LA FE
EXPLICADA
Parte
1 El credo
CAPÍTULO PRIMERO EL FIN DE LA
EXISTENCIA DEL HOMBRE
1 -
¿Por qué estoy aquí? ¿Es el hombre un mero accidente biológico? ¿Es el
género humano una simple etapa en un proceso evolutivo, ciego y sin sentido?
¿Es esta vida humana nada más que un destello entre la larga oscuridad que
precede a la concepción y la oscuridad eterna que seguirá a la tumba? ¿Soy yo
apenas una mota insignificante en el universo, lanzada al ser por el poder
creador de un Dios indiferente, como la cáscara que se arroja sin pensar por
encima del hombro? ¿Tiene la vida alguna finalidad, algún plan, algún
propósito? ¿De dónde, en fin, vengo? ¿Y por qué estoy aquí? Estas cuestiones
son las que cualquier persona normal se plantea en cuanto alcanza edad suficiente
para pensar con cierta sensatez. El Catecismo de la Doctrina Cristiana es,
pues, sumamente lógico cuando nos propone como pregunta inicial: «¿Quién nos ha
creado?», pregunta a la que, una vez respondida, sigue inmediatamente esta
otra: «¿Quién es Dios?». Pero, por el momento, me parece mejor retrasar el
extendernos en estas dos preguntas y comenzar, más bien, con la consideración
de una tercera. Es igualmente básica, igualmente urgente, y nos ofrece un mejor
punto de partida. La pregunta es: «¿Para qué nos hizo Dios?».
Hay dos modos de responder a esa pregunta, según la consideremos desde el
punto de vista de Dios o del nuestro. Viéndola desde el punto de vista de Dios,
la respuesta es: «Dios nos hizo para mostrar su bondad». Dado que Dios es un
Ser infinitamente perfecto, la principal razón por la que hace algo debe ser
una razón infinitamente perfecta. Pero sólo hay una razón infinitamente
perfecta para hacer algo, y es hacerlo por Dios. Por ello, sería indigno de
Dios, contrario a su infinita perfección, si hiciera alguna cosa por una razón
inferior a Sí mismo.
Quizá lo veamos mejor si nos lo aplicamos a nosotros. Aun para nosotros, la
mayor y mejor razón para hacer algo es hacerlo por Dios. Si lo hago por otro
ser humano -aun algo noble, como alimentar al hambriento-, y lo hago
especialmente por esa razón, sin referirme a Dios de alguna manera, estoy
haciendo una cosa imperfecta. No es una cosa mala, pero sí menos perfecta. Esto
sería así aun si lo hiciera por un ángel o por la Santísima Virgen misma,
prescindiendo de Dios. No hay motivo mayor para hacer algo que hacerlo por
Dios. Y esto es cierto tanto para lo que Dios hace como para lo que hacemos nosotros.(La
primera razón, pues -la gran razón por la que Dios hizo al universo y a nosotros-,
fue para su propia gloria, para mostrar su poder y bondad infinitos. Su
infinito poder se muestra por el hecho de que existimos. Su infinita bondad por
el hecho de que quiere hacernos partícipes de su amor y felicidad. Y si nos
pareciera que Dios es egoísta por hacer las cosas para su propio honor y
gloria, es porque no podemos evitar pensarle en términos humanos. Pensamos en
Dios como si fuera una criatura igual que nosotros.
Pero el hecho es que no hay nada o nadie que merezca más ser objeto del pensamiento
de Dios o de su amor que Dios mismo.
Sin embargo, cuando decimos que Dios hizo al universo (y a nosotros) para
su mayor gloria, no queremos decir, por supuesto, que Dios la necesitara de
algún modo. La gloria que dan a Dios las obras de su creación es la que
llamamos «gloria extrínseca». Es algo fuera de Dios, que no le añade nada. Es
muy parecido al artista que tiene gran talento para la pintura y la mente llena
de bellas imágenes. Si el artista pone algunas de ellas sobre un lienzo para
que la gente las vea y admire, esto no añade nada al artista mismo. No lo hace
mejor o más maravilloso de lo que era.
Así, Dios nos hizo primordialmente para su honor y gloria. De aquí que
nuestra primera respuesta a la pregunta «¿Para qué nos hizo Dios?» sea: «para
mostrar su bondad».
Pero la principal manera de demostrar la bondad de Dios se basa en el hecho
de habernos creado con un alma espiritual e inmortal, capaz de participar de su
propia felicidad. Aun en los asuntos humanos sentimos que la bondad de una
persona se muestra por la generosidad con que comparte su persona y sus
posesiones con otros.
Igualmente, la bondad divina se muestra, sobre todo, por el hecho de
hacernos partícipes de su propia felicidad, de hacernos partícipes de Sí mismo.
Por esta razón, al responder desde nuestro punto de vista a la pregunta
«¿Para qué nos hizo Dios?», decimos que nos hizo «para participar de su eterna
felicidad en el cielo». Las dos respuestas son como dos caras de la misma
moneda, su anverso y su reverso: la bondad de Dios nos ha hecho partícipes de
su felicidad, y nuestra participación en su felicidad muestra la bondad de
Dios.
