Seguramente no exista, entre todas las aspiraciones
humanas, otra más noble que la de amar y ser amado. Una vida sin amor es una
vida sin sustancia y sin norte, condenada a la esterilidad y a la
desesperación. Muchas son las expresiones del amor humano, de esa necesidad que
las personas tienen de estar ligadas entre sí, de vivir unas por otras y para
otras, de encontrar esa comunión que restablece la armonía de todo lo creado.
Lope de Vega, en un soneto célebre, acertó a describir ese cataclismo interior
que se produce en cada uno de nosotros cada vez que nos enamoramos:
«Desmayarse, atreverse, estar furioso… […] ¡Esto es amor! Quien lo probó lo
sabe». Pero la fuerza arrasadora de ese cataclismo que describe Lope no
garantiza, bien lo sabemos, su duración. Ese estado de excitación o embriaguez
de los sentidos que describe Lope corre el riesgo de desvanecerse como una
ilusión cuando choca con las rutinas de la vida. La intimidad cotidiana resta
brillo a las cualidades del ser amado; y, al mismo tiempo, hace resaltar sus
imperfecciones y miserias. Entonces el amor corre el riesgo de hundirse en la
aridez y la insatisfacción. Sólo el amante que sabe salir de sí mismo para
entregarse al otro y sentirse invadido por su destino puede superar el
desvanecimiento de esta ilusión primera. El amor que vive de codiciar siempre
nos deja, a la postre, hambrientos; el único amor que nos deja saciados es el
que vive para darse.
A nadie se le escapa que el amor, para mantenerse vivo,
para no convertirse en rutina, para no desembocar en agria disputa, necesita de
purificaciones a veces desgarradoras. El amor juvenil, tan entusiasta y
deslumbrado, corre pronto el riesgo de convertirse en sed vulgar de una
felicidad superficial e inmediata, en una divinización de la sensualidad o en
una exaltación del egoísmo que acaba provocando hastío. El amor de la madurez
puede convertirse en una rutina esterilizante, incluso degenerar en un puro
formalismo legal que encubre una simbiosis de egoísmos, un compromiso
artificial entre dos almas que han llegado a ser extrañas y cerradas la una
para la otra. El amor de la vejez, por último, acechado por las naturales
decepciones y quebrantos producidos por el decaimiento físico y también por las
heridas de la amargura, puede hundirse en la aridez y en la insatisfacción. A
nuestro derredor se multiplican los amores fracasados; pero también conocemos a
hombres y mujeres que han sabido amarse de por vida y hacer de su amor una
realidad gozosa y fecunda, hombres y mujeres que nos enseñan que el amor que
supera todos los escollos es el que vive para darse, primero con entusiasmo
juvenil, después con la abnegación de la madurez, ya al fin con esa alegría
generosa que se sobrepone a los quebrantos de la edad.
En su obra El amor humano, Gustave Thibon afirmaba con
razón que «sólo los afectos que resisten la destrucción de su primer componente
sentimental están llamados a trascender en el tiempo». Para ello, consideraba
que el amor debe reposar sobre cuatro pilares: pasión, amistad, sacrificio y
oración. Pasión, pues no podemos concebir un amor humano sin una atracción
sexual recíproca, asumida, coronada y superada por el espíritu. Pero para que
el amor sea duradero exige una comunión mucho más profunda que no se logra con
la mera pasión. debe existir entre los amantes una amistad que los enseñe a
respetar y admirar al otro, que los incite a penetrar en el alma del otro, que
los llene de un hambre nunca colmada de conocerse mejor el uno al otro, y de
conocer juntos el incesante mundo.
Pero un amor sólo es grande y duradero en la medida en
que lo nutren las decepciones y dolores sembrados sobre su camino. Desconocer
lo que hay de positivo y fecundo en el dolor es la tara principal de nuestra
generación. El amor, para ser de veras grande y duradero, necesita también
nutrirse con sacrificios. No hay amor duradero sin sacrificio mutuo, sin
esfuerzo para superar las decepciones, la monotonía, los respectivos egoísmos,
sin paciencia para soportar las miserias e imperfecciones del otro. Y por
último, concluye Thibon, el amor tiene que conjugarse y amalgamarse con el amor
eterno. quien ama de verdad acoge al ser amado no como un dios, sino como un
don de Dios; no lo confunde nunca con Dios, pero no lo separa nunca de Dios.
Para amar a un ser finito, con todas sus miserias e imperfecciones, es preciso
amarle como mensajero de una realidad que le sobrepasa, de una plenitud divina.
Como escribía Dante, al referirse a Beatriz: «Ella miraba
a lo alto y yo la miraba a ella».
juan manuel de prada, 25 noviembre 2016
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