De la solución que demos a este problema, va
a depender nuestra concepción de la moral.
He leído un texto de un Papa que dice lo siguiente: “Sobre
la fe en Dios, genuina y pura, se funda la moralidad del género humano. Todos
los intentos de separar la doctrina del orden moral de la base granítica de la
fe, para reconstruirla sobre la arena movediza de normas humanas, conducen,
pronto o tarde, a los individuos y a las naciones a la decadencia moral”.
Lo que afirma este texto es muy claro: el gran
problema de la moralidad humana es la existencia o inexistencia de Dios. De la
solución que demos a este problema, va a depender nuestra concepción de la
moral.
En la concepción atea su idea central consiste en
que no es posible determinar lo que es moralmente bueno o malo partiendo de
unas normas generales y abstractas, válidas para todos los casos sin excepción,
sino que únicamente se puede partir de la situación bien determinada con la que
se enfrenta existencialmente la persona concreta. Y puesto que esta situación
considerada bajo todos sus aspectos y en su totalidad es única para cada uno, y
por consiguiente irrepetible y no generalizable, los partidarios de la ética de
situación creen que las reglas generales abstractas no tienen ningún valor
normativo, o por lo menos ningún valor normativo absoluto, siendo muchos en la
práctica los que se dejan guiar por esta concepción a la hora de actuar moralmente
en la vida cotidiana.
Pero si no hay valores normativos absolutos, la
libertad humana no tiene absolutamente ningún límite. El principio fundamental
de esta ética es el llamamiento a la libertad, llamamiento que no intenta
dictar normas de conducta, siendo la única exigencia moral el desarrollo de la
libertad. Las normas de la vida moral no pueden provenir ni de Dios, que no
existe, ni de una pretendida naturaleza humana, ya que el hombre no es una
naturaleza, sino una libertad, es decir una indeterminación que tiene que
determinarse mediante una toma de postura libre. Según esta tendencia, cada uno
encuentra por sí mismo las normas de su acción.
Una postura semejante la toman aquellos para quienes
el criterio ético supremo vendría ofrecido por la satisfacción de los
instintos. Una ética de la postmodernidad parece primar el placer como máximo
valor y prescindir de la racionalidad necesaria en la selección de las
respuestas humanas, siendo la postmodernidad no sólo una reflexión teórica
sobre el mundo y su historia, sino también una actitud ética.
Es decir, detrás de toda decisión humana no hay
ninguna finalidad ni existe ningún orden consistente que le ilumine en su
camino, pues al eliminar el concepto de naturaleza se derrumba toda moral con
pretensión universal y por tanto también la moral sexual, social, económica y
política. En cuanto a la idea de Dios, para muchos representantes del ateísmo
moderno esta idea constituye un obstáculo para el libre desarrollo humano. Con
ello somos llevados al subjetivismo e incluso al solipsismo absoluto en materia
de valores.
En esta tendencia, la conciencia individual tiene
las prerrogativas de instancia suprema del juicio moral, decidiendo categórica
e infaliblemente sobre el bien y el mal, y desapareciendo la necesaria
exigencia de verdad. Queda abandonada la idea de una verdad universal que la
razón humana puede conocer y se concede a la conciencia individual el
privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, de lo
que es verdad o mentira y de actuar en consecuencia.
Un muy conocido relativista, don José Luis Rodríguez
Zapatero, decía así en unas declaraciones sobre la Ley Natural: “La idea de una
ley natural por encima de las leyes que se dan los hombres es una reliquia
ideológica frente a la realidad social y a lo que ha sido su evolución. Una
idea respetable, pero no deja ser un vestigio del pasado”.
Sospecho que Pío XI, autor en 1937 del párrafo que
entrecomillo al comienzo del artículo, párrafo tomado de su encíclica contra el
nazismo Mit brennender Sorge, se hubiese quedado horrorizado al darse cuenta
hasta qué punto tenía razón. Hoy el problema es la ideología de género, otra
ideología atea, que tampoco respeta los derechos humanos y lo que pretende es
favorecer el aborto, así como corromper a nuestros niños, adolescentes y
jóvenes y destruir el matrimonio, la familia, la maternidad y la religión. Es
decir estamos ante una ausencia total de valores y una democracia sin valores
es un totalitarismo visible o encubierto. En pocas palabras, el ateísmo conduce
al abismo totalitario.
Por ello el Concilio Vaticano II enseña: “La Iglesia
afirma que el reconocimiento de Dios no se opone en modo alguno a la dignidad
humana, ya que esta dignidad tiene en el mismo Dios su fundamento y perfección.
Es Dios creador el que constituye al hombre inteligente y libre en la sociedad.
Y, sobre todo, el hombre es llamado, como hijo, a la unión con Dios y a la
participación de su felicidad. Enseña además la Iglesia que la esperanza
escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más
bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio. Cuando, por el
contrario, faltan ese fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna, la
dignidad humana sufre lesiones gravísimas -es lo que hoy con frecuencia
sucede-, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor,
quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación”
(Gaudium et Spes 21).
Pedro
Trevijano
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