LA FE
EXPLICADA
Parte
1 El credo
CAPÍTULO PRIMERO
EL FIN DE LA EXISTENCIA
DEL HOMBRE
Jesús, en su presencia física y visible, se fue al cielo el jueves de la
Ascensión. Sin embargo, ideó el modo de quedarse con nosotros como Maestro
hasta el fin de los tiempos. Con sus doce Apóstoles como núcleo y base, Jesús
se modeló un nuevo tipo de Cuerpo. Es un Cuerpo Místico más que físico por el
que permanece en la tierra. Las células de su Cuerpo son personas en vez de
protoplasma. Su Cabeza es Jesús mismo, y el Alma es el Espíritu Santo. La Voz
de este Cuerpo es la del mismo Cristo, quien nos habla continuamente para
enseñarnos y guiarnos. A este Cuerpo, el Cuerpo Místico de Cristo, llamamos
Iglesia.
Es esto lo que quiere decir el catecismo al preguntar -como nos hemos
preguntado nosotros-: «¿Quién nos enseña a conocer, amar y servir a Dios?», y
responder: «Aprendemos a conocer, amar y servir a Dios por Jesucristo, el Hijo
de Dios, quien nos enseña por medio de la Iglesia.» Y para que tengamos bien a
la mano las principales verdades enseñadas por Jesucristo, la Iglesia las ha condensado
en una declaración de fe que llamamos Credo de los Apóstoles. Ahí están las
verdades fundamentales sobre las que se basa una vida cristiana.
3 -
El Credo de los Apóstoles es una oración antiquísima que nadie sabe
exactamente cuándo se formuló con las palabras actuales. Data de los primeros
días de los comienzos del Cristianismo. Los Apóstoles, después de Pentecostés y
antes de comenzar sus viajes misioneros por todo el mundo, formularon con
certeza una especie de sumario de las verdades esenciales que Cristo les había
confiado. Con él, todos se aseguraban de abarcar estas verdades esenciales en
su predicación. Serviría también como declaración de fe para los posibles
conversos antes de su incorporación al Cuerpo Místico de Cristo por el
Bautismo.
Así, podemos estar bien seguros que cuando entonamos «Creo en Dios Padre
omnipotente...» recitamos la misma profesión de fe que los primeros convertidos
al Cristianismo -Cornelio y Apolo, Aquila, Priscila y los demás- tan
orgullosamente recitaron y con tanto gozo sellaron con su sangre.
Algunas de las a verdades del Credo de los Apóstoles podíamos haberlas
hallado, bajo unas condiciones ideales, nosotros mismos. Tales son, por
ejemplo, la existencia de Dios, su omnipotencia, que es Creador de cielos y tierra.
Otras las conocemos sólo porque Dios nos las ha enseñado, como que Jesucristo
es el Hijo de Dios o que hay tres Personas en un solo Dios. Al conjunto de
verdades que Dios nos ha enseñado (algunas asequibles para nosotros y otras
fuera del alcance de nuestra razón) se le llama «revelación divina», o sea, las
verdades reveladas por Dios. («Revelar» viene de una palabra latina que
significa «retirar el velo».) Dios empezó a retirar el velo sobre Sí mismo con
las verdades que dio a conocer a nuestro primer padre, Adán. En el transcurso
de los siglos, Dios siguió retirando el velo poquito a poco. Hizo revelaciones
sobre Sí mismo -y sobre nosotros- a los patriarcas como Noé y Abrahán; a Moisés
y a los profetas que vinieron tras él, como Jeremías y Daniel.
Las verdades reveladas por Dios desde Adán hasta el advenimiento de Cristo
se llaman «revelación precristiana». Fueron la preparación paulatina para la
gran manifestación de la verdad divina que Dios nos haría por su Hijo
Jesucristo. A las verdades dadas a conocer ya directamente por Nuestro Señor,
ya por medio de sus Apóstoles bajo la inspiración del Espíritu Santo, las
llamamos «revelación cristiana».
