la
posesión diabólica, o sea, que el diablo penetra en el cuerpo de una persona y
controla sus actividades físicas: su palabra, sus movimientos, sus acciones.
Pero el diablo no puede controlar su alma; la libertad del alma humana queda
inviolada, y ni todos los demonios del infierno pueden forzarla. En la posesión
diabólica la persona pierde el control de sus acciones físicas, que pasan a un
poder más fuerte, el del diablo. Lo que. el cuerpo haga, lo hace el diablo, no
la persona.
El diablo puede ejercer otro tipo de influencia. Es la obsesión diabólica.
En ella, más que desde el interior de la persona, el diablo ataca desde fuera.
Puede asir a un hombre y derribarlo, puede sacarlo de la cama, atormentarlo con
ruidos horribles y otras manifestaciones. San Juan Bautista Vianney, el amado
Cura de Ars, tuvo que sufrir mucho por esta clase de influencia diabólica.
Tanto la posesión diabólica como la obsesión, raras veces se encuentran hoy
en tierras cristianas; parece como si la Sangre redentora de Cristo hubiera
atado el poder de Satán.
Pero son aún frecuentes en tierras paganas, como muchas veces atestiguan
los misioneros, aunque no tanto como antes del sacrificio redentor de Cristo.
El rito religioso para expulsar un demonio de una persona posesa u obsesa
se llama exorcismo. En el ritual de la Iglesia existe una ceremonia especial
para este fin, en la que el Cuerpo Místico de Cristo acude a su Cabeza, Jesús
mismo, para que rompa la influencia del demonio sobre una persona. La función
de exorcista es propia de todo sacerdote, pero no puede ejercerla oficialmente
a no ser con permiso especial del obispo, y siempre que una cuidadosa
investigación haya demostrado que es un caso auténtico de posesión y no una
simple enfermedad mental.
Por supuesto, nada impide que un sacerdote utilice su poder exorcista de
forma privada, no oficial. Sé de un sacerdote que en un tren oía un torrente de
blasfemias e injurias que le dirigía un viajero sentado enfrente. Al fin, el
sacerdote dijo silenciosamente: «En nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, te
ordeno que vuelvas al infierno y dejes tranquilo a este hombre». Las blasfemias
cesaron en el acto.
En otra ocasión ese mismo sacerdote usó el mismo exorcismo privado ante un
matrimonio que disputaba encarnizadamente, y, al momento, amainó su ira. El
diablo está presente y actúa con frecuencia: no sólo en casos extremos de
posesión u obsesión.
Hemos hablado con cierta extensión de los ángeles caídos por el grave
peligro que se corre si se toman a la ligera su presencia y su poder (que Dios nos
defienda de la trampa más sutil del diablo, la de negar su existencia porque no
está de moda creer en él).
Parece más fácil y agradable creer en la realidad de los ángeles buenos y
en su poder para el bien, que es, por supuesto, mucho mayor que el de Satanás
para el mal.
Los ángeles que permanecieron fieles a Dios están con El en el cielo, en
amor y adoración perpetuos, lo que (Dios lo quiera) será también nuestro
destino. Su voluntad es ahora la de Dios. Los ángeles, como Nuestra Madre Santa
María y los santos, están interesados intensamente en nuestro bien, en vernos
en el cielo. Interceden por nosotros y utilizan el poder angélico (cuya
extensión también desconocemos) para ayudar a aquellos que quieren y aceptan
esta ayuda.
Que los ángeles nos ayudan, es materia de fe. Si no lo creemos, tampoco
creemos en la Iglesia y en las Sagradas Escrituras. Que cada uno tiene un ángel
de la guarda personal no es materia de fe, pero sí algo creído comúnmente por
todos los católicos. Y del mismo modo que honramos a Dios con nuestra devoción
a sus amigos y a sus héroes, los santos, cometeríamos una gran equivocación si
no honráramos e invocáramos a sus primeras obras maestras, los ángeles, que
pueblan el cielo y protegen la tierra.
(cont)
Leo J. Trese
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