Evangelho: Mc 1 29-39
29 Logo que saíram
da sinagoga, foram a casa de Simão e de André, com Tiago e João.30 A
sogra de Simão estava de cama com febre. Falaram-Lhe logo dela. 31
Jesus, aproximando-Se e tomando-a pela mão, levantou-a. Imediatamente a deixou
a febre, e ela pôs-se a servi-los. 32 Ao anoitecer, depois do
sol-posto, traziam-Lhe todos os enfermos e possessos, 33 e toda a
cidade se tinha juntado diante da porta. 34 Curou muitos que se
achavam atacados com várias doenças, expulsou muitos demónios, e não permitia
que os demónios dissessem quem Ele era. 35 Levantando-Se muito antes
de amanhecer, saiu e foi a um lugar solitário e lá fazia oração. 36
Simão e os seus companheiros foram procurá-l'O. 37 Tendo-O
encontrado, disseram-Lhe: «Todos Te procuram». 38 Ele respondeu:
«Vamos para outra parte, para as aldeias vizinhas, a fim de que Eu também lá
pregue, pois para isso é que Eu vim». 39 E andava pregando nas
sinagogas, por toda a Galileia, e expulsava os demónios.
Comentário:
Não
é por acaso que no início do Evangelho que escreveu, São Marcos fale
repetidamente no demónio e nos possessos; (nada no Evangelho é por acaso), com o início da vida pública de Jesus inicia-se também
a luta com o poder do demónio que, até então, dominava o mundo.
Afastado dos homens, por vontade destes – consequência do pecado
original – Deus não “assistia” imóvel e alheado do que se passava com a
humanidade.
Repetidamente foi enviando profetas que alertaram o povo
escolhido para as consequências do incumprimento da Lei dada a Moisés.
Que se atribuam ao poder do demónio doenças e debilidades
físicas não parece descabido, já que, ele não pode senão causar o mal e é
através do mal que os homens consentem cometer, que consegue impor o seu
domínio.
(ama, comentário sobre Mc 1, 29-39,
2011.12.13)
Leitura espiritual
La figura histórica de
Jesús
¿Quién
es Jesús? ¿qué sabemos de Él? El autor de este artículo define la figura de
Cristo como "una piedra de escándalo para la razón"
En
los años que marcan el comienzo del tercer milenio parece que se hubiera
despertado en el mundo un interés especial por Jesús de Nazaret. En realidad,
los libros escritos en los últimos años sobre su figura y su persona, aunque no
todos positivos, ponen de relieve la actualidad y la trascendencia del Hijo de
Dios hecho hombre, y el atractivo de su vida.
En
efecto, en su comunión con el Padre, Jesús se hace presente hoy ante nosotros.
¿Y qué trae Jesús, qué da al mundo? La respuesta es sencilla: Dios [1].
Enciende
tu fe. – No es Cristo una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en
la historia. ¡Vive!: “Jesus Christus heri et hodie: ipse et in saecula!” –dice
San Pablo– ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre! [2]
La
predicación de la Iglesia primitiva presenta siempre a Jesucristo como Hijo de
Dios y único Salvador. La proclamación del Misterio Pascual llevaba consigo un
paradójico anuncio de humillación y de exaltación, de vergüenza y de triunfo:
nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad
para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un
Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios [3].
No
fue fácil para los primeros cristianos superar el escándalo de la cruz, la
realidad de la crucifixión y muerte del mismo Hijo de Dios. De ahí el intento
de los docetistas y de los gnósticos de negar que Jesús tuviese un cuerpo real
y pasible, o el de Nestorio, dos siglos más tarde, de afirmar la existencia en
Jesucristo de dos personas, una humana y otra divina.
