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30/03/2013

El “lugar” de Judas 10

Ernesto Juliá Diaz


             Judas pudo abandonar a Cristo sencillamente, como hicieron los que se fueron de su lado ante el anuncio de la Eucaristía, y quizá tantos otros que lo siguieron un tiempo y se alejaron después. No le abandona, y tampoco le niega. En este sentido, Judas no hace una afirmación de ateismo. Podría haber negado a Cristo tranquilamente, y dejarlo.

            Si Judas no hubiera creído en la divinidad de Cristo, no lo habría traicionado. Si Judas hubiera sido consciente de estar delante solamente de un hombre, no hubiera actuado como lo hizo.
            Teológicamente, quizá no sea muy osado afirmar que Judas comporta también una contraprueba de la divinidad de Cristo; y señala el límite de la acción del hombre contra Dios. El hombre puede traicionar a Dios; no puede negarle.
            Por eso Judas es un personaje también molesto para un ateo. Si se hubiera marchado desentendiéndose de la muerte de Cristo, hubiera pasado inadvertido sin más. Al traicionarlo, manifiesta la impotencia del hombre ante Dios: no puede pasar sin hacer referencia a Él; en palabras pobres, el hombre no consigue nunca “quitarse de encima a Dios” y tampoco liberarse del deseo de “apoderarse” de alguna “imagen de Dios”.

            Además de lo señalado hasta ahora, y para seguir tratando de desentrañar el sentido de la traición, hemos de preguntarnos:
            ¿Por qué es glorificado el Señor con la marcha de Judas?
            No ciertamente por alejarse un pecador, ya que Cristo se ha hecho a sí mismo pecado, y su gloria está en que el pecado sea vencido en todo el hombre, en todo hombre; en el arrepentimiento y en la conversión del pecador.         
Glorificado, no en el triunfo de su amor sobre el endurecido corazón del apóstol traidor. Cristo es glorificado en la traición de Judas; porque esta traición ensalza majestuosamente al “traicionado”. ¿En qué sentido?
            Si alcanzamos a responder a la pregunta ¿Por qué lo vende?, quizá lleguemos a penetrar ese “sentido”.
La venta es el último intento de Judas de manejar a Dios, de comprarlo, de convertir a Dios en una mercancía. Y lo vende al Sanedrín, autoridad eclesiástica, espiritual, si se prefiere, contrapuesta a Cristo, y la única verdaderamente llena de sentido hasta ese momento.
            Judas ha podido entregar a Cristo a la autoridad civil acusándole sencillamente de alterar el orden, y alegar, por ejemplo, que ponía en peligro la estabilidad del poder político. No lo hace así, y quizá no sólo por ser los romanos extranjeros no queridos, sino más bien, para aprovechar la oportunidad de vincularse de nuevo al Dios hasta entonces conocido en el ámbito judío, y tal y como lo había conocido en su pueblo; y a las personas que lo representaban según la Ley.

     Judas no rechaza a Cristo. No lo niega, deja de esperar y por consiguiente no lo ama. Vendiéndolo, intenta la plenitud del pecado; como si Dios se pudiese convertir en una mercancía manipulable.
            En esta acción de Judas queda patente también que el mal influye sobre la inteligencia humana, pero no la obnubila. Si el gran pecado de la traición hubiera dominado  la inteligencia de Judas, no habría reaccionado tirando las monedas de la traición sobre el suelo del templo. ¿Por qué lo hace?
Es el momento de la gran soledad de Judas en la tierra. Él ha rechazado a Dios, y ve como su referencia “divina-eclesiástica” lo rechaza a él. Conocido Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, nadie, tampoco Judas, puede volver a su antigua imagen de Dios.
Judas se convierte en el hombre que, sin Dios, y después de “vender” a Cristo, pierde todas las raíces en el cielo y en la tierra; ya no encuentra “lugar” para él, ni en el cielo ni en la tierra.
Quizá se pueda pensar que ningún suicidio ha sido tan pleno, tan fríamente decidido, tan libremente realizado, y por todo esto, tan lleno de rechazo de Dios, como el de Judas.
            La actuación de Judas, ciertamente, es un hecho que deja patente ante cualquier hombre la inutilidad de pretender reaccionar frívolamente ante la gravedad del pecado.


Ernesto Juliá Diaz, [1] Julio 15, 2009



[1] Ernesto Juliá Díaz (Ferrol, 1934). Abogado y ordenado sacerdote en 1962, su labor pastoral le ha llevado a distintos países del mundo: Italia, donde ha residido desde 1956 hasta 1992, Australia, Filipinas, Taiwan, Kenya, Nigeria, Estados Unidos, Puerto Rico, Inglaterra, Francia, Bélgica, Holanda, Portugal, Suiza. Ha escrito en medios de comunicación italianos y españoles. Colaboró semanalmente en ABC durante ocho años. Ha publicado varios coleccionables en “Mundo Cristiano”. Ha participado en congresos y reuniones de espiritualidad, con profesores de la talla de Giovanni Colombo, Ignacio de la Potterie; Hans Urs von Baltasar, Inos Biffi, José Luis Illanes, Eugenio Corecco, etc. Tiene entre otros libros: Un anhelo de vida y El renacer de cada día. Ensayos y relatos breves además de varios libros de espiritualidad: Reflexiones sobre la Navidad, Cuatro encuentros con Cristo, Con Cristo resucitado. Y algunas ediciones de bolsillo como Josemaría Escrivá: vivencias y recuerdos, Conversiones de un santo, Porque casarse en la Iglesia y Letanías de la Virgen. En el año 2008 publicó también, Confesiones de Judas y La Biblia. Una lectura para cada día del año. En Cobel Ediciones ha publicado recientemente "Anotaciones de un converso. Cronica de un re-encuentro con Dios Padre". "El santo de lo ordinario (san Josemaría Escrivá), "La cita del amanecer. Anotaciones de un cristiano ingenuo". "Pararse a pensar no da dolor de cabeza".

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