Por medio de Jesucristo, Dios completó la revelación de Sí mismo a la
humanidad. Ya nos ha dicho todo lo que necesitamos saber para ir al cielo. Nos
ha dicho todo lo que necesitamos saber para cumplir nuestro fin y alcanzar la
eterna unión con el mismo Dios.
Consecuentemente, tras la muerte del último Apóstol (San Juan), no hay
«nuevas» verdades que la virtud de la fe exija que creamos.
Con el paso de los años, los hombres usarán la inteligencia que Dios les ha
dado para examinar, comparar y estudiar las verdades reveladas por Cristo. El
depósito de la verdad cristiana, como un capullo que se abre, se irá
desplegando ante la meditación y el examen de las grandes mentes de cada
generación.
Naturalmente, nosotros, en el siglo XX, comprendemos mucho mejor las
enseñanzas de Cristo que los cristianos del siglo I. Pero la fe no depende de
la plenitud de comprensión. En lo que concierne a las verdades de fe, nosotros
creemos exactamente las mismas verdades que creyeron los primeros cristianos,
las verdades que ellos recibieron de Cristo y de sus portavoces, los Apóstoles.
Cuando el sucesor de Pedro, el Papa, define solemnemente un dogma-como el
de la Asunción-, no es que presente una nueva verdad para ser creída.
Simplemente nos da pública noticia de que es una verdad que data del tiempo de
los Apóstoles y que, en consecuencia, debemos creer. Desde el tiempo de Cristo
ha habido muchas veces en que Dios ha hecho revelaciones privadas a
determinados santos y otras personas. Estos mensajes se denominan revelaciones
«privadas». A diferencia de las revelaciones «públicas» dadas por Jesucristo y
sus Apóstoles, aquéllas sólo exigen el asentimiento de los que las reciben. Aun
apariciones tan famosas como Lourdes y Fátima, o la del Sagrado Corazón a Santa
Margarita María, no son lo que llamamos «materia de fe divina». Si una
evidencia clara y cierta nos dice que estas apariciones son auténticas, sería
una estupidez dudar de ellas. Pero aun negándolas no incurriríamos en herejía.
Estas revelaciones privadas no forman parte del «depósito de la fe».
Ahora que estamos tratando del tema de la revelación divina sería bueno
indicar el volumen que nos ha guardado muchas de las revelaciones divinas: la
Santa Biblia.
Llamamos a la Biblia la Palabra de Dios porque fue el mismo Dios quien
inspiró a los autores de los distintos «libros» que componen la Biblia. Dios
les inspiró escribir lo que El quería que se escribiera, y nada más. Por su
directa acción sobre la mente y voluntad del escritor (sea éste Isaías o
Ezequiel, Mateo o Lucas), Dios Espíritu Santo dictó lo que quería que se
escribiera. Fue, por supuesto, un dictado interno y silencioso. El escritor
redactaría según su estilo de expresión propio. Incluso sin darse cuenta de lo
que le movía a consignar las cosas que escribía. Incluso sin percatarse de
estar escribiendo bajo la influencia de la divina inspiración. Y, sin embargo, el
Espíritu Santo guiaría cada rasgo de su pluma.
Es, pues, evidente que la Biblia no está libre de error porque la Iglesia
haya dicho, tras un examen minucioso, que no hay en ella error. La Biblia está
libre de error porque su autor es Dios mismo, siendo el escritor humano un mero
instrumento de Dios. El cometido de la Iglesia ha sido decirnos qué escritos
antiguos son inspirados, conservarlos e interpretarlos.
Sabemos, por cierto, que no todo lo que Jesús enseñó está en la Biblia.
Sabemos que muchas de las verdades que constituyen el depósito de la fe se nos
dieron por enseñanza oral de los Apóstoles y se han transmitido de generación
en generación por los obispos, sucesores de los Apóstoles. Es lo que llamamos
Tradición de la Iglesia: las verdades transmitidas a través de los tiempos por
la viva Voz de Cristo en su Iglesia.
En esta doble fuente - la Biblia y la Tradición - encontramos la revelación
divina completa, todas las verdades que debemos creer.
(cont)
Leo J. Trese
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