A
ningún estudioso serio escapa, sin embargo, el hecho histórico de Jesús de
Nazaret. Aunque no hay una gran cantidad de datos extra-bíblicos sobre su
persona y su misión, son suficientes para afirmar, sin lugar a dudas, su paso
por la tierra. Es substancialmente aceptado, por ejemplo, el testimonio de
Flavio Josefo. En uno de sus libros, este historiador judío del siglo primero
se refiere a Jesús como «hombre sabio (…); Él realizó obras extraordinarias,
siendo un maestro de hombres que acogen la verdad» [4] . Más adelante escriben
sobre Jesús, durante el imperio de Trajano, Plinio el Joven y Tácito; y después
lo hará Suetonio, secretario de Adriano.
Junto
a estas referencias, los evangelios constituyen «el testimonio principal de la
vida y doctrina de la Palabra hecha carne, nuestro Salvador» [5]; son las
fuentes que proporcionan una visión detallada de su personalidad.
La
Tradición de la Iglesia, bajo la inspiración del Espíritu Santo, ha reconocido
en estos escritos la plasmación auténtica y segura de la figura histórica del
Señor, una figura histórica que posee un carácter divino.
El
valor de los evangelios como fuentes primarias para conocer a Jesús no fue
puesto en duda por los cristianos hasta finales del siglo XVIII. En ese
momento, surgieron algunos autores que pretendieron analizarlos con criterios
historiográficos y positivistas, eliminando las narraciones que consideraban
inaceptables para el hombre moderno ; esto es, los milagros y las profecías,
sólo explicables por el carácter extraordinario de la intervención divina en la
historia. Se trataba del primer intento de estudiar los evangelios solo como
libros de historia, sin considerar su contenido sobrenatural, un proyecto que
abordaba los textos excluyendo la fe en la divinidad de Cristo.
A
partir de entonces, abundaron las “vidas de Jesús” en las que Cristo aparecía
como uno de tantos candidatos a mesías; un fracasado condenado a muerte por la
autoridad romana que, eso sí, poseía una indudable autoridad moral.
De
este modo, con frecuencia, estas pretendidas biografías históricas retrataban
más el carácter de quien las escribía que el de Jesucristo.
Posteriormente,
el avance de los estudios exegéticos llevó a una fuerte reacción contra este
planteamiento: se pasó a considerar los evangelios como textos escritos con fe
sincera, aunque desinteresados de las coordenadas de la historia; no se superó
el escepticismo sobre la divinidad de la figura histórica de Cristo . En los
últimos decenios, los nuevos criterios metodológicos han permitido una lectura
teológica de la Biblia más de acuerdo con la fe [6] .
La
verdad proclamada por la Iglesia sobre el Hijo de Dios, que después de veinte
siglos sigue siendo una piedra de escándalo para la razón, es la de una Persona
ante la cual cada uno debe comprometer su propia vida a través de un acto de
fe; pero no una fe puramente fiducial o credulona , sino una fe que se apoya en
que Dios mismo ha hablado y actuado en la historia; una fe que cree en la vida
y obras reales del Hijo de Dios hecho hombre, y que encuentra en Él la razón de
su esperanza.
La
importancia de la realidad histórica del mensaje evangélico se hizo patente
desde los primeros instantes del cristianismo; como señala San Pablo, si Cristo
no ha resucitado, inútil es nuestra predicación, inútil es también vuestra fe
[7] .
LOS MILAGROS Y LA
AUTORIDAD DE JESÚS
En
los evangelios se relata que Jesús hace milagros. En el Antiguo Testamento ya
se narraban prodigios realizados por profetas como Elías y Eliseo, por no
hablar de los protagonizados por Moisés o Josué. También en la literatura
antigua, tanto judía como helenística, se cuentan portentos de algunos
personajes.
Quienes
buscan negar la veracidad de los milagros de Cristo –y, en general, de todos
los que aparecen en la Escritura–, suelen apoyarse en estos últimos para
afirmar que los relatos de hechos milagrosos implican un género literario de
ficción, tal vez dirigido a exaltar un personaje histórico.
Pero
las similitudes dejan pronto paso a profundas divergencias, que constituyen
signos de la credibilidad y de autenticidad de los evangelios. En primer lugar,
los milagros de Jesús sorprenden por su verosimilitud. Los evangelios hablan,
sí, de portentos; pero nada hay de exagerado en cómo los describen.