Bien, ¿y qué es esa felicidad de la que venimos hablando y para la que Dios
nos hizo? Como respuesta, comencemos con un ejemplo: el del soldado americano
destinado en una base extranjera. Un día, al leer el periódico de su pueblo que
le ha enviado su madre, tropieza con la fotografía de una muchacha. El soldado
no la conoce. Nunca ha oído hablar de ella. Pero, al mirarla, se dice: «Vaya, me
gusta esta chica. Querría casarme con ella».
La dirección de la muchacha está al pie de la foto, y el soldado se decide
a escribirle, sin demasiadas esperanzas en que le conteste. Y, sin embargo, la
respuesta llega.
Comienzan una correspondencia regular, intercambian fotografías, y se
cuentan todas sus cosas. El soldado se enamora más y más cada día de esa
muchacha a quien nunca ha visto.
Al fin, el soldado vuelve a casa licenciado. Durante dos años ha estado
cortejándola a distancia. Su amor hacia ella le ha hecho mejor soldado y mejor
hombre: ha procurado ser la clase de persona que ella querría que fuera. Ha
hecho las cosas que ella desearía que hiciera, y ha evitado las que le
desagradarían si llegara a conocerlas. Ya es un anhelo ferviente de ella lo que
hay en su corazón, y está volviendo a casa.
¿Podemos imaginar la felicidad que colmará cada fibra de su ser al
descender del tren y tomar, al fin, a la muchacha en sus brazos? «¡Oh!
-exclamará al abrazarla-, ¡si este momento pudiera hacerse eterno!» Su
felicidad es la felicidad del amor logrado, del amor encontrándose en completa
posesión de la persona amada. Llamamos a eso la fruición del amor. El muchacho
recordará siempre este instante -instante en que su anhelo fue premiado con el
primer encuentro real- como uno de los momentos más felices de su vida en la
tierra.
Es también el mejor ejemplo que podemos dar sobre la naturaleza de nuestra
felicidad en el cielo. Es un ejemplo penosamente imperfecto, inadecuado en
extremo, pero el mejor que hemos podido encontrar. Porque la primordial
felicidad del cielo consiste exactamente en esto: que poseeremos al Dios
infinitamente perfecto y seremos poseídos por El, en una unión tan absoluta y
completa que ni siquiera remotamente podemos imaginar su éxtasis.
A quien poseeremos no será un ser humano, por maravilloso que sea. Será el
mismo Dios con quien nos uniremos de un modo personal y consciente; Dios que es
Bondad, Verdad y Belleza infinitas; Dios que lo es todo, y cuyo amor infinito
puede (como ningún amor humano es capaz de hacer) colmar todos los deseos y
anhelos del corazón humano.
Conoceremos entonces una felicidad arrebatadora tal, que «ni el ojo vio, ni
el oído oyó, ni vino a la mente del hombre», según la cita de San Pablo (1 Cor
2,9). Y esta felicidad, una vez conseguida, nunca se podrá perder.
Pero esto no significa que se prolongue durante horas, meses y años. El
tiempo es algo propio del perecedero mundo material. Una vez dejemos esta vida,
dejaremos también el tiempo que conocemos. Para nosotros la eternidad no será
«una temporada muy larga».
La sucesión de momentos que experimentaremos en el cielo -el tipo de
duración que los teólogos llaman aevum- no serán ciclos cronometrables en horas
y minutos. No habrá sentimiento de «espera», ni sensación de monotonía, ni
expectación del mañana. Para nosotros, el «AHORA» será lo único que contará.
Esto es lo maravilloso del cielo: que nunca se acaba. Estaremos absortos en
la posesión del mayor Amor que existe, ante el cual el más ardiente de los amores
humanos es una pálida sombra.
Y nuestro éxtasis no estará tarado por el pensamiento que un día tendrá que
acabar, como ocurre con todas las dichas terrenas.
Por supuesto, nadie es absolutamente feliz en esta vida. A veces la gente
piensa que lo sería si pudiera alcanzar todo lo que desea. Pero cuando lo
consiguen -salud, riqueza y fama; una familia cariñosa y amigos leales-
encuentran que aún les falta algo. Todavía no son sinceramente felices. Siempre
queda algo que su corazón anhela. Hay personas más sabias que saben que el
bienestar material es una fuente de dicha que decepciona. Con frecuencia, los
bienes materiales son como agua salada para el sediento, que en vez de
satisfacer el ansia de felicidad, la intensifica. Estos sabios han descubierto
que no hay felicidad tan honda y permanente como la que brota de una viva fe en
Dios y de un activo y fructífero amor de Dios. Pero incluso estos sabios
encuentran que su felicidad en esta vida nunca es perfecta, nunca completa. Más
aún, son ellos, más que nadie, quienes conocen lo inadecuado de la felicidad de
este mundo, y es precisamente por eso -por el hecho de que ningún humano es
jamás perfectamente dichoso en esta vida- por lo que encontramos una de las
pruebas de la existencia de la felicidad imperecedera que nos aguarda tras la
tumba. Dios, que es infinitamente bueno, no pondría en los corazones humanos
este ansia de felicidad perfecta si no hubiera modo de satisfacerla. Dios no
tortura con la frustración a las almas que El ha hecho.
(cont)
Leo J. Trese
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