Tanto en pecado como la gracia divina…
son fuerzas espirituales, que desde luego, tienen o pueden tener una
trascendencia material, pero tanto el pecado como la gracia divina, son fuerzas
negativas el pecado y positivas las gracias divinas, dentro del orden superior
del espíritu. El pecado y la gracia divina luchan en el interior de nuestra
alma, para imponer cada una de ellas su hegemonía en nuestra alma. Es por ello,
tal como ya hemos escrito en otra ocasión, que el capuchino, San Piero de Pieltrecina,
decía que el alma humana es un campo de batalla entre Dios y el demonio.
En situación normal el demonio tendría
todas las de perder, pero no siempre es así. En la mayoría de los casos,
nosotros nos comportamos, estúpidamente como si fuésemos espectadores neutrales
del combate que se celebra en nuestra propia alma, y sabiéndolo hacemos oídos
sordos de que nos estamos jugando aque es nuestra eterna felicidad. Eso del
fair play anglosajón, puede ser que sea muy correcto para las mentalidades
protestantes desarrolladas en las brumas del norte, pero lo nuestro está más en
línea, con la actitud del condestable francés Bertrand du Guesclin, que en la
lucha fratricida sobre el trono de Castilla en 1367 entre Pedro el cruel y
Enrique II de Trastamara, ayudó a este último y protestaron los partidarios de
Pedro el cruel, a lo que, el Condestable francés contesto con una histórica
frase: “Ni quito ni pongo rey pero ayudo a mi Señor”.
Nosotros tenemos que ayudar a nuestro
Señor, en la lucha que existe en nuestra alma. Es suicida por nuestra parte,
permitir un fair play, El pecado como arma demoniaca nos acosa, y en nosotros
está vencerlo con la fuerza de las divinas gracias, que siempre están a nuestra
disposición, por medio de los canales de distribución de estas, que son los
sacramentos.
Sobre el pecado escribe Jean Lafrance
y nos dice: “El pecado se define en relación al amor de uno para con otro. No
hay pecado si no existe otro, si Dios y nuestros hermanos no fuesen personas,
no habría pecado ni culpable…. Si no existiese ese amor infinito de Dios para
con nosotros, no existiría el pecado; descubrimos entonces que el fondo del
misterio del pecado está constituido por nuestra ingratitud, nuestra
indiferencia y nuestro endurecimiento frente a este amor. Por eso no nos queda
más que invocar el artículo segundo: no somos conscientes de ello. Felizmente
para nosotros, pues si estuviésemos lúcidos sería la condenación al infierno”.
Y es así, que todos sobre nosotros
tenemos, una infinidad de pecados cometidos inconscientemente, pero nunca
olvidemos que también tenemos sobre nuestras espaldas y conciencia ora multitud
de pecados conscientemente cometidos y que si no fuese por la infinita
misericordia de Dios en el sacramente de la reconciliación, al abandonar este
mundo nos iríamos de cabeza al infierno. ¡Bien de acuerdo!, los pecados nos han
sido perdonados y jamás el Señor, nos va a echar en caro que fuimos pecadores.
Pero si conviene que nos acordemos de
nuestros pasados pecados, porque ello nos proporcionará una saludable
compunción. Que es algo, que no todo el mundo practica.
La diferencia que media entre
contrición o arrepentimiento y compunción o remordimiento, estriba en que con
la contrición, se restablece el nivel de gracias divinas existentes
anteriormente a la comisión del pecado. Con la compunción se abren las puertas
de nuestra alma para recibir un mayor número de gracias, que nos proporciona el
dolor de nuestro remordimiento. La compunción, es una predisposición que
obtenemos para aumentar las gracias divinas, en razón del dolor que nos produce
el remordimiento de nuestros pasados pecados.
Es un estado del alma, que al sentir
esta, remordimiento y dolor por las faltas o pecados ya perdonados, se acerca
más al amor a Dios, y ello la predispone a poder adquirir nuevas gracias que
aumenten su nivel de vida espiritual, y consiguientemente, un mayor de defensas
frente a las asechanzas demoniacas. La compunción es pues, es la puerta que se
nos abre, al derribar nuestras barreras interiores, para llegar con más amor al
encuentro con el Señor. Y este es el “animi cruciatus” o “compuctio cordis” que
se nos menciona en el anterior parágrafo 1.431, del Catecismo de la Iglesia
católica al decir este que: “La compunción perpetua, en la vida espiritual de
un alma, es el mejor escudo y garantía de que ya no se volverá a recaer en el
pecado de que se trate”
Volviendo a la naturaleza del pecado,
es de ver, tal como escribe el obispo Fulton Sheen que: “Cada pecado tiene un
doble elemento, material y formal. El elemento material del pecado consiste en
su contenido o la materia de que está hecho, y esta siempre es buena. Nada hay
en el universo visible que sea intrínsecamente malo. “Dios miró al mundo y vio
que era bueno”. La bebida, la carne, el sexo, el oro el vino, son todas cosas
buenas y por lo tanto deseables. Toda realidad al haber sido creado por Dios es
hermosa y se halla penetrada por los divinos reflejos de sus atributos. El
elemento formal del pecado es el abuso malvado y perverso de una buena cosa.
Es esta distorsión y este exagerado
amor de algo lo que nos hace usarlo para un fin nocivo; transforma el amor por
la carne en lujuria, el amor a la bebida en embriaguez, y el amor a la riqueza
en avaricia. Es la incontinencia de la avaricia humana. No hay animal que coma
o beba más de lo que le demandan las necesidades de su cuerpo material. Tampoco
ningún animal copula por pura lujuria tal como lo hace el hombre. Ni tampoco
viola los límites que Dios le ha
impuesto por medio de sus leyes naturales.
Solo es el hombre que puede hacerlo
porque está dotado del libre albedrío que Dios le otorga a cada uno de nosotros
al tiempo de nuestro nacimiento. Todos sabemos que estamos aquí para superar
una prueba de amor a Dios, para demostrarle que somos dignos de su amor a
nosotros Y esto se realiza, de una sencilla forma, aceptando el infinito amor
que el Él nos tiene y continuamente nos lo está demostrando. ¿Y cómo podemos
demostrarle a Dios nuestro amor a Él?
Pues de una forma sencilla, no pecado que es tanto como decir cumpliendo con
sus divinos preceptos.
juan del carmelo
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