Un
ciego recobra la vista; un cojo empieza a andar... Se aprecia, en la sencillez
del relato, que se está muy lejos de pretender exaltar una figura; son relatos
ajenos a toda aparatosidad, y en los que se refleja la vida cotidiana de los
protagonistas.
También
llama la atención la autoridad que Jesús ejerce cuando los realiza. Los
prodigios narrados en la literatura rabínica se obtienen después de largas
oraciones. Él, en cambio, los hace con su propio poder, con una palabra o un
gesto, y el efecto se sigue casi siempre de modo inmediato.
Otra
característica única es la discreción de Jesús: rara vez toma la iniciativa, se
muestra reticente, manda que no se divulgue... Incluso en ocasiones dice el
texto sagrado que no pudo hacer milagros [8] , porque no encontró en los
interesados las disposiciones espirituales adecuadas.
Por
último, es importante notar cómo los milagros de Cristo poseen siempre un
sentido que trasciende el mero efecto físico. El Señor no cede al gusto de los
hombres por lo maravilloso, o a la curiosidad: busca la conversión del alma,
quiere atestiguar su misión. Jesús hace ver que no son simples prodigios; para
realizarlos, exige la fe en su Persona, en la misión que el Padre le ha
confiado. Parten de la fe y llevan a la fe.
De
todo esto se concluye que los evangelistas se propusieron poner al alcance de
todos hechos históricos, para que pudieran ser trascendidos por la fe;
testimonian que «todo en la vida de Jesús es signo de su misterio. A través de
sus gestos, sus milagros y sus palabras, se ha revelado que “en Él reside la
plenitud de la Divinidad corporalmente”» [9].
De
ahí la centralidad, en la vida del cristiano, del consejo de san Josemaría:
Saboread aquellas escenas conmovedoras en las que el Maestro actúa con gestos
divinos y humanos, o relata con giros humanos y divinos la historia sublime del
perdón, la de su Amor ininterrumpido por sus hijos. Esos trasuntos del Cielo se
renuevan también ahora, en la perenne actualidad del Evangelio: se palpa, se
nota, cabe afirmar que se toca con las manos la protección divina [10].
La
autoridad de Jesús, sin embargo, no se manifiesta sólo en su modo de hacer
milagros. Aparece todavía más límpidamente en su modo de disponer de la ley y
de la tradición: las interpreta, profundiza y corrige. Éste es otro rasgo
diferenciador, que no se encuentra en ningún otro testimonio de la época. La
originalidad de esta actitud, patente en las enseñanzas recogidas en los
evangelios, sólo se explica por el carácter único del Maestro, por su fuerte
personalidad y doctrina.
Este
poder sobre la Ley se percibe cuando se examina cómo Él la cumple fielmente.
Por una parte, en ese cumplimiento Cristo muestra unas exigencias que van hasta
lo más profundo del corazón, más allá de cualquier asomo de formalismo.
Fragmento
del muro del templo de Jerusalém, donde acudía Cristo.
Fragmento
del muro del templo de Jerusalém, donde acudía Cristo.
Es
cierto que Jesús mantiene la ley, pero la interpreta según un espíritu novedoso
que, al mismo tiempo que la cumple, la supera; trae un vino nuevo que rechaza
componendas con los odres viejos. Por otra parte, esto lo hace como un
legislador que habla en nombre propio, superando a Moisés. Lo que Dios había
dicho a través de Moises, lo perfecciona su Hijo Unigénito.
Jesús
inaugura una nueva era, la del Reino anunciado desde hacía mucho tiempo por los
profetas: destruye el Reino de Satanás arrojando los espíritus con el dedo de
Dios [11] . La mesianidad de Jesús no puede ser una invención de sus discípulos
ideada después de la Pascua: la tradición evangélica contiene tantos recuerdos
sólidos y armónicos de su vida pública que no es posible rechazarlos diciendo
sencillamente que se trata de una creación póstuma, fruto de una presunta
ideologización apologética. Las enseñanzas de Cristo son inseparables de la
autoridad con que las proclama.
LA DIVINIDAD DE JESÚS EN
LOS EVANGELIOS
De
modo análogo a como se niega la historicidad de los milagros, a veces se afirma
que el título de «hijo de Dios» sólo designa, en los evangelios, una cercanía
especial de Jesús con Dios. Generalmente, se argumenta señalando que este
título tiene diversos usos en los textos de la época: se aplica a personajes
que se distinguen por ser justos, al pueblo de Israel, a los ángeles, a la
realeza o a personas con alguna facultad especial. Pero cuando consideramos los
relatos evangélicos, de nuevo aparecen diferencias sólo explicables si se
reconoce la naturaleza divina de Cristo, proclamada a la luz del Misterio
Pascual.
Así,
en el evangelio según San Marcos se testimonia que la personalidad de Jesús es
sobrehumana. Ciertamente, en ocasiones, Jesús es proclamado hijo de Dios por
quienes tal vez sólo lo hacen según el sentido normal de la época, sin conocer
a fondo sus implicaciones.
Pero
también la voz del mismo Padre en el Bautismo y en la Transfiguración atestigua
que Jesús es Hijo de Dios; y a la luz de esta declaración se puede apreciar en
otros muchos pasajes el carácter real y único de la filiación divina de Cristo.
Por ejemplo, Jesús mismo se presenta como el “hijo amado” en la parábola de los
viñadores homicidas, radicalmente distinto a todos los enviados anteriores;
también manifiesta una relación personal única de filiación y confianza con el
Padre al llamarle –y éste es el único evangelio que lo recoge– Abba [12] ,
Papá.
En
este contexto, es de interés señalar cómo la fe del evangelista en la divinidad
de Jesús queda enmarcada por el versículo programático evangelio de Jesucristo,
Hijo de Dios [13] , y la confesión del centurión, al final del texto:
¡verdaderamente este hombre era Hijo de Dios! [14].
En
San Mateo, la filiación divina de Jesús se presenta con más profusión que en
San Marcos. El título viene pronunciado por endemoniados, por el centurión, por
quienes pasan bajo la Cruz en el Calvario, por los sacerdotes, por Pedro y los
discípulos, especialmente después de un milagro. Aún más claramente que en San
Marcos se ve que no todos los que le llaman hijo de Dios lo reconocen como tal,
y sin embargo esta actitud sirve al evangelista como contrapunto de quienes sí
lo hicieron.
Por
su parte, el tercer evangelio resalta la relación entre Jesús y el Padre,
enmarcándola en un ambiente de oración, de intimidad y confianza, de entrega y
sumisión, que desemboca en las últimas palabras pronunciadas en la Cruz: Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu [15].
Al
mismo tiempo es fácil captar cómo su vida y su misión son continuamente guiadas
por el Espíritu Santo, ya desde la Anunciación donde se proclama su filiación
divina. Junto a estos rasgos particularmente destacados en San Lucas, volvemos
a encontrar otros testimonios comunes con los demás evangelistas: también los
demonios llaman “Hijo de Dios” a Jesús en las tentaciones y en las curaciones
de los endemoniados en Cafarnaún y en Gerasa.
En
San Juan se presenta la filiación divina de Cristo en su sentido más profundo y
trascendente: Él es el Verbo, que está en el seno de Dios y se hace carne; es
preexistente, ya que es anterior a Abrahán; ha sido enviado por el Padre, ha
bajado del cielo... Son características que destacan la realidad divina de
Jesús.
La
confesión de la divinidad por parte de Tomás puede considerarse la culminación
del evangelio, que ha sido escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el
Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre [16] .
En
San Juan es patente, tal vez más que en ningún otro evangelista, cómo la
afirmación de la divinidad real de Jesús pertenece al mismo núcleo de la
predicación apostólica. Una afirmación, por lo demás, que hunde sus raíces en
la conciencia que Cristo tenía de ella en su paso por la tierra.
En
este sentido, es de especial interés recordar –y es un elemento común a todos
los evangelistas– el que Jesús diferencia su relación con el Padre de la que
tienen los demás hombres: mi Padre es el que me glorifica, el que decís que es
vuestro Dios [17] ; subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro
Dios [18] ; la expresión «Padre nuestro» en labios de Jesús sólo aparece en una
ocasión, al enseñar a los discípulos el modo en que deben rezar. Cristo nunca
pone en el mismo nivel su especial filiación con la de los discípulos: una
muestra de la conciencia que Él mismo tenía de su divinidad.
La
predicación de la primitiva comunidad cristiana presenta las formas de anuncio,
de catequesis, de exhortación o de argumentación en favor de la fe, que vienen
recogidas en la narración evangélica. Esto influye más en sus características
literarias que en el contenido de lo que aconteció.
Es
útil descubrir que las necesidades de la predicación han llevado a seleccionar
algunos pasajes frente a muchos otros [19] , y que movieron a los evangelistas
a presentar la vida de Cristo en un modo más teológico que biográfico, más
sistemático que cronológico. Pero no hay motivo para pensar que ese interés y
esas necesidades lleven a falsificar los recuerdos, a crearlos o a inventarlos.
Más
aún, las expresiones y sucesos desconcertantes son una prueba más de la
credibilidad de los evangelios –¿por qué el bautismo, si Cristo no tenía
pecado?, ¿por qué afirmar la aparente ignorancia de Jesús respecto a la
Parusía, o que no pudo hacer milagros, o que estaba cansado?–, como lo son
también la forma semítica de las palabras, o el uso de expresiones arcaicas o
no asumidas por la teología posterior –como «hijo del Hombre».
Los
evangelios están repletos de episodios llenos de candor y naturalidad; cada uno
de ellos es una muestra de veracidad, y del deseo de contar la vida de Jesús en
el seno de la tradición de la Iglesia. Quien escucha y recibe esa Palabra puede
llegar a ser discípulo [20] .
En
el mensaje cristiano se entrelazan fe e historia, teología y razón, y los
testigos apostólicos manifiestan la preocupación de apoyar su fe y su mensaje
sobre los hechos, contados con sinceridad.
En
esas páginas, Cristo mismo se da a conocer a los hombres de todos los tiempos,
en la realidad de su historia, de su anuncio. Leyéndolas, no accedemos a un
ideal moral; meditar el evangelio no es un reflexionar sobre una doctrina. Es
meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre, hasta su
muerte y su resurrección [21] , porque cuando se ama a una persona se desean
saber hasta los más mínimos detalles de su existencia, de su carácter, para así
identificarse con ella [22] .
b. estrada
------------------------
[1]
Cfr. Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, Jesus von Nazareth , cap. 1 y 2.
[2]
Camino , n. 584.
[3]
1 Co 1, 23s.
[4]
Cfr. Flavio Josefo, Antiquitates Judaicæ 18, 3, 3.
[5]
Conc. Vaticano II, Const. dogm. Dei Verbum , n. 18.
[6]
Cfr. Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, Jesus de Nazareth (I) , Introducción.
[7]
1 Co 15, 14.
[8]
Cfr. Mt 13, 18; Mc 6, 50.
[9]
Catecismo de la Iglesia Católica , n. 515.
[10]
Amigos de Dios, n. 216.
[11]
Cfr. Lc 11, 20.
[12]
Mc 14, 36.
[13]
Mc 1, 1.
[14]
Mc 15, 39.
[15]
Lc 23, 46.
[16]
Jn 20, 31.
[17]
Jn 8, 54.
[18]
Jn 20, 17.
[19]
Cfr. Jn 21, 25.
[20]
Cfr. Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, Jesus de Nazareth (I) , cap. 4.
[21]
Es Cristo que pasa , n. 107.
[22]
Es Cristo que pasa , n. 107.
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